Revista Opinión

VII. 1822: Don Pedro.

Publicado el 27 diciembre 2017 por Flybird @Juancorbibar
VII. 1822: Don Pedro.

PRIMER EMPERADOR DE BRASIL Y 29º rey de Portugal, don Pedro de Alcântara Francisco Antônio João Carlos Xavier de Paula Miguel Rafael Joaquim José Gonzaga Pascoal Cipriano Serafim de Bragança e Bourbon fue un meteoro que cruzó los cielos de la historia en una noche turbulenta. Detrás dejó un rastro de luz que todavía hoy los estudiosos se esfuerzan en descifrar. Vivió poco, apenas 35 años, pero su enigma permanece en los libros y en las obras populares que inspiró. Escasos personajes pasaron a la posteridad de forma tan controvertida. A lo largo de dos siglos, su imagen viene siendo moldeada, pulida o desfigurada de acuerdo con las conveniencias políticas de cada momento.

En 1972, año del Sesquicentenario de la Independencia, don Pedro fue mostrado en el film brasileño Independência ou morte como un héroe de porte marcial, sin vacilaciones o defectos, interpretado por el actor Tarcísio Meira. Era la moldura que le cabía en un momento en que el gobierno militar torturaba presos políticos, divulgaba el milagro económico e intentaba realzar la historia oficial en las disciplinas de educación moral y cívica y organización social y política brasileña. En 2002, reapareció en la serie O quinto dos infernos, de Rede Globo, transfigurado en un joven bohemio, juerguista y mujeriego en la piel del actor Marcos Pasquim. Era la imagen que le estaba reservada en una fase de grandes transformaciones, en que por primera vez un emigrante nordestino, sindicalista y metalúrgico llegaba al poder. "Nunca antes en la historia de este país...", sería el bordón favorito del presidente Luiz Inácio Lula da Silva, en una demostración de que era necesario reescribir la historia para adaptarla a los nuevos tiempos. El doble papel de héroe y villano se repite en Portugal, donde don Pedro IV - nombre con el que asumió la corona portuguesa durante unos brevísimos siete días después de la muerte de su padre, en 1826 - todavía hoy es visto con rechazo o admiración, dependiendo de las convicciones políticas del interlocutor.

Don Pedro nació el 12 de octubre de 1798 en el palacio de Queluz, quince kilómetros al norte de Lisboa, en el mismo cuarto en que habría de morir 35 años más tarde. Situado en el segundo piso del edificio, con ventanas que se abren a jardines inspirados en el palacio de Versalles, en Francia, el cuarto se llama Don Quijote. Las paredes y el techo están decorados con escenas de las hazañas del personaje creado por el español Miguel de Cervantes. Uno de los más notable héroes románticos de todos los tiempos, Don Quijote de la Mancha se enfrentó a molinos de viento, que confundió con gigantes imaginarios, y amaba de forma incondicional a Dulcinea, mujer de dudosa reputación, como si fuese una doncella virgen e indefensa. No podría haber ambientación más adecuada para el comienzo y el fin de la existencia del rey que luchó contra todo y contra todos, fue autor de la independencia de un país, reconquistó otro en los campos de batalla, se esforzó por modernizar las leyes y las sociedades que gobernó, amó a muchas mujeres, se dedicó a la política con pasión, fue buen soldado y jefe carismático, vivió adelantado a su tiempo y murió pronto.

Don Pedro independizó Brasil con 23 años, edad en que hoy la mayoría de los jóvenes brasileños y portugueses todavía frecuenta los pupitres escolares. Diez años después, estaba en Portugal en sangrienta guerra contra su hermano, don Miguel, que había usurpado el trono y sumergido al país en un largo periodo de terror y persecuciones. En ese intervalo, abdicó de dos coronas - la portuguesa, en 1826, y la brasileña, en 1831. Y rechazó otras dos: la de España, que le fue ofrecida tres veces por los liberales que luchaban contra el rey Fernando VII, y la de Grecia, país que le invitó para que, en condición de monarca, liderara la guerra contra los turcos otomanos en 1822. Por donde pasó despertó odios y pasiones con igual intensidad. En la Independencia, era amado por los brasileños y odiado por los portugueses metropolitanos, que lo señalaban como traidor a su tierra natal. En 1831, al abdicar el trono brasileño, la situación se invirtió. Don Pedro era odiado por los liberales brasileños, que lo acusaban de tramar un golpe absolutista, y amado por los liberales portugueses, que le aplaudían como baluarte de las libertades en la lucha contra el absolutismo de don Miguel.

