Revista Opinión

VI. 1822: De Minas al Ipiranga.

Publicado el 20 diciembre 2017 por Flybird @Juancorbibar

VI. 1822: De Minas al Ipiranga.

LA JORNADA QUE LLEVARÍA A DON Pedro a las márgenes del Ipiranga comenzó algunas semanas después del Día de la Permanencia, el 9 de enero de 1822, en las montañas de Minas Gerais. El día 25 de marzo, el príncipe salió a toda prisa de Rio de Janeiro, alarmado por las noticias de una rebelión en las ciudades mineras comandada por dos portugueses, el teniente coronel José Maria Pinto Peixoto, comandante de la guarnición de Vila Rica (actual Ouro Preto), y el juez de derecho Cassiano Esperidião de Melo Matos. Había sospechas de que la junta de gobierno de Minas Gerais estaba preparando la separación de la provincia del resto de Brasil. Era preciso actuar rápido. Región más populosa del país, con cerca de 600 mil habitantes, era también una de la más poderosas desde el punto de vista político y económico. La falta de apoyo de los mineros echaría por tierra todos los planes tramados en Rio de Janeiro por don Pedro y José Bonifácio.

     Don Pedro viajó provisto sólo de osadía y coraje. Al partir iba acompañado de apenas diez personas, incluyendo al padre Belchior, que más tarde sería testigo del Grito del Ipiranga. Era, por tanto, una aventura de alto riesgo: un secuestro o atentado al heredero de la corona portuguesa comprometería todo el proceso de independencia de Brasil. Fue un viaje, además de arriesgado, muy incómodo. Maria Graham, viajera inglesa que en la época estaba en Brasil, cuenta que don Pedro viajaba “el día entero, por caminos precarios y peligrosos, mojado hasta los huesos por las lluvias tropicales”, y que al atardecer se contentaba con “cenar un bocado de tocino y harina de mandioca”. Por la noche, dormía en lugares improvisados, usando como cama una puerta o una ventana arrancada de la pared para protegerlo del suelo frío.

     Nada de esto parecía flaquear el ánimo de don Pedro. Al contrario, iba fascinado con lo que veía por el camino. Era la primera vez que el príncipe se internaba por el interior de Brasil desde que llegó a Rio de Janeiro, en 1808, entonces un niño de apenas nueve años, en compañía de su padre, don Juan, y de su madre, Carlota Joaquina. Hasta ahora desconocía por completo el paisaje y los habitantes del interior del país que su padre había dejado a su cuidado al volver a Lisboa en 1821. Al pasar por la finca del padre Correia, en lo alto de la sierra fluminense, quedó tan encantado con el lugar que más tarde compraría la propiedad vecina, llamada hacienda del Córrego Seco. Allí sería creada la ciudad de Petrópolis, donde su hijo, Pedro II, se refugiaría los veranos con la corte del Segundo Reinado.

     Antes de partir, oyó un consejo curioso del paulista José Bonifacio: “No se fie Su Alteza Real de todo lo que le digan los mineros, pues pasan en Brasil por los más finos trapaceros del universo, hacen del negro blanco, mayormente en las actuales circunstancias en que pretenden mercedes y cargos públicos”. El presagio, felizmente, no se cumplió. Los mineros lo acogieron con los brazos abiertos. Don Pedro recorrió Barbacena, São João del-Rei, Vila Rica y otras localidades menores. Fue aclamado y festejado por donde pasó. Al llegar a Vila Rica, en vez de afrontar cualquier resistencia, fue recibido de rodillas por el coronel Pinto Peixoto, que a partir de aquel momento se convirtió en uno de sus más fieles aliados. Melo Matos, el otro jefe rebelde, fue preso y despachado para Rio de Janeiro.

