Revista Opinión
No va de semblanza biográfica ni glosa literaria, que tú no necesitabas que te llegase la hora de las alabanzas. Va de que por tu culpa —perdón, gracias a ti—, por morirte, has hecho desfilar por la cabeza mi década vallisoletana que fue mi «década prodigiosa». Hoy, por fin, puedo tutearte —como si ante los muertos perdiésemos el respeto o ganásemos confianza—. Entonces eras Don Miguel.Hoy llevo la cabeza llena de fotogramas de aquellos tres años (1971-1974) en que todos los domingos te esperaba o me esperabas a la salida de misa de 12 en San Ildefonso para leerte mis poemas de la última semana —mentiría si dijese que para corregirlos o enmendarlos porque siempre me decías «¡ánimo, sigue así, Luis Miguel!»— y ver la expresión que ponías mientras ibas leyendo y la opinión dictada sin una voz más alta que la otra. Tengo la imagen grabada de tu quietud, tu figura erguida a la puerta de la iglesia, con el abrigo loden resbalando sobre el cuerpo como un sauce llorón. No te recuerdo en cazadora o chaqueta propios de otras temporadas, quizá porque en primavera tú estabas cazando y en verano yo estaba en Soria siguiendo con mis poema a lomos de Machado.Me has resumido diez años de documental en los minutos que ha durado la noticia de que te has ido a cazar ángeles al coto destinado a los hombres sencillos. Las rondas de tapa y vino con tu hija Elisa apegada, que no integrada —parece ser que una chica pudiese resquebrajar nuestra unidad—, en aquella piña insólita de ideología multicolor que polemizábamos a voz en grito por la calle Santiago, pero que no nos despegábamos, que no hablábamos de literatura y soltábamos muchos tacos, que teníamos nombres (Suso, Pancho, Luis, Genaro, Josechu, Javi, Carlos y Adolfo) porque los apellidos —de alcurnia o de medio pelo— no importaban. Y el aperitivo en el Noche y Día, y los chuchos en la panadería de la esquina de Regalado con Teresa Gil, y las chuletadas de finquilla y caminatas por el camino viejo de Simancas.Como ves no he escrito estas líneas para catalogar o lisonjear, ni para despedirte o caer en el tópico «hasta luego». Sólo son para agradecerte aquellos veinte minutos (que sumaron mucho más de cinco horas) de puñetera añoranza que me estás haciendo pasar este maldito 12 de marzo. Decirte que yo («¡ánimo, sigue así!») he seguido adelante en estos cuarenta años sin vernos. ¿Cómo?... si yo te contase. Así que ahora, Don Miguel, recibe el abrazo que nunca te di.