Bajo los muros del Cementerio Municipal de San Fernando, dos chavales se resguardan a la sombra en una tarde calurosa. Uno quema con el mechero y pellizca un trozo de hachís mientras el amigo mira su mano sudada y llena de esquirlas marrones, mientras enumera los nombres de aquellos que deberían estar pero no han llegado. La plazuela es solo para ellos y para la encargada de Magnolia, floristería oportunamente ubicada a unos metros de la puerta principal, que transporta un ramo de orquídeas blancas al maletero de un coche.
En un mes se cumplen veinte años del día en que el mundo vio pasar por esta calle el féretro de José Monge Cruz, el Camarón de la Isla. El sentimiento dominante aquel día en los alrededores del cementerio no fue la pena sino la histeria, las gitanas le gritaban “¡no te vayas!” pese a que su príncipe del cante se había dejado el último suspiro dos días antes, en Badalona. “¡No te vayas!” Se lo gritaban al ataúd. Le tiraron flores hasta el último momento. La crónica de Amelia Castilla, enviada del diario El País, reflejaba esta profecía, lanzada por una señora a su marido: “Su espíritu vagará por la Isla durante toda la eternidad”.
El mausoleo de Camarón es ostentoso y al mismo tiempo, sencillo. El sepulcro, de piedra y granito verde, tiene grabado en el margen una silueta de la ciudad y está coronado por una pequeña estatua en bronce del cantaor en una silla. Pero en su lápida no hay epitafio ni grandilocuencia más allá de un nombre, un apodo y un “tu esposa, hijos, padres, hermanos y familia no te olvidan”. Por eso la tumba está en San Fernando y no en Montparnasse.
Cuatro ramos de flores de plástico dan al sepulcro una imagen de aparente vergel. Sobre la plancha de granito, una canasta de mimbre donde alguien, horas atrás, había dejado unas flores. Más recientes parecen dos ramos de procedencia inconfundiblemente gitana, romero en flor y claveles, blancos y púrpuras como el Señor de la Isla, Jesús Nazareno, del que Camarón era devoto. Su viuda y hermano siguen visitando el lugar cada pocos días. Este Camarón de bronce porta en sus manos dos rosas rojas, también frescas, y un rosario. Todo es silencio. Los pétalos y la cruz se balancean al ritmo del poniente que salta la tapia y se desliza entre los nichos del camposanto.
En el sombrío cobertizo que le sirve de oficina se resguarda del calor José, el funcionario del cementerio. “Viene muchísima gente todos los días”, dice mientras actualiza en el ordenador una nueva entrada en el registro. Los propios visitantes, en especial los gitanos, se encargan de mantener impecable el mausoleo de Camarón; traen flores frescas y se llevan las secas.
“Todos los días le hacen algo”, dice José, que tiene que ajustarse las gafas y sostener su barbilla durante un momento para acordarse de otro residente ilustre del cementerio. Lo tiene en la punta de la lengua, es un torero. “Rafael Ortega”, dice finalmente. El Tesoro de la Isla, le apodaron. “Por muy grande que seas, es ley de vida. No se escapa nadie”, dice con retranca hamletiana mirando los nichos a través del ventanuco.
Por la calle Real —arteria principal de San Fernando— baja una gitana que trae a sus dos hijos de la escuela. La más pequeña lleva un lazo rojo en el pelo y el niño, más mayor, lleva una mochila de High School Musical. No es fácil reconocer a primera vista aquella isla a la que cantó Camarón, aquella Arcadia flamenca inspirada en Lorca, escenario de romances gitanos bajo lunas que, adornadas con zarcillos de coral, mecen las olas de la Bahía.
Hay que sentarse un rato en una esquina y esperar a que se resquebraje la crisálida que hace iguales a todas las ciudades barnizándolas de restaurantes chinos, zanjas a medio abrir, tiendas de telefonía o sucursales bancarias. Pasado el tiempo suficiente se puede escuchar, de repente, a unos gallos cacarear en el patio de una casa, a unas mujeres empezar a palmear tras un tendedero en un tercer piso del barrio de las Callejuelas, a la gitana Maricruz deambular con la mandíbula hundida entre las terrazas de la calle Real, pidiendo limosna a cambio de una estampita de la Virgen del Carmen y a la señora que le replica que, con el tiempo que lleva pidiendo, la Maricruz debe tener ya más dinero que ella.
El rostro de Camarón aparece aquí y allá en San Fernando, en un cartel del ayuntamiento que señala el lugar donde estaba la fragua de su padre, en el almanaque de Repuestos José que cuelga tras el mostrador de una carnicería de la calle Jardincillo. Su nombre es pronunciado a diario veinte años después de morir, se ha vuelto lugar común, recuerdo, espíritu que vaga.