     Concluida la jornada victoriosa, don Pedro volvió a la capital rápidamente, recorriendo 530 kilómetros en apenas cuatro días y medio. Llegó al anochecer del día 25 de abril aún con disposición para ir al teatro por la noche y anunciar que la situación en Minas estaba en calma. Fue recibido con delirio por la platea, que atestaba el local. Repetiría la hazaña después del Grito del Ipiranga, al cruzar los cerca de quinientos kilómetros entre São Paulo y Rio de Janeiro en cinco días, trayecto que un correo de la época hacía normalmente en ocho. Las cabalgadas épicas aseguraron al príncipe la lealtad del corazón geográfico de Brasil formado por São Paulo, Minas Gerais y Rio de Janeiro. Serían estas tres provincias las que garantizarían un apoyo sólido a la Independencia después del Grito del Ipiranga, amenazada por las cortes de Lisboa y vista con cierta desconfianza en las demás regiones, que todavía se debatían entre los intereses de la antigua metrópoli y los del nuevo Brasil.

     El segundo viaje al interior de Brasil, rumbo a São Paulo, comenzó el día 14 de agosto, tres semanas antes del Grito del Ipiranga. El objetivo, como en la ocasión anterior, era apaciguar los ánimos en la provincia, dividida en dos grupos políticos, uno ligado a la familia del ministro José Bonifácio y el otro, al coronel Francisco Inácio de Sousa Queirós, comandante de la fuerza pública y aliado de João Carlos Augusto de Oeynhausen, presidente de la Junta Provisional local. También, en este caso, la comitiva era diminuta. Al partir de Rio de Janeiro, todavía sin guardia de honor, don Pedro iba acompañado de apenas otras cinco personas.

     El grupo fue aumentando a medida que se aproximaba a São Paulo. En la localidad de Venda Grande se unieron a la comitiva el teniente coronel Joaquim Aranha Barreto de Camargo y el padre Belchior. En una demostración de apoyo a José Bonifácio, después de la primera noche de viaje, en la Hacienda Real de Santa Cruz, don Pedro se negó a recibir a Oeynhausen, el presidente de la junta paulista, que pasaba por allí camino de Rio de Janeiro. En lugar de eso, ordenó que siguiese adelante y se presentase a la princesa Leopoldina y al propio Bonifácio. Pasó la segunda noche en la Hacienda Olaria, en São João Marcos. Situada en las proximidades del límite de Rio de Janeiro con São Paulo, esta ciudad fue despoblada y demolida para la construcción de una central hidroeléctrica en 1943. Hoy, parte de ella yace en el fondo de la represa de Ribeirão das Lajes. La tercera pernocta fue en la Fazenda das Três Barras, en Bananal.

     La escala siguiente fue Areias, donde el príncipe cambió los animales. En Lorena, quinta parada desde la partida, elaboró un decreto disolviendo el gobierno provisional paulista y despachó una guardia de honor, compuesta por 32 soldados y organizada por el coronel Francisco Inácio, adversario de José Bonifácio. El sexto día, estaba en Guaratinguetá y, el séptimo, en Pindamonhangaba. Después pasó por Taubaté, Jacareí, Mogi das Cruzes y, finalmente, Penha, actualmente un barrio de la zona este de São Paulo.

     En todas estas localidades fue recibido con fiesta, curiosidad y homenajes. Era la primera vez que la sencilla población del valle del Paraíba y ciudades vecinas veía a un miembro de la familia real portuguesa. Todos se sorprendían con la sencillez y los modos casi groseros del príncipe regente. A pesar de la solemnidad del momento y de las consecuencias dramáticas que el viaje tendría en la historia de Brasil, en algunas ocasiones don Pedro se comportaba como un adolescente en viaje de vacaciones.

     A cierta altura de la jornada, en la travesía de un río, en vez de embarcar en la balsa engalanada que los moradores habían puesto a disposición de la comitiva, espoleó el caballo y entró derecho al agua. Llegó rápidamente al otro margen, mojado hasta la cintura. Ante el asombro de las personas que presenciaban la escena, preguntó quién tenía ropas de su talla. Se presentó un muchacho llamado Adriano Gomes Vieira de Almeida. Sin formalidades, don Pedro le pidió que se quitase los pantalones. “Pues bien, cambiemos nuestros pantalones”, dijo. Hecho el cambio, siguió viaje con los pantalones secos, mientras Adriano quedaba atrás, mojado pero orgulloso de haber hecho un favor al príncipe.