Consideraba a Napoleón Bonaparte - el hombre que había forzado a su padre a huir de Portugal, en1807 - el "mayor héroe de la historia". Además de admirador, don Pedro fue pariente dos veces del emperador francés. Su primera mujer, la princesa austríaca Leopoldina, era hermana de María Luisa, con quien Napoleón se casó en segundas nupcias. Cuando Leopoldina murió, don Pedro se casó con Amelia, hija de Eugenio de Beauharnais, a su vez hijo de Josefina, primera mujer del emperador francés. Como su ídolo, ejerció el poder con mano de hierro y no vaciló en dimitir, prender, exiliar o reprimir a todos los que osaron contrariar su voluntad. Fue un monarca de discurso liberal y práctica autoritaria. "Haré todo para el pueblo, pero nada por el pueblo", afirmó cierta vez. En 1823, disolvió la Asamblea Constituyente, que él mismo convocara, porque no se plegó a sus exigencias. Al año siguiente, sin embargo, otorgó a Brasil una de las constituciones más liberales de la época y hasta hoy la más duradera de la historia del país. Al morir, el 24 de septiembre de 1834, dos semanas antes de completar los 36 años, dejaría como sucesores dos soberanos, uno a cada lado del Atlántico: en Portugal, su hija mayor, Maria da Glória, coronada con el nombre de doña Maria II; en Brasil su hijo Pedro de Alcántara, que asumiría el trono en 1841 como don Pedro II.

Don Pedro era un hombre moreno, alto, de estatura por encima de la media, hombros anchos, cabello rizado, bigote y patillas abundantes. En su rostro destacaban los ojos negros y brillantes. Su piel estaba levemente señalada por las marcas de la varicela, enfermedad a la que sobrevivió en su infancia. El reverendo Robert Walsh, médico y capellán de la colonia británica en Rio de Janeiro, anotó en su diario en 1828 que el emperador era "corpulento y robusto" y tenía el rostro grande. El cabello negro y espeso en la cabeza, rematado en largas patillas, le daba un aspecto "muy tosco y repelente". A pesar de "sus maneras bastante ásperas era [...] afable y cortés".

De su padre heredó la pasión por la música. Y nada más. Al contrario que don Juan VI, famoso por su falta de aseo y su índole sedentaria, don Pedro se bañaba y hacía ejercicios físicos regularmente. En público se vestía con elegancia, como muestran los cuadros que de él hizo el pintor francés Jean-Baptiste Debret. Su indumentaria doméstica, en cambio, era muy simple. Al llegar a palacio, en septiembre de 1824, la inglesa Maria Graham lo encontró esperándola en la puerta "con zapatillas sin calcetines, pantalones y chaqueta de algodón listado y un sombrero de paja forrado y amarrado con una cinta verde".

Hiperactivo, se levantaba a las seis de la mañana y se iba a dormir sólo después de las once de la noche. Devoto de Nuestra Señora, galopaba por la mañana de São Cristóvão hasta la iglesia de la Gloria sólo para oír misa. De vuelta al palacio, almorzaba a las nueve y cenaba a las dos de la tarde. Tardaba menos de veinte minutos en cada comida. Tenía un apetito voraz, pero hábitos gastronómicos primarios. Maria Graham cuenta que su plato preferido era "el tocino de la tierra, una cosa entre carne de cerdo y cerdo salado, sin ninguna parte magra, servido en el mismo plato con arroz, patatas y calabaza cocida". La carne era "tan dura que pocos cuchillos conseguían cortarla", según uno de sus biógrafos, Neill W. Macaulay Jr. Como detestaba delegar poderes en sus ministros y auxiliares, hacía casi todo solo: inspeccionaba los barcos en el puerto, visitaba las fortalezas, recorría las secretarías públicas para comprobar si los funcionarios trabajaban como es debido, iba al teatro a ver los preparativos de los espectáculos, supervisaba las caballerizas de palacio y se inmiscuía en pequeñas cuestiones para la importancia del cargo que ocupaba.