Las paredes de la casa donde nació José Monge Cruz, en el número 29, están prácticamente desconchadas. Para maquillar el deterioro, hace años debieron darle una capa extra de cal de la que ahora quedan pocos trozos. A través de un agujero en la puerta astillada se ve el patio principal, poblado de ortigas y trozos de azulejo roto. Un balón de fútbol muerto en una silla. Frente a una de las paredes de la casa, el ayuntamiento ha instalado dos contenedores semi-soterrados para materia orgánica.
Inquieta por la conversación, por la puerta de enfrente aparece la Antonia, vecina de los Monge de toda la vida. “¿A José? Claro, yo lo he visto nacer. La de bocadillos que le habré hecho de pequeño”, dice la vecina, que todavía tiene trato con la familia pese a que no viven allí. “Ahora mismo ha estado aquí Pijote” —Jesús Monge Cruz, su hermano mayor—. Tras la mujer, desde el claroscuro del patio interior, una señora mayor aparece y lentamente se encorva para intentar descifrar el contraluz. “Vino el alcalde el otro día y sacó un par de fotos. Han dicho que la quieren tirar para hacer un museo, pero eso mismo lo llevan diciendo desde que se murió”, comenta la Antonia.
El alcalde anunció hace meses que habían llegado a un acuerdo para comprar la casa a la familia de Camarón. Un poco más arriba, en el número 14, está la casa donde nació otro cantaor: el Chato de la Isla. Las paredes está perfectamente blanqueadas y la placa luce brillante. Pero tan ambicioso era el plan para la casa donde nació Camarón, tan a la altura debía estar el homenaje que se ha vuelto irrealizable. Se escucha de nuevo el cacareo de unos gallos tras la casa ruinosa. Comienza a atardecer en la bahía y el color del cielo amorata el agua estancada en las salinas.
El aspirante
Junto al viejo arco de piedra que da acceso a la playa de La Caleta, una furgoneta amarilla con las puertas abiertas y una bulería de Camarón a todo volumen en el estéreo. El vehículo es de los hippies que curiosean en el puesto de artesanía que regentan dos negros. En la misma puerta de piedra está acoplada la peña flamenca Juanito Villar, que se aloja en un pasillo abovedado que data del siglo XVII y está decorado con fotos antiguas de cantantes y de guitarristas. Lejos de los focos y sin apenas ayuda, en lugares como éste, se revuelven las esquinas más recónditas del arte flamenco. Esta noche, la peña organiza las semifinales del Concurso Nacional de Cante por Soleá de Cádiz, un evento para tratar de sacar a flote un cante que se está perdiendo, y en el que una veintena de cantaores —procedentes de todo el país pero en su mayor parte de la Baja Andalucía— compiten por un modesto primer premio de 1.200 euros.
A la hora de comienzo del evento, los socios aún no han llegado y sólo hay bajo la bóveda enladrillada dos señoras cenando en una mesa. En la barra, un militar retirado al que le falta un diente, natural de Castellón y que responde al nombre de Antonio Perea. Ante la pregunta de qué hace exactamente en este lugar contesta extendiendo las manos, como si fuera evidente: “¡Porque no conozco mi país! ¡Conozco todo el mundo menos mi propio país!”, y a continuación se ve embargado por un gran sentimiento de hermandad y, antes de darte cuenta, te ha invitado a dos tubos de cerveza y media ración de tortillas de camarones.
La peña flamenca está presidida por Pepe Morote, un hombre de tez colorada y con cierto aire a Julio Anguita, que de repente se saca de una manga de la camisa de rayas un “vale por una copa” y de la otra a Jesús del Río, el bigotudo locutor radiofónico que desde hace años despacha el programa Eco y Compás en Radio Cádiz, la emisora local de la cadena SER.
“Hay que rescatar la Soleá de Cádiz porque ahora mismo es un palo que sabe muy poquita gente. Esta labor que están haciendo en la peña se va a ver de aquí a cinco años”, dice el locutor mientras alguien le cambia el vale por un tinto con casera. A Del Río, de 66 años, le entra la risa al escuchar la palabra flamencólogo —él prefiere definirse como experto en flamenco— y recuerda una anécdota: “Pastora Pavón Cruz, la Niña de los Peines, tenía en Sevilla un bar, en La Campana, con su marido Pepe Pinto. Llegó alguien a verla y le dijeron ‘Pastora, ahí hay un señor que quiere verla a usted y me ha dicho que es flamencólogo’ y Pastora le dijo ‘ay, cada vez que escucho esa palabra me huele a algo de botica’”.