     En Água Preta, algunos kilómetros antes de Pindamonhangaba, un grupo de jinetes fue a darle la bienvenida. Don Pedro quedó encantado con la belleza de los caballos y salió al galope con todo el grupo. Uno de los jinetes, más viejo y cansado, quedó atrás. El príncipe volvió y, entre carcajadas, fue fustigando al animal hasta la entrada de la ciudad, obligándolo a acompañar al resto de la comitiva. En Taubaté, escapó durante la noche para visitar a una prostituta. Días más tarde, ya en Santos, se prendó de una joven mulata al atravesar una calle. Se le acercó galanteando e intentó cogerla de los brazos. Irritada y sin reconocer al príncipe, la moza le soltó una bofetada y salió corriendo. En vez de ofenderse, don Pedro buscó informaciones sobre la mujer hasta descubrir que se trataba de una esclava, criada de compañía de una de las familias más conocidas de la ciudad. Incluso intentó comprarla, sin éxito.

     Al llegar a la localidad de Penha, despachó al alférez Canto e Melo y al ayudante Gomes da Silva para la capital con el objetivo de sondear lo que pasaba. Los dos volvieron a medianoche diciendo que todo estaba tranquilo. Al día siguiente, asistió a misa y dictó algunas órdenes al secretario Saldanha da Gama. Entró en São Paulo acompañado por la guardia de honor que la población del valle del Paraíba había organizado a su paso. La ciudad se engalanó para homenajear al príncipe. Recibido bajo palio, acompañó un Te Deum en la Catedral. Después se dirigió al Palacio del Gobierno, construcción del Patio del Colegio demolida más tarde, para un besamanos, antigua ceremonia de la monarquía portuguesa popularizada en Brasil por don Juan VI durante los trece años de permanencia de la corte portuguesa en Rio de Janeiro. La noche del día 25, los edificios públicos y diversas casas del centro de la ciudad pusieron faroles en sus ventanas. En la Cámara Municipal, don Pedro fue cumplimentado por el concejal Manuel Joaquim de Ornelas, que, según Octávio Tarquínio de Sousa, con una “detestable retórica” lo llamó “astro luminoso que, surgiendo en nuestro horizonte, viene a disipar para siempre, con sus brillantes rayos, las negras y espesas sombras que lo cubrían”.

     El São Paulo que hospedó a don Pedro todavía era “una pequeña ciudad, casi aldea, de ámbito modesto y calles poco extensas, estrechas y tortuosas”, según la descripción del historiador Afonso A. de Freitas. Con 28 calles, diez travesías, siete patios, seis callejones y 1.866 casas, la villa albergaba en el área urbana solamente 6.920 habitantes. Incluyendo los arrabales más apartados y la zona rural, la población no pasaba de 20 mil personas. En la zona oeste, extensión de la actual calle Consolação, estaban los barrios de Piques, Pinheiros, Emboaçava y Pirajuçara, con un total de 157 casas y 767 moradores. En la zona este, al otro lado del río Tamanduateí, los barrios de Brás, Pari y Tatuapé, con 36 casas y 186 habitantes.

     Entre los profesionales relacionados en el precario censo poblacional de São Paulo el año de la Independencia aparecen siete médicos, tres boticarios, dos abogados, nueve profesores, un notario, 92 costureras, 48 rentistas, 46 negociantes, un fabricante de colchas de algodón, 24 carpinteros, 21 sastres, quince herreros, veinte zapateros, tres lutieres y un barbero, que también era campanero en la Catedral.

     Había escasez de hombres. Las personas de sexo femenino totalizaban casi el 60% de los paulistas. Eran 2.916 hombres contra 4.004 mujeres. Para complicar el cuadro, el primer semestre de 1822, la población masculina había sido mermada por los 1.200 soldados del batallón de Cazadores que, a petición de don Pedro, São Paulo envió a Rio de Janeiro para ayudar en la defensa de la ciudad, amenazada por las tropas portuguesas de la División Auxiliadora comandada por el general Jorge de Avilez.

