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El pregón del próximo 42 Salón Nacional de Artistas es el de un circo con ambiciones: “12 exposiciones nacionales, una internacional y una general”, “más de 200 obras”, “9 residencias de artistas internacionales”, “más de 1500 personas capacitadas en talleres, charlas y procesos formativos”, “alrededor de 12 publicaciones”, “70.000 personas asistentes a espacios de exhibición”. Maldeojo, el grupo curatorial, quiere ir “más allá del evento” y propone “todo un movimiento” de “actividades continuas de formación, creación, producción y circulación, que anime el campo artístico en todo el país”.
Pero, ¿qué quedó en Cali tras el pasado Salón o en Medellín luego del Encuentro Internacional de 2007?: el performance de un político, la cita de un filósofo de moda, un catálogo con indicadores de gestión, sitios añejos de Internet, camisetas, mochilitas, mugs. Después del derroche de plástica, plática y platica, el “más allá del evento” fue un menos: burocracia, mausoleos, arcas vacías, empresas que “ya colaboraron”, una aristocracia del paracaidismo cultural, artistas sin recursos ni lugar donde exponer y una audiencia que no se anima sin el viagra del pan, el circo y el recreacionismo.
Así como el cristianismo nos regaló un calendario con natividad y crucifixión, los eventos mesiánicos de arte quieren marcar la agenda, darle un sentido de ubicación a un sector que vive entre la insignificancia y la dispersión social, entre el rebusque y la consolidación (dicen que ArtBo, ese cóctel ferial latino de seis días, es el nuevo Salón). Pero así como no hay que confundir la feria del libro con el libro o pensar que el teatro solo existe en Festival, el arte, más que la grandilocuencia esporádica de un evento, necesita de otra cosa: cotidianidad.
Una serie de iglesias apóstatas cumplirían con la misión: espacios amables, gratuitos, abiertos, de presupuesto moderado y escala modesta, con un programa continuo de exposiciones —sobre todo individuales— y proyectos pequeños pero consistentes, porque el que mucho abarca poco aprieta. Estos pocos oasis —con libre acceso a publicaciones, además de una cafetería popular (ajena a la fantochería de los restaurantes museales)— cuestionarían, sin notas ni obligaciones legales, el modelo universitario. El placer de una inteligencia libre sería estímulo suficiente, cada persona podría escribir el único libro de autoayuda que sirve para el arte: el que cada uno hace por sí mismo en su recorrido cotidiano y habitual.
El modelo ya existe: Lugar a dudas en Cali, Casa Tres Patios en Medellín, otros ejemplos fueron La Rebeca y El Bodegón en Bogotá; episodios aislados, iniciativas heroicas en manos de unos cuantos entusiastas perseverantes a los que debemos la vida real del arte. Con lo que cuesta hacer un Salón Nacional de Artistas una docena de estos espacios sería viable. El resto es perpetuar lo que hemos hecho en los últimos años: hablar del estado del arte del arte, vivir del cuento, procastinar…
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Publicado en Revista Arcadia #62