Para este experto en flamenco, la influencia de Camarón “sigue totalmente vigente” sobre los demás cantaores. “Revolucionó el flamenco, entró en nuevos caminos como en La Leyenda del Tiempo. Cuando ese disco se presentó en Cádiz yo tuve en mi programa al productor del disco, Ricardo Pachón. Entonces nos regalaron a todos los periodistas la carátula del disco hecha en un espejo. Todavía lo tengo en mi casa. Pero José Monge Cruz tenía la siguiente virtud: era un hombre que conocía perfectamente el flamenco, porque en Sevilla llegó y la gente estaba preparada con las espadas para comérselo. Pues se mamó la obra de Tomás Pavón, el hermano de la Niña de los Peines. Se la sabía perfectamente y dejó a todo el mundo así”, dice Del Río fingiendo un rostro de boca, fosas nasales y ojos abiertos.
Camarón dejó tras de sí varias estelas por las que se han estrellado casi todos los que intentaron seguirle. Una, quizá la más cacareada, fue esa senda hacia el abismo por la que muchos otros artistas han transitado. Pero la presencia del cantaor sigue teniendo una fuerza centrípeta para los muchos que han intentado imitarle. La gran mayoría no acabaron en un infierno de drogas y alcohol, sino absorbidos por el torbellino de la influencia y, finalmente, expulsados al vacío y estrellados contra la evidencia.
Dice Jesús del Río que “a José Monge Cruz le pasa, como dice el refranero popular, que de mis imitadores serán mis defectos. Es i-ni-mi-ta-ble”. Para este radiofonista, “uno que lo imita muchísimo es José Mercé, canta camaronero. Y mira que sabe cantar bien, eh. Lo que pasa es que se ha ido a lo comercial… ¡Ay si José Mercé cantara por Jerez! Camarón cantaba distinto a todo, tanto es así que los hermanos ni se le acercan. El metal de voz que tenía José, ni su hermano Manuel, ni su hermano Juan el Metepata, ni su hermano Pijote, ni las hermanas que son Isabel y Remedios. En eso era único, y tenía una cosa incluso más importante que la voz, que subía la escala diatónica sin romper los tonos. Eso, en el mundo del flamenco, nada más que lo ha hecho él”.
Mientras los socios van llegando y ocupando sus mesas, uno de los guitarristas que tocan esta noche, gitano con camisa roja, pelo largo y patillas de hacha, se apoya en la puerta para echar un cigarro apresurado, llenándose de humo los pulmones igual que se llena un estómago.
El flamenco es una planta con la que alguien, al tratar de acariciar la flor, se acaba quedando con la raíz entre los dedos. Así, con el vino y la espera, la conversación comienza a encharcarse de nombres y de los labios del locutor brota Antonio Mairena, “quien dijo que de flamenco solo se sabe tres horas después de muerto y con muchas borracheras en lo alto”, para Del Río el cantaor más completo pero sin pellizco, “una sola vez me levantó de un asiento: fue en Morón, en el año 74”. Brotan las hermanas Fernanda y Bernarda Jiménez Peña, Las Niñas de Utrera, brota su tío Chele, que ahora tiene 85 años y “fue el primero que llevó a Camarón a ganar dinero, con 12 años a la caseta de Los Lunares de Ceuta. 300 pesetas diarias ganaba en el año 62” y brota Francisca Méndez Garrido, La Paquera de Jerez, de quien el locutor dice que “como ella, no ha abierto la boca en bulerías nadie, pero nadie”.
Del Río concede que en Cádiz “no hay mucho ahora mismo, pero ha habido. Cádiz es cuna fundamental del cante”. Valora a los que intentaron innovar el flamenco en la década de los setenta, valora a Enrique Morente “como creador, pero no me dice nada. Y la hija tampoco, canta muy bonito pero no araña. El cante te tiene que decir, te tiene que poner el vello como alcayata gitana”. El locutor admite que hay “algunos chavalillos jóvenes muy buenos: David Palomar, si no se dobla, o Antonio Reyes Montoya, que es de Chiclana y canta más puro que la virgen” y de nuevo hunde la mano en el árbol genealógico del cante y se saca que el chaval es sobrino-nieto de Roque Montoya Heredia, Jarrito, de La Línea de la Concepción, y perteneciente a esa estirpe de cantaores que en los años cincuenta dejaron la bahía para triunfar en Madrid. “Como Pericón de Cádiz”.
En el concurso de esta noche, ninguno de los participantes baja de los cincuenta años. Todos más o menos habituales en circuitos locales y comarcales, más o menos profesionales, más o menos confiados en retomar la senda del éxito por última vez. “Este por ejemplo, éste canta por Cádiz que hay que comérselo”, dice Jesús del Río señalando a uno de los cantaores de esta noche, un payo de unos cincuenta años, vestido de blanco y con la mirada perdida, entre unos socios que charlan animadamente a su alrededor. Su nombre artístico, que no aparece en el programa, es Antonio Puerto.
