Revista Cultura y Ocio

Viajar en tren

Por Eduardomoga
Viajar en tren ya no es lo que era. Desde hace muchos años, en España los trenes son rápidos, puntuales, modernos; hasta de diseño. Puede que sean incluso demasiado modernos: algunas voces políticas se han levantado contra la proliferación de AVES y su cortejo de inversiones multimillonarias, disparates medioambientales y políticos corrompidos. En realidad, esta banda(da) de AVES que recorre la geografía patria es una respuesta al tradicional atraso ferroviario español: compensamos siglos de incuria con una modernidad hinchada como un zepelín, con la segunda red de alta velocidad más extensa del planeta, después de China. Ah, qué tiempos aquellos en que subirse a cualquier convoy de la RENFE era experimentar una catábasis horizontal: un descenso a los infiernos de lo incómodo y lo interminable. Sin embargo, paradójicamente, aquel Hades sobre raíles traía, adherida al sufrimiento de los viajeros, una muy humana necesidad de comunicación y consuelo. Encerrados en los compartimentos de los vagones, la gente se acomodaba con buena voluntad, hablaba, compartía la comida (porque la comida era esencial para sobrevivir a las jornadas sin fin de los borregueros): compartía, en fin, el viaje. Hoy todo resulta aséptico y eficaz: el desplazamiento resulta más agradable, pero la convivencia se resiente. Y hoy, justamente, me toca viajar en un AVE a Cáceres, donde participo en un congreso sobre el poeta Paul Celan, organizado por la Universidad de Extremadura. Tengo claro que pasaré toda la jornada en las vías: el prólogo del viaje lo constituyen el trayecto en los Ferrocarriles de la Generalitat, desde Sant Cugat a Barcelona, y en el metro, desde la estación de Plaza Cataluña hasta la Estación de Sants (que en catalán se identifica, anglófilamente, como Sants Estació, porque parece, imagino, más estación que si solo se llamara Estació de Sants, como reclaman la sintaxis y el sentido común). En el metro me fijo en una joven bizca y guapísima, que viaja con un amigo. Recuerdo el poema de Quevedo: "Si a una parte miraran solamente / vuestros ojos, ¿cuál parte no abrasaran? / Y si a diversas partes no miraran, / se helaran el ocaso o el Oriente". Algunos defectos no emborronan, sino que acentúan la belleza. Pienso en Claire Forlani, la actriz estadounidense cuyas orejas parecen alas: "Tus orejas divergentes / no divergen en finura: / con escueta desmesura, / los cartílagos ingentes / trazan las altas tangentes / de las criaturas aladas. / Si con ellas separadas / eres bella, qué belleza / luciría tu cabeza si las tuvieras pegadas", he escrito en una décima, siguiendo a don Francisco. En la estación en la que se bajan la bizca hermosa y su afortunado acompañante, se sube un acordeonista tuerto. Los ojos parecen hoy tan protagonistas del día como los trenes. El hombre ataca con brío admirable, aunque con moderada pericia, la Danza Húngara núm. 5 de Johannes Brahms, cuyos sones me distraen, por un momento, del cerramiento atroz de su ojo derecho. No pierde en ningún momento una polifémica sonrisa, aunque la cosecha de monedas sea magra, y, en cuanto el convoy llega a la siguiente parada, brinca al vagón más próximo para continuar la serenata. Ya instalado en el AVE, reconozco, ay, otro personaje clásico de los trenes modernos: el ejecutivo que aprovecha al viaje para hablar por el móvil y poner en orden los asuntos de la oficina. Se conoce que la oficina no puede sobrevivir sin su guía y su sapiencia. El que he tenido la mala suerte de que me cayera cerca es gallego y trabaja en el mundo del turismo. Con sus largas conversaciones sobre tarifas, descuentos y proveedores -el fascinante mundo del comercio-, consigue impartir un curso acelerado de minorismo de viajes a todos los ocupantes del vagón. Pero nadie le muestra agradecimiento: todos nos refugiamos en nuestro búnker individual, ya sea un libro, un juego de ordenador, un sueño quebrantado o un silencio hosco. De hecho, nuestro agradecimiento se reserva para los servicios de telefonía -quién lo iba a decir- cuando el tren atraviesa una zona sin cobertura y la conversación se interrumpe de repente. El ejecutivo, tras llamar varias veces, con angustia creciente y sin resultado, a su amputado interlocutor, se sume en un silencio sobresaltado, hasta que, con alegría rayana en el júbilo -y la correspondiente decepción de todos los demás- retoma la comunicación y continúa salvando a su empresa por el vociferante procedimiento de impartir instrucciones a sus subordinados. Hace tiempo leí que en algún sitio se había inventado un dispositivo portátil que cortaba las comunicaciones telefónicas circundantes, pero que enseguida había sido prohibido. A qué gran instrumento había renunciado la humanidad: qué maravilla apretar un botón en el bolsillo y que el aullador financiero, o la maruja sin nada más que hacer, o el joven gárrulo, se quedaran con la palabra en la boca y no pudieran expulsarla de ahí; y ojalá se atragantaran con ella como con un hueso de pollo. Durante el viaje alterno la lectura de Huellas, la poesía completa de Juan Malpartida, El libro del desasosiego, de Pessoa, y El País. En este leo que José María Aznar mitinea en Zaragoza por las inminentes elecciones municipales y autonómicas en España. Y, según recoge el periódico, pide a quienes no vayan a votar al PP que no confíen en populismos mentirosos, que vuelvan a casa y que le otorguen