     Al llegar a São Paulo, don Pedro comenzó a trabajar a ritmo acelerado. Convocado para servir en su gabinete, Joaquim Floriano de Toledo contó que la jornada comenzaba a las ocho de la mañana y se prolongaba hasta las dos de la madrugada. Como si fuese un alcalde recién nombrado de una ciudad del interior, el príncipe conversaba, oía y decidía las cuestiones urgentes. Recibió delegaciones que fueron a saludarlo de Itu, Sorocaba, Campinas y Santos. Ridiculizó al anciano capitán mayor de la ciudad de Itu, el poeta y latinista Vicente da Costa Taques Góis e Aranha, por encontrar vergonzosa la forma como iba vestido: una casaca roja, camisa de encaje, galones dorados, peluca con coleta y espadón en la cintura. Al verlo llegar con esa antiquísima indumentaria, don Pedro soltó una carcajada. El capitán se retiró ofendido con la grosería, pero rápidamente el príncipe se arrepintió y fue a buscarlo para pedirle disculpas. Algunos meses más tarde, todavía intentando reparar el estrago, le concedió dos condecoraciones, la Ordem do Cruzeiro y la Ordem de Cristo.

     El día 29 de agosto, presidió la elección del nuevo gobierno provisional. Oeynhausen, el presidente destituido, adversario de Bonifácio, fue reelegido. Don Pedro respetó la decisión y más tarde lo promovería a marqués de Aracati. También ese día, el joven príncipe iniciaría “la más seria y más escandalosa de sus aventuras de amor”, en definición del historiador Tarquínio de Sousa. Fue su primer encuentro con Domitila de Castro Canto e Melo, futura marquesa de Santos, la mujer cuya influencia en el corazón del primer emperador brasileño habría de cambiar el rumbo de su vida y el del propio país. El día 5 de septiembre, finalmente, descendió la sierra del Mar hasta Santos. Y desde allí volvió como un héroe.

     Curiosamente, ya la noche del 7 de septiembre mito y realidad comenzaron a mezclarse en la historia de la Independencia brasileña. Como se vio en el capítulo inicial de este libro, la aclamación de don Pedro como primer rey brasileño por el padre Ildefonso fue decidida deprisa y de forma improvisada en los momentos que siguieron al Grito del Ipiranga. La historia oficial, sin embargo, se encargó de propagar la versión de que esa habría sido una noche épica, de celebraciones, discursos y composiciones inspiradas. Entre otras proezas, el propio don Pedro habría compuesto, ensayado y ejecutado el actual Himno de la Independencia, aquel que hasta tiempo atrás todo estudiante adolescente conocía de memoria.

     Don Pedro era de hecho un músico talentoso, capaz de hacer composiciones de calidad bastante razonable para la época. Aún así, sería extraordinario que en un intervalo de apenas cinco horas, entre el Grito del Ipiranga y el inicio del espectáculo en el teatrito del Pátio do Colégio, hubiese compuesto y ensayado un himno de estructura relativamente compleja como el de la Independencia. Esto jamás aconteció. “Este caso de la composición del Himno es leyenda imaginada por la adulación cortesana”, escribió el historiador Alberto Sousa, autor de una contrastada biografía de la familia Andrada publicada en 1922. Según él, don Pedro ya habría partido de Rio de Janeiro con la música que sería ejecutada aquella noche. Era el Himno Constitucional Portugués, de autoría del maestro Marcos Antônio Portugal, amigo y profesor del príncipe regente – lo que confirma la hipótesis de cierta premeditación en los acontecimientos del día 7.

     La música del actual Himno de la Independencia fue compuesta por don Pedro, pero en una fecha posterior al 7 de septiembre de 1822. La letra es de un poema llamado “Brava gente”, de autoría de Evaristo Ferreira da Veiga:

O ser la patria libre o morir por Brasil 

     Al final del Primer Reinado, Evaristo se convertiría en uno de los grandes periodistas brasileños, pero en 1822 trabajaba en una librería de la calle de los Pescadores, 49, en Rio de Janeiro, y era poeta en las horas libres. Los versos prestados al Himno de la Independencia formaban parte inicialmente del Himno Constitucional Brasileño, compuesto por Evaristo en Rio de Janeiro el 16 de agosto de 1822, por tanto dos días después de la partida de don Pedro para São Paulo. Difícilmente serían del conocimiento de las personas que estaban en el teatro del Pátio do Colégio la noche del 7 de septiembre.

