Revista Arte
El lunes 23 de junio de 2006 en la sede principal del ya liquidado Banco del Estado fue descubierto un robo de arte de “imperfecta perfección”: tres pinturas, dos de Obregón y una de Grau, habían sido hurtadas. El robo se hizo evidente no por los espacios vacíos en la pared sino por un fuerte olor a óleo que salía de la Oficina de la Presidencia: “No lo podíamos creer”, dijo el vicepresidente jurídico del banco, “era una copia que obviamente había sido puesta en lugar del original para ocultar su robo”. Las pinturas, mostradas rápidamente en el noticiero de televisión, tenían el estilo característico de ambos pintores pero eran caricaturas manidas y regordetas: el “Homenaje a Mary Reyes”, de Grau, parecía falsificada por un aprendiz de Manzur, y la “Mujer” y “El Toro y la lechuza”, de Obregón, parecían hechas por un emulador de Botero.
Lo singular es que los ejecutivos del alto comité del Banco del Estado dijeran que se habían dado cuenta del robo por el olor de uno de los cuadros —por su olfato, no por la vista— y luego, cuando revisaron el resto de la colección que estaba en la sala de juntas, se percataron del cambiazo de otras dos obras. Si los ladrones hubieran hecho las copias con suficiente antelación, un robo de arte de perfecta perfección habría sucedido; nadie lo habría notado y menos los miembros de estos comités que trabajan, trabajan y trabajan, tienen poco tiempo para levantar la vista y si en algún instante de ocio miran a la pared solo ven ahí un “Obregón”, un “Grau”, nada más. Estos funcionarios son parte de una elite diestra para los tejemanejes aritméticos pero analfabeta para sopesar una imagen.
La astucia del robo fue más que evidente cuando se supo que al otro día del hallazgo, por orden de la Presidencia, esta vez de la República, las obras iban a ser trasteadas a la Casa de Nariño por una política que intentaba reagrupar todo el arte del Estado desperdigado por el país. Al final, cuando el Banco del Estado fue liquidado, se contabilizaron 658 obras avaladas en más de $2.200 millones de pesos, la mayoría de ellas pinturas que reposaban sin pena ni gloria en las sedes del banco, adquisiciones hechas por un comité estético aleatorio, un potpurrí de altruismo, clientelismo y decoración, una muestra de pintores de estilo reconocido y de pintorzuelos a los que solo los conocen en la casa, en las tiendas de “arte country” y, si acaso, en la memoria del que los palanqueó para estar en la colección del Banco del Estado.
Sobre esta quietud e inquietud que produce lo pictórico es, en parte, la exposición “Comité para la apreciación del color y de la forma" de otro Obregón, de nombre Beltrán, en la Galería Valenzuela Klenner de Bogotá. En el segundo piso televisores viejos, floreros y cuadros con gradaciones de color vivo y en el tercer piso pinturas en escalas de grises con diversos calibres de línea y figuras geométricas, cada composición es encuadrada en un circuito cerrado de video que envía la señal del paisaje técnico a las pantallas de los receptores del segundo piso. La transmisión recuerda la época en que la programación de televisión llegaba a su fin y moría al final de cada noche con una imagen estática.
“Lástima que la televisión no sea en colores” es la frase con que azuzó por décadas a la teleadiencia Gloria Valencia de Castaño, la primera dama de la televisión nacional, hasta que en 1979 llegó el color; ella usaba la sentencia al presentar “Naturalia: La historia de los animales y los animales en la historia”. Con esa coda dejaba constancia de que en el subdesarrollo todo, hasta el color salvaje de la naturaleza, llega tarde, o sucede lejos, de ahí la necesidad de la “tele–visión”.
El “Comité” que propone Obregón remite con elegancia al acto de nombrar el color, de dominarlo, de apoderarse de su forma: el contrapunto entre las flores y las paletas de color, o entre la pintura técnica y las pantallas grises, dan forma a este sutil ejercicio de trasvasar de un medio a otro lo pictórico, aquí pintar no se refiere a lo que hacen unos pintorzuelos apocados sino a un experimento que muestra que los ejercicios de forma y color atraviesan empaques y gremios sin pudor ni distinción: desde el acto de echar pintura sobre una superficie hasta el ejercicio de calibrar un monitor de televisor, desde el colorido gesto de ordenar un florero hasta las colecciones de pintura estática que reposan en la banca.
El “Comité” de Obregón enseña una apreciación pictórica que se puede extender desde la minuciosa escogencia de una acertada “pinta” de ropa hasta la descachada combinación de prendas y palabras que lucen los miembros de comités que pretenden dar cátedra sobre estética. Tal vez, como único reparo, la exposición se tomó muy a pecho lo del circuito cerrado, la acecha la intelectualización y para salir de un “loop” retórico hizo falta un cuadro, una obra donde la forma y el color no sean pretexto o discurso sino acción, algo no tan teledirigido, una mentira bella porque sí, un placer por el placer; un divertimento así solo sucede cuando algún visitante ocasional en el tercer piso se mete en el lente de la cámara y aparece de inmediato en la pantalla mortecina de alguno de los televisores de abajo.
Sobre la puerta del garaje de la Galería Valenzuela Klenner hay otros dos usos de lo pictórico: por un lado, el logo de “La Otra”, un imagen grafitera hecha con “esténcil” que reproduce a una mujer voluptuosa, icono y rezago de la “Feria de Arte Contemporáneo” que organizó esta galería, una alternativa que voluntariosa intenta ser independiente ante Artbo, la feria oficial de la poderosa Cámara de Comercio de Bogotá. Por otro lado, pintado directamente con aerosol alguien hizo un gesto “canalla” debajo del letrero de autopromoción, una crítica a la mujer trozuda: “La misma mierda”, pintó el desencantado. La pintura no muere, lo pictórico se actualiza día a día en las batallas entre los diversos “Comités para la apreciación del color y de la forma".