Hace tres días lo llamaron para completar el cartel de esta noche. La historia de Antonio Gutiérrez Navarro es la de muchos cantaores gaditanos que, como Jarrito en los cincuenta, se fueron a Madrid aprovechando el tirón del nuevo flamenco encabezado por Camarón a principios de los ochenta. Como Camarón, llevaban el pelo largo o llevaban colgantes de oro. Con 24 años, Antonio Puerto se marchó a probar suerte a la capital. Era 1982. Estuvo en la pomada durante 6 años, en los que su cénit fue cantar durante una semana con José Mercé en el Café de Chinitas –nótese la inmensidad de la influencia al ver a Antonio Puerto, cantaor de estética y formas camaroneras, telonear a otro que también imitaba el estilo de Camarón como Mercé. En un momento en que el propio cantaor de San Fernando estaba vivo, coleando y en la cumbre de su reconocimiento, el mercado estaba abierto hasta para la copia de la copia del Camarón original. Ganó un puñado de premios en concursos y luego, un día, desapareció por completo.
Hace menos de dos años que Antonio Puerto conoció a Rafael Gil, un señor con polo verde y un bigotito cano triangular, que esta noche le espera en primera fila con una grabadora Olympus en la mano. “Antonio tiene poco más de cincuenta años, no es tan mala edad para esto”, comenta Gil. Cuando lo conoció, frecuentando los círculos flamencos del Puerto de Santa María, Antonio estaba en paro y se dedicaba a pintar cuadros de inspiración taurina con arena de colores. Rafael está decidido a volver a ver a Antonio Puerto triunfar encima de las tablas. Descubrírselo al mundo entero o, al menos, al resto de la provincia.
En estas que Antonio Puerto sube a las tablas como tercer concursante. Lleva un trajecito rojo de dos piezas y una camisa blanca, su uniforme habitual. Arranca con una soleá por bulerías en la que, en un momento dado, el cantaor pierde la sintonía con la guitarra de Pepe Ruso, que comenzó a emprender una falseta de salida cuando aún no tocaba. “Es que casi no han tenido tiempo para ensayar”, lo disculpa Rafael. Este primer tema lo acaba Antonio Puerto entonándolo parecido a aquel Romance del Amargo que cantaba Camarón en La Leyenda del Tiempo. En la soleá por Cádiz que vino a continuación, la referencia es aún más explícita: “al flamenco / un aire nuevo le dio / al cante puro y flamenco / cantaba de corazón / cantaba como ninguno / y le decían Camarón”.
Tras bajar del escenario, Antonio no está del todo contento con su actuación, aunque se disculpa con un ademán impostado, de estrella de la canción. “He tenido que cambiarme de ropa en un cuartito estrecho de ahí detrás, y tampoco tienen sitio para que caliente uno la voz”, dice este cantaor, que añora sus tiempos en camerinos donde, antes de cantar, le servían caldo de puchero.
Como aún guarda el aplauso caliente en los oídos, Antonio Puerto se muestra orgulloso a la hora de hablar de su cante. “¿Influencias? No sé a qué te refieres. No me gusta imitar a nadie en los gestos. Intento aprender de los maestros y miro movimientos de cantaores que cantan con sentimiento, con pellizco, como Manuel Torre o Luis de la Pica, pero cuando estás ahí arriba te transformas y no sabes ni dónde estás”.
Pese al tributo que le ha rendido en sus temas, Antonio Puerto no se ve tan deudor del cante de José Monge Cruz como podría sospecharse. “Camarón ya se fue y todo lo que dejó servirá para que otros beban de él. Ojalá hubiese durado mil años para que hubiera seguido enseñando. Es verdad que los que salen camaroneros se arriesgan mucho, como nos arriesgamos todos los que intentamos beber de él. Si consigues acercarte lo más posible, ya te puedes sentir dichoso”.
Cuenta Antonio Puerto que, cuando era joven, estando en la Fiesta de la Parpuja de Chiclana, el propio Camarón lo animó a salir a cantar. Pero no lo hizo, le dio lache –vergüenza en caló. Prefiere hablar entonces de cómo su carrera no cuajó y cuenta un detalle que revela más que todo lo antes respondido: “Álvarez Caballero habló muy bien de mi en El País”. Se nota, por la forma en que lo ha dicho, que lleva la frase cogida con velcro a los labios.
Es cierto que, el 20 de julio de 1985, Ángel Álvarez Caballero, el crítico de flamenco del diario, dijo de una reunión en la Asociación Cultural La Fandanga que “el cante que más me emocionó fue el de Antonio Puerto. Atención a él, creo que ahí tenemos un valor excepcional. Canta con todo el sentimiento, con toda la pena del mundo, su queja es estremecedora. No se puede seguir ignorando a Antonio Puerto; es un cantaor de cuerpo entero”.
