Pertenezco a esa generación de niños que se tiraban el verano sin plan alguno en la agenda, bajo la custodia de sus abuelos. Abuelos que cuidaban a los críos de 8 de la mañana a 9 de la noche (sábados incluidos), cuando acababa la jornada de mamá (porque eso de contar con papá para la guarda del crío…. son modernidades).
El verano transcurría jugando semi-libres por los caminos en bicicleta, con tardes en la piscina de la vecina, bocadillos de foie gras y alguna serie en la tele. Y así día tras día. Da igual que fuese lunes que domingo. El planning no variaba mucho. La playa, ¡a tres kilómetros!, era esa gran desconocida.
El verano por montera con una de éstas.
En agosto llegaban las vacaciones de los jefes (papá y mamá). ¡Una semana! Ahí es nada. Los únicos días que se tomaban libres en todo el año (esos padres currantes, trabajadores por cuenta propia, sin concesión para el ocio) nos íbamos al pueblo. A 69 kilómetros que, sin autovía, se estiraban durante su rica horica y poco, entre vomitonas y paradas para airear en las cunetas de una hermosa carretera nacional de curva y contra-curva. Paisaje de eucaliptos grabado para siempre en mis recuerdos de guaja. Esa semanita en la aldea con las primas y los chavales del pueblo, de pandilleo, sabía a gloria. Y traía alguna salida por los contornos, como mucho surcando carreteras hasta la Comunidad vecina. ¡Grandes viajeros! Je je. Crusoe a nuestro lao, un aficionao.
En los encuentros familiares, ventajas de tener tías grandes cocineras y entregadas al cuidado del grupo, arroz con llámpares, pulpu del pedreru pescado por los tíos y helados tras la merienda cuando escuchábamos pitar la furgoneta del repartidor. En las tardes, actuaciones de las artistas menudas a las que daba paso la apertura del telón junto al tanoxu (garaje y llagar todo en uno), telón del que hacían las sábanas del tendedero. El público (la familia reunida) acomodado sobre las sillas de playa con el monedero a mano para pagar la entrada del espectáculo infantil de variedades. Va a ser que inventamos La Voz Kids.
La bici contenta de salir de su encierro. A los 14, la sustituiría el ciclomotor vaya ‘refrescar’ por la Villa. Y si no había moto, pues se bajaba de la aldea a la ‘capi’ a patita. El camino se hacía más corto si se hacía ¡cantando los temas de los Hombres G!
Mentiría si dijese que no fui feliz en aquel tiempo. Al colgar en junio la mochila y los libros, no tenía grandes planes a la vista para los próximos dos meses, pero tampoco los echaba en falta porque no los conocía.
No existían las colonias de verano ni los campamentos urbanos allá por los 70 y 80 para las madres trabajadoras. Sí abuelos penitentes, cuidadores full-time sin sueldo.
Mis crías (las tuyas) manejan, hoy, en el siglo veintitantos, una agenda cultural y de ocio que no la salta un canguro campeón, han viajado más en su corta vida que mis padres en la suya larga, y cuentan con una oferta estival de entretiene-cuida-niños como para probar cada hora del verano un centro distinto. No esperan dos horas (y subiendo) de digestión para bañarse y tienen menos racionados los helados. El cuento ha cambiado un potosí en 30 años en este país. ¿Son más felices?…. No lo sé, pero menos libres y con más refalfiu (permítanme el palabro asturiano), seguro.
Azul era mi barco, azul mi verano. Chanquete a punto de asomar por cubierta.
Mis abuelos se llamaban Chelo y Rafael y los echo de menos.
Mi pueblo es Sebreño, en Ribadesella. Siempre lo será.
A mis primas las quiero mucho y me siento afortunada de la gran relación que guardamos.
Desde que soy persona autónoma, sin llegar a ser Willie Fogg he tratado de viajar todo lo que no viajé de pequeña. He de decir que llegué a tiempo.