Revista Cultura y Ocio
Se suele decir que determinados escritores, cuando cambian su nombre por otro para firmar sus obras, adoptan un seudónimo. Lo han hecho a lo largo de la Historia Clarín, Azorín, Fernán Caballero, Tirso de Molina, Pablo Neruda, Novalis y miles de autores más. Se podría decir, aplicando similar criterio, que también lo hizo un alemán llamado Johann Paul Friedrich Richter, cuando decidió publicar sus libros como “Jean Paul”; pero yo me atrevería a disentir. Y disentiría porque lo que en realidad hizo Richter fue no tanto buscar un seudónimo como descubrir su auténtico nombre, nacido de la profunda admiración que sentía por el filósofo Jean-Jacques Rousseau (¿por qué ha de ser más auténtico el nombre que nuestros padres nos ponen sin consultarnos que el nombre que elige nuestro corazón o nuestra mente, ya en la edad adulta? Sírvanos el ejemplo murciano del poeta Soren Peñalver).Pues he aquí que Jean Paul, que atravesó durante su juventud graves problemas económicos (con apenas 21 años estaba huyendo de sus acreedores) y que pese a las bondades de su pluma fue observado con distante frialdad por los escritores consagrados de su país, como Goethe y Schiller, se decidió a publicar en la última década del siglo XVIII una obra realmente curiosa, titulada Vida del risueño maestrillo Maria Wuz de Auenthal. Y es la editorial Velecío la que, desde 2008, ofrece esta obra para el público español en al traducción de José Miguel Mínguez, en un delicioso formato de bolsillo.
Se nos cuenta ahí la historia de un muchacho que, dada su situación de extrema pobreza, tiene que copiarse a mano los libros que le interesa conservar, porque de otro modo le sería imposible atesorarlos (“Su recado de escribir era su imprenta de bolsillo”, p.21). Y lo más curioso (y que lo convierte en un anticipo del Pierre Menard de Jorge Luis Borges) es que tenía la impresión de que esas obras es como si hubieran sido paridas por su mente. Años más tarde, enamorado de una muchacha y deseoso de casarse, decide seguir los pasos de su padre y hacerse maestro. Pero se le somete a pruebas durísimos con el objetivo de desanimarlo: recitar el padrenuestro en griego; hablar sobre todos los libros de la Biblia y sobre sus personajes; catequizar a un pilluelo de la calle, sin más instrucción que un borrico; y, finalmente, “meter las puntas de los dedos en cinco recipientes de agua caliente, seleccionando aquel cuyo contenido era apto para el bautismo” (p.49). Todas esas pruebas y muchas más formarán parte de su proceso educativo, emocional y vital, que se nos relata con la prosa llena de fintas y meandros de quien ha sido definido como “el rey de la digresión”. Y es que Jean Paul supo trazar caminos nuevos para la literatura de su época. Disfrutará quien sepa ver, entre la maraña de patitas, el cuerpo de la escolopendra.