Castillo de Donnafugata (Sicilia)
José N. 58 años. Agricultor. José N. se siente afortunado, aunque hoy esté especialmente cansado y le duelan los huesos. Ha estado todo el día bajo el sol, concentrado, trabajando duro y respirando hondo el olor a tierra removida. Es la suya una alegría amarga que crece en boca, de color púrpura opaco, como de frutos negros maduros con reminiscencia a madera de roble y retrogusto a derrota.
Cuando acabe el trabajo, dentro de una semana, empieza una nueva vida, aunque aún no tiene ningún plan concreto para llenarla, ahora que aún tiene fuerzas y los hijos están ya criados y viven su vida en la ciudad. Ha pensado arreglar algo la casa, una cocina nueva… ¿Viajar? No sabría dónde, como en casa en ningún sitio. Un coche nuevo, ¿para ir adónde? No se le ha perdido nada en ninguna parte. Todo lo que tiene está aquí.
Está anocheciendo. Escucha la radio. Miles de refugiados clandestinos continúan llegando errantes a la isla de Lampedusa, náufragos de tierras devastadas como la suya, en las que hace tiempo sólo crecen penalidades. Recuerda a Tomaso di Lampedusa y su mente sobrevuela las tierras fértiles que rodeaban el castillo de Donnafugata, el refugio del Príncipe de El Gatopardo. Él también asistió al final de una época. Se acuerda de la bella Claudia Cardinale, del rotundo Príncipe que esculpió Burt Lancaster y piensa que sí, que aunque los tiempos cambien, todo sigue igual. Esa idea le tranquiliza.
Y ahí está él, apoyado en el hule de la mesa de la vieja cocina. También ha dejado su tierra, cansada como él ahora, arrancándole las raíces de las viñas que la mantenían compacta, y no volverá nunca. Otros vecinos no han tenido la misma suerte y no podrán arrancar las viñas a cambio de una subvención. Mira las paredes, los armarios, los fogones y sí, hace falta un cambio en la cocina para que siga siendo la de siempre.