al partido otra vez su confianza. Aznar ejerce sobre mí un poder singularísimo, que ningún otro político de la derecha, por más que discrepe de él, o incluso que me irrite, puede atribuirse: me inspira un deseo casi irresistible de degollarlo. Ese deseo viene precedido por una serie de síntomas físicos: el desarreglo estomacal, la palpitación desbocada, el prurito incontrolable. Y no solo eso: Aznar me alucina, literalmente. Por ejemplo, aún veo su bigote, cuando sé, cuando me consta, que ya no lleva bigote. Su bigote sigue abultando a mis ojos como un espectro maléfico, como una protuberancia del averno, trasunto de su vacío mental y su vileza personal. En poco más de tres horas, llegamos a Atocha. La entrada en la estación es un bosque de catenarias y postes eléctricos. En el andén, nos recibe un calor tórrido. Un italiano que baja conmigo le grita a otro: "¡Santa Madonna!", y luego especifica: "¡Treinta y cinco grados!". Como en Castellón hace una semana, no me importa: ansío calor; quiero sudar, y ducharme, y volver a sudar. Espero llevarme a Inglaterra, bien metida en el cuerpo, una buena provisión de altas temperaturas. El tren que me llevará a Cáceres sale dentro de una hora y cuarto. Aprovecho el trasbordo para comer algo en Foodíssimo, un tugurio de lugares de paso -por más que gaste colores brillantes, muebles de Ikea y nombres como el que se ha dado, sigue siendo un tugurio-, donde me atiende una dominicana, como rodeado de otros dominicanos y un español entra repartiendo "¡Dios te ama! ¡Bendito seas!" a todos los presentes. No se lo deseo, pero pienso que quizá en ese mismo momento en que dice "¡Dios te ama!" un tumor canceroso le esté creciendo en algún rincón del cuerpo, lo cual sería una prueba palpable de cuánto nos quiere Dios. Pero nada puede modificar las creencias de alguien capaz de pasarse la hora del almuerzo -y cualquier otra hora, me imagino- haciendo lo que hace este paisano, con una sonrisa beatífica en la cara y una Biblia en la mano. Sin embargo, la imbecilidad humana no acaba aquí. Veo, colgados en los pasillos de la estación de Atocha, los inevitables carteles electorales de los diferentes partidos. Uno, del PP, dice: "Trabajar. Hacer. Crecer. Solo con tu voto es posible". Debajo, la sonrisa despejada, la expresión luminosa de Esperanza Aguirre. Yo creía que esta mujer se había retirado -la recuerdo leyendo, entre lágrimas, hace varios años, su despedida pública de la política-, pero no: ha vuelto, como Aznar. Cuánta falta nos hacían los dos. Y qué importante es que Espe nos recuerde que hay que "trabajar, hacer, crecer", y que, para que eso sea posible en un país democrático, es necesario votar. La cara y las manifestaciones de Aznar en el periódico, la ensalada del Foodíssimo y la inteligencia desplegada en la publicidad electoral por Esperanza Aguirre y Gil de Biedma, condesa consorte de Bornos, Grande de España y Dama Comendadora de la Orden del Imperio Británico, me han revuelto el estómago. Acudo a los servicios de la estación, que ahora son de pago. Hay que aflojar 0,60 euros -¡veinte duros!- por aflojar las tripas. El cubículo en el que me instalo es pequeño, pero dispone de todo lo necesario. Hasta huele bien, un logro formidable en estas circunstancias. En las paredes se despliega una fotografía panorámica de la Casa Blanca, aunque no sé qué pensara un americano que utilice el retrete de la asociación de la evacuación con Obama, o quien le sustituya. Además, suena una musiquilla que pretende facilitar el tránsito intestinal, o, como decía un amigo mío de la adolescencia, amenizar la cagada. No habrá sido el único suceso escatológico del día. En el AVE he querido entrar en un baño, pero, aunque ya estaba ocupado, la mujer lo utilizaba no había cerrado bien la puerta. La he abierto, pues, y, durante unos angustiosos segundos, la señora, sentada en la taza, a la vista de todo el vagón, ha reclamado, a gritos, que la cerrara. Pero, por más que apretaba yo el botón, no lo conseguía. Yo no miraba: solo veía su mano -y el extremo de un fular rojo- agitándose con desesperación en el aire, sin que ella, por razones evidentes, pudiera abandonar su forzada inmovilidad. Por fin, la puerta ha consentido en cerrarse y he podido respirar, avergonzado, aunque no culpable. En el trayecto en el segundo tren a Cáceres -que tarda la friolera de tres horas y media en cubrir 250 kilómetros-, coincido con Jaime Siles y con Francisco Jarauta, que también actúan en el congreso, aunque al segundo no lo conozco. Ambos se sientan juntos y se pasan el viaje en animada charla. El asiento de mi lado lo ocupa otro participante en el evento, Arnau Pons. Tampoco lo conozco, pero deduzco que es él: atiende en catalán una llamada telefónica, y en el programa del encuentro solo hay dos catalanoparlantes: él y yo. No le hablo: él tampoco me habla a mí. Se encierra en la lectura de Le démon de la théorie, de Antoine Compagnon, y repasa la ponencia que impartirá. Un hombre simpático, pienso. Es posible que él también piense lo mismo de mí. O, más probablemente, que no piense nada en absoluto. Atravesamos un paisaje que me resulta muy familiar, es más, que considero mío. Distingo, entre dehesas y jarales, el parador de Oropesa de Toledo, donde Ángeles y yo siempre hacemos un alto para comer. La tarde declina y el tren cada vez está más cerca del oeste, del lejano oeste.

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