Tras no cuajar en Madrid y tener que volver a Cádiz, esta crítica ha sido el clavo ardiendo al que agarrarse para alimentar la esperanza de demostrar su talento, el último refugio de la vanidad. “No se puede seguir ignorando a Antonio Puerto”. Desde hace 27 años, esta frase ha estado rebotando dentro de la cabeza de Antonio convirtiendo el interior de su cráneo en un frontón del reproche.
Nada sabemos de los años en el anonimato de este hombre. Tras su actuación, un Pepe Morote que está cada vez más a gusto se acerca a felicitarle. “Tómate algo Antonio, hombre”, le dice. “¿Qué quieres, una cerveza, un vino?” Antonio Puerto se torna asustadizo ante el ímpetu del otro, y con un hilo de voz le responde “no, no. Yo sólo un Kas Limón”. Entonces vuelve de la barra con el refresco sin hielo en la mano y le pregunta con timidez al amigo: “Rafael, ¿me invitas tú a esto?”.
Montero donde el Western Flamenco
En la orilla de los esteros, los cangrejos siguen jugando a hundirse en el barro grisáceo, partida que siempre se pierde contra las aves y se gana contra la marea. Sobre ellos, las gaviotas ahuecan las alas y se dejan mecer por el poniente. Es primavera y el verde oscuro de las marismas se anima al verse espolvoreado con las flores rosas de los saladillos.
Frente a una rotonda partida en dos por las obras del futuro tranvía de San Fernando, entre un supermercado, un ambulatorio y el solar donde un cartel del ayuntamiento anuncia la construcción sin fecha de otro museo dedicado a Camarón de la Isla, junto a la estatua doble del cantaor representado como adulto y como chiquillo, está la Venta de Vargas.
A principio de los cuarenta, en plena posguerra, un policía entró una noche a la venta con ganas de llevarse a alguien al calabozo. Pidió explicaciones al dueño, Juan Vargas, por el alboroto que se montaba en el local —que ya debía haber cerrado— a altas horas de la madrugada. En aquellos años era a partir de la una o dos de la mañana cuando aparecía en la venta la gente de dinero y las cabareteras. Vargas, gitano y flamenco, y su mujer María Picardo, pidieron a uno de los camareros que informara del cierre a Santiago Guillén Moreno, el Gobernador de Cádiz, que estaba esa noche en uno de los cuartos. Este policía se quedó lívido al escuchar el nombre, pidió disculpas y se marchó. A la mañana siguiente apareció por allí un ordenanza con una carta del gobernador que convertía la venta en un establecimiento de Auxilio en Carretera, autorizado a abrir las 24 horas.
El día que esto ocurrió, la venta se convirtió en un epicentro del cante y el baile. Por sus madrugadas pasaron Manolete, Manolo Caracol, El Cordobés o Lola Flores. En su patio fueron, una noche de 1942, los gitanos obligados a bailar con un grupo de nazis cuyo barco fue hundido días más tarde, frente a las costas de Portugal. Y aquí creció cantando el niño Camarón que en los años cincuenta se bañaba unos metros más allá, junto al puente Zuazo, el mismo que los vecinos dinamitaron en 1812 para evitar que las tropas napoleónicas cruzaran el caño y tomaran Cádiz.
En 1988, TVE pidió a Camarón que escogiera un lugar para celebrar un concierto dentro del ciclo Música Golfa. El cantaor escogió la Venta de Vargas. Aquel concierto se grabó el Día de la Inmaculada y se emitió el día de Nochebuena. Aquella noche, Camarón y Tomatito aparecieron en escena rodeados de niños, repeinados y embutidos en esas cazadoras vaqueras con cuello de borreguito de la época. Tomatito arrancó con una bulería y Camarón palmeaba con suavidad dos veces y se acariciaba las manos, como para guardar brevemente el sonido entre los dedos llenos de anillos y el sonajero de las pulseras. Entre esos chicos que observaban la escena en primera fila estaban Luisito Monge, su primogénito, y la bailaora Sara Baras. También estaba Lolo Picardo, hoy gerente de la venta en la que lleva trabajando desde que, siendo un niño, su tía María le mandara a por una botella de agua por primera vez. La presencia allí de todos ellos era síntoma de que el flamenco había dejado de ser para los puristas y los viejos. Camarón también hizo eso.
La elección de la Venta Vargas como lugar del concierto fue doblemente estratégica, ya que aquel, recuerda Picardo, fue años atrás el escenario de su venganza y coronación.
“Él venía a bañarse y ya de paso se acercaba a la venta para ver a quién veía, si veía a Caracol, si veía a Lola Flores, a Marchena, al que fuera”, dice Picardo. “Luego se metía en la cocina, comía un poco de pescaíto frito, siempre tenía su amparo aquí”.