En una ocasión, llegó por sorpresa a las tiendas del centro de Rio de Janeiro, tras recibir la denuncia de que los comerciantes falseaban las medidas para engañar a los clientes en la venta de tejidos y otras mercancías. Provisto de la medida patrón del imperio, fue de tienda en tienda midiendo las reglas métricas y tomando nota de los infractores, que serían castigados más tarde. Los viernes, daba audiencias públicas en las que oía quejas, peticiones y sugerencias de cualquier persona dispuesta a ponerse en la fila. Lo resolvía todo allí mismo o, cuando no era posible, daba tres días de plazo para que los ministros encontrasen una solución. A pesar de su repleta agenda, todavía tenía tiempo para sus famosas escapadas amorosas, que muchas veces se prolongaban hasta la madrugada.

Celoso de su autoridad, comenzaba sus cartas siempre con el pronombre posesivo en primera persona: "mi conde", "mi Barbacena", "mi Queluz", "padre mío", "mi Señor", "hijo mío". Le placía mandar y abominaba ser desafiado. "Al contrario que su padre, cuyo horror a tomar decisiones le llevaba a posponerlas y eludirlas lo más posible, poseía el gusto, el deleite del mando", afirmó Octávio Tarquínio de Sousa, su biógrafo. "Nació para ser jefe, para gobernar, para ser obedecido". En el trato con los ministros era siempre autoritario e inquisitivo, usando expresiones como "yo le ordeno" o "ejecute literalmente". En una carta a Severiano Maciel da Costa, ministro del Imperio, después presidente de Bahía y futuro marqués de Queluz, le dio un consejo típicamente brasileño: "No necesito recomendarle que haga mucha ostentación, yendo a los Arsenales, Aduanas, etc. etc.; ya gobernó y sabe muy bien cómo se engaña al pueblo...".

Aunque nacido en una familia real, mantenía negocios paralelos, algunos hasta mezquinos, que no combinaban con las altas responsabilidades de la función de emperador. En su juventud, don Juan VI lo reprendió al descubrir que su hijo compraba caballos comunes en Rio de Janeiro, los marcaba con el hierro de la Hacienda Real de Santa Cruz y los revendía a un precio mucho mayor a personas que querían ostentar de proximidad con la corte. El intermediario en las negociaciones era el barbero del palacio de la Quinta da Boa Vista, Plácido Pereira de Abreu, con quien el príncipe repartía las ganancias. Robert Walsh relató que don Pedro se dedicaba a otras varias actividades lucrativas. Fabricaba cachaza, comercializada en cafetines cariocas. Alquilaba los pastos de la Hacienda Real para el descanso del ganado que bajaba de Minas Gerais a Rio de Janeiro. Sus esclavos cortaban el forraje de la finca y lo vendían en las calles de la ciudad.

Era impaciente con las reglas y las restricciones del ceremonial de la corte. En este aspecto, se parecía a su madre, la irascible española Carlota Joaquina, también conocida por su destreza con los caballos y por las aventuras sexuales. Como la madre, adoraba cabalgar y disputar carreras de carruajes, al galope y azotando a los animales con látigos. El cronista Luiz Lamego dice que habría sufrido en total 36 caídas a caballo. La exhumación de sus restos mortales, hecha en 2012 por la arqueóloga e historiadora Valdirene do Carmo Ambiel, de la Universidad de São Paulo, comprobó que, a consecuencia de dos de esos accidentes, ocurridos en Rio de Janeiro en 1823 y 1829, el emperador se había fracturado cuatro costillas del lado izquierdo. Esas fracturas inutilizaron prácticamente parte de uno de sus pulmones, lo que pudo haber agravado la tuberculosis que lo mató en 1834.