     El historiador Tarquínio de Sousa dice que las celebraciones del 7 de septiembre de 1822 en São Paulo se limitaron a la declamación de versitos mediocres, cuya autoría está atribuida al príncipe. Uno decía:

Por vos, por la Patria la sangre daremos. Por gloria sólo podemos vencer o morir.

     Una segunda construcción mitológica en la historia oficial de la Independencia es el propio cuadro que celebra el Grito del Ipiranga. La obra de Pedro Américo, hoy expuesta en el Museo Paulista de la Universidad de São Paulo (también conocido como Museo del Ipiranga), en nada recuerda la simplicidad y los trastornos enfrentados por don Pedro en la escena real de la Independencia descrita por los testigos. En el cuadro, el príncipe aparece impecablemente vestido con el uniforme de gala que acostumbraba a usar en las ceremonias oficiales montado sobre un bello caballo color canela, muy diferente a la “bestia baya” citada por el padre Belchior. La modesta guardia de honor comandada en 1822 por el coronel Manuel Marcondes de Oliveira Melo dio lugar a un solemne grupo de lanceros vistiendo uniformes que en la época aún no existían – sólo más tarde serían diseñados para los “Dragones de la Independencia”, que hoy sirven de seguridad en la presidencia de la República en Basilia. También montados en caballos fogosos, los soldados describen un semicírculo ante el príncipe, que, desde lo alto de la colina, apunta con la espada al cielo en el momento del Grito. A la izquierda del cuadro un campesino con un carro de bueyes contempla la escena como si nada entendiese de lo que estaba pasando.

     El cuadro de Pedro Américo fue presentado al emperador Pedro II en la Academia Real de Bellas Artes de Florencia el día 8 de abril de 1888, o sea, 66 años después de la Independencia. También invitada a la ceremonia, la reina Victoria, de Inglaterra, llegó sorprendentemente tarde, cuando los invitados ya se retiraban del edificio. Fue uno de los últimos grandes eventos del Imperio brasileño. Al año siguiente sería proclamada la República. En el texto de presentación de su obra, Pedro Américo dijo que cambió la “bestia baya” por un caballo alazán porque el animal original no se ajustaba a la escena de la Independencia. Por la misma razón, evitó cualquier insinuación de la fragilidad del príncipe en aquel momento a consecuencia de los problemas intestinales. “Si tal eventualidad fue de hecho real, y hasta mereció la atención del cronista, ella es indigna de la historia, contraria a la intención moral de la pintura, y consecuentemente no merecedora de contemplación por la posteridad”, escribió el pintor. En otra palabras, era preciso adaptar la narrativa histórica a los valores que se pretendían representar en el cuadro. La versión era más importante que la realidad.

     Más tarde se descubrió que la escena no había sido apenas alterada. La pintura de Pedro Américo era una copia casi idéntica de otra obra famosa, el cuadro 1807, Friedland, obra del francés Jean-Louis Ernest Meissonier, hoy expuesta en el Metropolitan Museum de Nueva York. Meissonier había concluido el cuadro en 1875, trece años antes de la obra de Pedro Américo, con el objetivo de celebrar una famosa victoria del emperador Napoleón Bonaparte. Autora de un estudio sobre el tema, la historiadora Cláudia Valladão de Mattos afirma que, antes de hacer Independência ou morte, Pedro Américo “estudió detalladamente” la tela de Meissonier. En el texto de 1888, en momento alguno el pintor brasileño se refiere al trabajo del colega francés.

     Comenzaba allí la construcción imaginaria de un país que no siempre estaría de acuerdo con la realidad brasileña.

Laurentino Gomes


VI. 1822: De Minas al Ipiranga.

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