Tanto Juan Vargas como su tía, María Jesús Picardo, estaban locos con él porque lo habían escuchado cantar. “Entonces, como Caracol era su amigo, le presentaron a aquel gitanito rubio para ver qué pensaba del niño. Caracol, que estaba un poquito bebido, dijo con guasilla que no le había gustado Camarón, que un gitano rubio nunca podría llegar a ser artista”, dice Picardo.
El flamenco es un arte instalado en una continua revolución, pero no funciona como las revoluciones científicas cuya estructura definió tan bien Thomas Kuhn. Aquí no sirve con refutar la tesis imperante. No basta con ‘matar al padre’. Para usurpar el trono, aquí al padre hay que comérselo vivo.
Picardo muestra un reservado que hoy está lleno de fotos de José Monge junto a otros artistas, la camisa de Camarón, páginas del libro de firmas de la venta con dedicatorias de Rocío Jurado, Lola Flores o José María Pemán. Fue en este reservado donde, al cabo de los años, se produjo un encuentro con personalidades de la época como Félix Grande, Carmen Martín Gaite o Fernando Quiñones, que habían venido a inaugurar la calle Pericón de Cádiz.
En la sala entró aquella noche Caracol y tras él entró Camarón. “Entonces empezaron a cantar: un fandango Caracol, un fandango Camarón. Y cada vez que terminaban un fandango, subían un tono hasta que terminaron cantando en el séptimo, con Camarón cantando cada vez mejor y Caracol medio arrastrándose, no podía. Y reconociendo, a última hora, que aquel era el mismo gitano rubio al que había dicho que no”, cuenta Picardo. En su biografía del cantaor isleño, Carlos Lencero describió este momento como un Western Flamenco.
Al filo de las dos de la tarde aparece por la puerta un artista vestido de blanco radiante, con un pañuelo de lunares atado al cuello y unas gafas de sol estilo Porrina de Badajoz. Antes de fundirse en un abrazo con Lolo Picardo, al que convirtió en personaje de su novela Pistola y Cuchillo, comenta que el día anterior lo pasó fatal con un cólico, pero que como es un artista tenía que venir, porque cuando un artista se ha anunciado la única excusa buena para no presentarse ante el público es estar muerto. Y esa mañana se levantó y dijo a su mujer que lo vistiera de blanco. Así se presenta Montero Glez en la Venta de Vargas.
“Camarón es uno de mis maestros, junto con Hemingway, Shakespeare, Goya y la naturaleza”, dice el escritor.
Corría el año 86 cuando Montero vio a Camarón por primera vez, en el antiguo Palacio de los Deportes de Goya, en Madrid, “con una sonoridad malísima, pero daba igual”, recuerda. A partir de entonces, durante seis frenéticos años de obsesión, comenzó a seguirlo de festival en festival. “Málaga, Las Rozas, París, Almería, Badalona… ¿Que Camarón cantaba en Pontevedra? Pues a Pontevedra me iba yo, haciendo autostop o colándome en el tren. Como soy flaco, muchas veces me escondía en el hueco de las maletas. Y las entradas se agotaban, todo se agotaba pero cuando cantaba Camarón nadie se quedaba fuera, de alguna manera siempre entrabas. Tú y un montón de gente”, dice Montero. La última vez que lo vio cantar fue la última vez que Camarón cantó en público, en el Colegio Mayor San Juan Evangelista, en enero del 92.
Aquel mismo año, un joven Montero Glez se presentó una tarde en los Estudios Cinearte de la madrileña plaza de Conde de Barajas. Allí dentro estaba Camarón, grabando el último disco de su vida, Potro de Rabia y Miel, junto a Tomatito y los hermanos Paco y Pepe de Lucía.
Alguien le había dicho a Montero que Camarón estaba buscando letras, así que se acercó a ver si conseguía llevarle unas seguiriyas que había compuesto, “con un aire muy camaronero”. En la cafetería se encontró a Enrique Morente, que aquel día estaba también grabando, y a Antonio Vega, con quien se estuvo comiendo un donut mientras le comentaba sus intenciones. “Pero no pudo ser”, recuerda el escritor, “por desconfianza y por vanidad, me negué a que le dieran las letras sin que yo estuviese delante, por si me robaban la autoría”. La tarde parecía ya echada a perder cuando ocurrió lo siguiente. “Apareció Tomatito con la funda de la guitarra”, dice Montero, “y me pidió que lo comprendiera, que Camarón estaba concentrado trabajando y no se le podía molestar”. Montero le dijo que no pasaba nada, “pero como me vio así, quiso tener un detalle”. Entonces Tomatito, que sabía de la afición de Montero por el jazz, metió al escritor en un cuarto. “Sacó la guitarra, la afinó como Django Reinhardt” —el guitarrista gitano que tuvo un accidente en los dedos de la mano izquierda y tuvo que buscar su propio método de digitación— “y me tocó unas colombianas por Django Reinhardt que no se me olvidarán en la vida”.
