Recuerdo perfectamente el día que conocí a Víctor Ullate. Fue en mayo de 1988, poco después del nacimiento de la compañía, en el Teatro Fernán-Gómez de Madrid (entonces Centro Cultural de la Villa), donde iba a presentarse el conjunto neonato. Allí, en la oscuridad de la sala, un par de filas delante de mí (esperaba la ocasión para entrevistarle), Ullate dirigía a sus niños. Prácticamente lo eran: todos procedían de su escuela, la que había abierto cinco años atrás, tras dejar la dirección del Ballet Nacional Clásico. Me llamó la atención especialmente un espigado y guapísimo joven con cara de niño, siempre sonriente, que bailaba extraordinariamente: era Igor Yebra, que con los años se convertiría en un buen amigo mío (todavía lo es).
Aquella compañía -lo he escrito varias veces- supuso un soplo de aire fresco en la danza española, entonces -como ahora- huérfana de conjuntos de calidad, capaces de afrontar repertorios diferentes. Víctor tenía inteligencia, y se había decantado por los coreógrafos centroeuropeos (Holanda era punta de lanza en aquel momento de la danza neoclásica) y por sus propios trabajos. Siempre he creído que Ullate es mejor maestro que coreógrafo, pero sus creaciones siempre tienen limpieza y saben sacar partido a sus bailarines. E Igor Yebra, María Giménez, Eduardo Lao y sus compañeros brillaban en trabajos como Arraigo o Sinfonía Escocesa que, si no me traiciona la memoria, figuraban entre las primeras obras del conjunto.
La llegada de Nacho Duato un par de años después a España hizo que la actual Compañía Nacional de Danza trabajara ese mismo repertorio, y Víctor se vio obligado a abrir horizontes. Él, como creador, se decantó fundamentalmente por una danza contemporánea de acentos españoles (él mismo bailó de joven con Antonio Ruiz Soler), y buscó, ya con la compañía consolidada, el repertorio clásico. Hoy en día es una compañia ecléctica donde la base es una fuerte técnica clásica puesta al servicio de coreografías principalmente suyas y de su mano derecha y actual director artístico del ballet, Eduardo Lao.
He visto bailar al Ballet de Víctor Ullate frecuentemente en estos veinticinco años. He visitado en varias ocasiones los estudios de la calle Doctor Cortezo y, ahora, de los teatros del Canal. En aquellos descubrí, por ejemplo, a un luminoso Ángel Corella, bailando con la escuela una pieza basada en la música de Chueca. He visto desde sus inicios a artistas como Tamara Rojo, Carlos López, Lucía Lacarra, Joaquín de Luz, Rut Miró, Víctor Jiménez, Ana Noya, Carlos Pinillos, Jesús Pastor, Ruth Maroto y otros muchos...
He tenido desencuentros con Víctor Ullate, a costa, fundamentalmente, de mi apoyo a varios bailarines que optaron en un momento determinado por dejar su compañía para tratar de emprender carreras internacionales. También, imagino, por mi amistad con Ricardo Cué, que guió las carreras de alguno de ellos. A él esas fugas no le sentaron bien, las consideraba una traición, y yo -imagino- un cómplice. El tiempo lo cura todo, y ahora mantenemos una estupenda relación, basada en el respeto y el cariño mutuo, además de compartir una pasión común: la danza. Ni me ha gustado todo lo que ha hecho ni a él, supongo, le parecerá bien todo lo que digo, pero hay vínculos más fuertes que a mí, al menos, me hacen profesarle, repito, admiración, respeto y cariño. No he podido ir a la gala del XXV aniversario, pero confío en estar en las bodas de oro de la compañía.