Él me escribe que nuestros caminos se cruzan. Y no le falta razón, porque en el mismo momento en que me llega ese mensaje desde su teléfono al mío, estoy recorriendo la ciudad para llegar al norte, que es donde él vive, y la recorro bajo tierra como hace él para regresar al centro, que es de donde yo vengo. Y todo ésto al mismo tiempo, él regresa al centro. Al centro de la ciudad para sentarse en su mesita y hacer las cosas lo mejor que puede hacerlas y como las hace siempre.
Como hace con todo lo que se propone.
Él me dice que las cosas están bien, y no miente. Quizá hasta se quede corto, porque están muy pero que muy bien. Aunque a veces dé miedo decirlo muy alto, por si se esfuman.
Aunque a veces prefiramos decirlo bajito.
Yo leo lo que me escribe y sonrío, y escucho lo que me dice y asiento. Creo en todo lo que escucho que venga de su boca y cuando no es así, me río. Me río bastante por todo y creo que ese es el lazo transparente que nos une.
Transparente porque nadie lo ve, pero lo intuye.
Transparente, como las palabras que moldea al hablar y romper el silencio, como después de una carcajada o como cuando te concentras mucho en bajar unas escaleras para no caerte, sobretodo cuando se trata de unas que no frecuentas a menudo.
Porque cuando ya conoces un lugar y sus recovecos todo va más rápido, todo va rodado. Porque te permites no prestar atención a lo que te rodea. Y casi sin darte cuenta llegas a tu destino.
Creo que yo he llegado al mío.