Una noche cualquiera en una peña flamenca cualquiera, uno descubre lo frágil que es esa conexión entre voz y guitarra, lo difícil que es conseguir esa sinergia, que no depende sólo de ensayo sino de intuición, anticipación y confianza. Con lo fácil que parece esto al ver a Camarón y Tomatito. “Cada vez que pienso en uno se me viene a la cabeza el otro, para mí van juntos”, dice Montero. “De todos los guitarristas que ha tenido, y fíjate que ha tenido a Paco de Lucía, Paco Cepero o Raimundo Amador, de todos ellos, solo Tomatito era el entendimiento total. Le arropaba muy bien. Si no hubiera sido por él, creo que Camarón habría sido otra cosa. Eran dos personas que tenían que conocerse”.
Quizá para llevar la contraria a esos cantaores que desde siempre se han ido de Cádiz a Madrid, Montero Glez hizo el camino inverso y se instaló hace 14 años frente a la playa de La Barrosa, en Chiclana. “Acabé rebotado de Madrid. Cuando voy aguanto cuatro días como mucho”, dice el escritor frente a un lenguado a la plancha, el mismo plato que pedía Camarón para cenar aquí, en este mismo reservado. “Aquí hay buen tiempo, la gente es encantadora, abierta, no hay racismo. Y yo aquí vivo sin un duro, cuando tengo dinero lo tengo pero si no lo tengo vivo igual. La playa, el sol, el viento, son gratis. A veces me tiro a pescar y saco unas acedías, o unas pequeñas almejas de la orilla que me hago con arroz. Vivo sin reloj además”, cuenta Montero.
Llevaba un tiempo viviendo en Cádiz cuando un día, pasando en taxi frente a la Venta de Vargas, el chófer le comentó que la gente iba de noche y robaba trozos a la estatua de Camarón. Montero tuvo en ese momento una epifanía creativa, detuvo el taxi y decidió sentarse a escribir, durante dos años, en una mesa del patio de la venta. De aquel proceso salió su novela Pistola y Cuchillo y buena parte de su último libro, Huella Jonda del Héroe.
Cuando Lolo Picardo vio entrar a Montero Glez por primera vez en la venta pensó “ojú”. Pero ellos también eran dos personas que tenían que conocerse. “A mí me encantan los artistas y el mundo literario. La verdad es que me pareció un personaje entrañable, más buena gente de lo golfo que él quiere parecer y de lo canalla que dicen que es”, dice Picardo. Montero, por su parte, encontró un lugar donde el artista es todavía respetado como hace cincuenta años, y eso ¿a qué fabulador no le agrada?
“Lolo, cuando gane el premio Nobel lo voy a poner en este cuarto”, bromea el escritor. “El día que tú ganes el premio Nobel, Montero, ponemos tortillitas en Suecia, nos vamos a Estocolmo y les servimos a todos tortillitas de camarones, fíjate que puntazo”, le responde Picardo, y lo desmonta.
Durante el tiempo que estuvo aquí escribiendo, Montero andaba todo el rato con una libreta detrás de Lolo Picardo, anotando vivencias, anécdotas, chascarrillos o localismos. En eso, dice Picardo, le recuerda al cantaor que vino a retratar. “Camarón robaba a todo el mundo. Juan Vargas cantaba ‘con la luz del cigarro yo vi el camino’ y eso Camarón lo asimiló y se lo quedó. Le robó al Chaqueta, y a mucha gente, y con eso hizo su propio estilo. Camarón era el robo. Y yo creo que un genio es precisamente eso, alguien que con ocho años de edad ya hace lo que alguien con setenta años”.
Algunos biógrafos pecan de ingenuos (o peor, de simplistas) al apuntar que el pequeño José fue un mal estudiante y que pronto dejó los estudios. Pero lo que hizo fue empezar a frecuentar las peñas y ventas de los alrededores desde que tenía 8 años. Dejó de ir a la escuela pero, en sentido estricto, nunca dejó de estudiar, porque Camarón, en el turno de noche de las grandes universidades del cante leyó a los clásicos, pero con los oídos.
“Era un hombre que nunca dejó de curiosear”, apunta Montero. “Si escuchaba a un cantaor nuevo que había salido, dónde, en Arcos de la Frontera, cogía y se iba a Arcos de la Frontera a escucharlo cantar. Con los trabalenguas del Chaqueta, en La Línea, Camarón moría. Y los trabalenguas que hace son los del Chaqueta. Él no paraba de estudiar y de adaptar, siempre de pelea consigo mismo. Era un estudiante que acabó sentando cátedra”.
