Dice la RAE, que no es dada a muchas metafísicas, que las personas —seres orgánicos— crecemos cuando vamos «en aumento», es decir, cuando vamos ganando «estatura». Se trata, por tanto, de un crecimiento absolutamente involuntario. La voluntad se necesita para elevar esa otra estatura, que no se toca y que se extiende por dentro, por mucho que el crecimiento interior tenga un componente, grande, de azar, de destino, que escapa, en consecuencia, a nuestro control.
El crecimiento personal se relaciona directamente con el aprendizaje y ya sabe que se aprende de lo bueno.. y de lo malo.
Creciendo.
Para crecer en dirección al éxito, sostienen los teóricos del comportamiento que hay que salir de la zona de confort, vencer el miedo, adentrarnos en la incertidumbre y, así, emprender nuevos retos fuera de ese espacio de comodidad que dominábamos.
Crecer, se mire por los pies o por la cabeza, no es fácil. Pero, ya que hay que sumar años (y eso… con suerte), convirtamos la operación aritmética en verdadero crecimiento. Hagamos de envejecer saber.
Empezamos a envejecer con el primer aliento y, desde esa primera respiración independiente, comenzamos a aprender.
No hay crecimiento sin aprendizaje, no hay aprendizaje sin crecimiento.
Decía que crecer es duro. En la dialéctica cotidiana yo suelto a menudo que es «una putada». Por eso hay personas a las que no les da la santa gana de crecer. No aprenden y, de esa forma, no crecen: se quedan chiquitos por dentro.
A medida que vamos haciendo camino, observar a esos Peter Pan en algún momento puede producirnos envidia. Esa aparente despreocupación, ese dejarse fluir, esa impermeabilidad, esa indolencia… Pero no nos lo creamos. El ciclo vital no para. Como seres vivos crecemos cada día hasta que desaparecemos. Si detenemos ese otro crecimiento que sí depende de nosotros, el interior, seremos solamente viejos que no han aprendido nada.