Desde las estrofas del Juaniquín incrustadas en la soleá que Manuel Torre aprendió de Enrique El Mellizo, hasta las coplillas de sus hermanos mayores o las rubáiyatas compuestas en el siglo XI por el místico persa Omar Jayam —musicadas por Kiko Veneno en Viejo Mundo—, todo entraba en los oídos de Camarón, era tejido y salía procesado en un tapiz sonoro, totalmente nuevo en su conjunto pero reconocible en sus partes, con cada hebra de tradición perfectamente integrada, de manos de la pureza, en el futuro.
Federico García Lorca, gran estudioso del duende, fue el arquitecto de la Arcadia de imágenes que Camarón construyó y potenció como nadie con unas letras al tiempo pasionales y respetuosas, como cartas de amor que se mandan a la novia sospechando que su madre las acabará encontrando. Desde que a Ricardo Pachón se le ocurriera meterle por ese sendero de universalidad, es prácticamente imposible escuchar una copla flamenca que no revisite, de una u otra forma, esas mismas imágenes del Romancero Gitano. Aquí Montero aclara que, entre los que supieron interpretar mejor a Lorca “también está Enrique Morente, aunque digamos que Camarón hizo la parte más alegre de Lorca y Morente se encargó de la trágica”.
Por su lado, Lolo Picardo anda de aquí para allá, ofuscado. El ayuntamiento no tiene preparado un programa de actos para el 20 aniversario. Hoy aparece en portada la oposición, del PSOE, diciendo que “para La Isla, Camarón tiene que ser como los Beatles en Liverpool”. En el pleno, los dos principales partidos acordaron también, por primera vez desde 1992, que no se utilice la figura del cantaor como arma política. “Más que como los Beatles, yo lo veo como Bob Marley o Chet Baker, está más vivo ahora que cuando vivía”, discrepa Montero.
Como aquella señora pronosticara veinte años atrás, Camarón de la Isla sigue muy presente en el pueblo. Pero más presente está en el arte. “Todos tienen influencia de Camarón”, reconoce Picardo. “Sobre todo cuando murió, salieron muchos que cantaban por él. La iconografía de José Mercé es de Camarón, es un espejo. También Duquende le tiró un poquito, pero yo creo que poquito a poco la gente se ha dado cuenta de que meterse a cantar coplas de Camarón es tirarse al vacío”.
“Camarón no está superado”, añade Montero, “nadie le ha quitado el trono en este tiempo. Ahora mismo todo el mundo canta por Camarón, su voz ha creado prácticamente un palo”.
Apoyados cada uno a un lado de la barra del bar, ya cerrado, Picardo y Montero fuman y discuten sobre Miguel Poveda, la nueva figura del flamenco. Para el gerente, Poveda es “de las pocas personas que ha tenido la inteligencia de no imitar a Camarón”. Montero es más reacio y cree que todos los que han venido por detrás solo buscan imitar la forma, olvidándose del fondo. “¡Hombre, claro que no es Camarón!”, aclara Picardo su postura, “no es gitano ni se ha criado en peñas, y está claro que el pellizco que te da un gitano no te lo da Miguel Poveda, pero sí creo que, cuando murió, Camarón se dejó algo en Badalona. El chaval es muy especial.”
En esa espiral continua que es el flamenco aparecen, a veces, nodos de sabiduría capaces de resumir en un instante toda una historia de voces arrancadas al pasado y proyectarla unas cuantas décadas hacia el futuro. Camarón ha sido el último de estos nodos. En momentos así, escuchando a Picardo y Montero, uno se plantea si un ‘guardián de la tradición’ es solamente alguien que de joven abrazó una revolución y a partir de ahí pasa la vida defendiéndola y negando las demás, las que vendrán, o se plantea si en realidad, aquellos que aplaudieron la modernidad flamenca que inició José Monge Cruz se han vuelto ahora los intransigentes puristas de nuestros días. Qué parecidas eran algunas crónicas, de cuando Camarón se fue, a esto que publicó ABC el 3 de marzo de 1973: “Abre la boca y mata –decía un aficionado de los cabales, un verdadero entendido que, como otros, tenía problemas con el arte de Caracol. Lo criticaban y veneraban al mismo tiempo”. Así se hablaba un día después de que Manolo Caracol y su chófer se estrellaran, cerca del Puente de los Franceses.
El 2 de julio se cumplen veinte años del día en que Camarón se marchó demasiado pronto. Sí, porque fumaba demasiado. De algún sitio tuvo que sacar azufre un hombre que ya llevaba dentro el salitre y el carbón de la fragua. De algún sitio tuvo que sacar el azufre para poder inventar la pólvora en su garganta.
Antonio Villarreal