Cierta vez, cuando el emperador cabalgaba por los alrededores de Rio de Janeiro, uno de sus animales perdió una herradura. Don Pedro llamó a la puerta de un herrero y le dio órdenes para herrar la montura. Al percibir que el hombre no dominaba bien su oficio, le quitó las herramientas y le ordenó: "Sal de aquí, cabrón, que no conoces tu oficio". En pocos minutos se sirvió él sólo. "Don Pedro sabía mejor que los mozos de cuadras tratar, bañar, sangrar y herrar caballos y se vanagloriaba mucho de ello", afirmó Carlos Oberacker Jr., biógrafo de la emperatriz Leopoldina. "Vivía la mayor parte del día en compañía de lacayos y criados, o de los hijos de éstos, practicando su jerga grosera y obscena, salpicando la conversación de expresiones que un hombre bien educado no pronunciaría".

Le gustaba jugar, pero era mal perdedor. El viajero francés Jacques Arago contó haber sido invitado por el emperador a una partida de billar cuando estaba en Rio de Janeiro. Conocedora del carácter impulsivo de su marido, la emperatriz Leopoldina se acercó al francés antes que el juego comenzase y le cuchicheó al oído: "Déjele ganar algunas partidas, mi marido es bastante colérico". Arago, que era un excelente jugador, no le hizo caso y, en vez de eso, ganó todas las partidas. Don Pedro reaccionó de forma furiosa originando "una escena de personas peligrosas en una de las peores tabernas de nuestros arrabales", según el relato del viajero. Intentó la revancha inmediatamente pero, como continuó perdiendo, abandonó el juego irritadísimo. "De naturaleza impulsiva, caprichosa y voluble, estaba sujeto a súbitas alteraciones de humor y a violentos y repentinos estallidos que hacían difícil su convivencia", apuntó la historiadora cearense Isabel Lustosa. "Después eran seguidos por actitudes de franca reconciliación, en las que daba exageradas demostraciones de arrepentimiento a quien antes ofendiera".

Su espíritu indomable solo sería abatido por los ataques de epilepsia, dolencia caracterizada por una violenta descarga eléctrica en el cerebro que, dependiendo del área afectada, hace al enfermo perder los sentidos y convulsionar. Don Pedro tuvo por lo menos seis hasta los dieciocho años. La primera habría ocurrido en octubre de 1811, cuando el príncipe cumplía trece años. El 13 de mayo de 1816, recayó nuevamente, esta vez en público, durante los faustos por el cumpleaños de don Juan VI. "Era tremendo ver a don Pedro en uno de sus ataques de epilepsia, debatiéndose en convulsiones, cayendo por el suelo echando espumarajos por la boca, sumergido en un abismo profundo que solo él conocía", describió la periodista y escritora Iza Salles, autora de una biografía novelada del emperador. "Desde muy pequeño comprendió que aquella era una enfermedad traicionera que no avisaba cuando iba o venía, un enemigo que lo sorprendía sin que lo esperase, y que no dependía de su coraje vencerlo".

Nacido en una de las cortes más conservadoras de Europa, don Pedro era el segundo hijo varón de don Juan y Carlota Joaquina. En esta condición, estaría destinado a llevar una vida tranquila y pacata. La dura tarea de gobernar cabría al hermano mayor, don Antonio, heredero natural del trono y tres años mayor que él. Pero en la familia real de Braganza había una legendaria maldición: todos los hijos primogénitos morirían durante su infancia. Según la tradición, se trataba de una calamidad conjurada contra el fundador de la dinastía, el duque de Braganza, restaurador de la independencia portuguesa en 1640 con el título de don Juan IV, después de la larga unión ibérica en que el trono fue ocupado por reyes españoles.

Cuenta la leyenda que cierto día un fraile franciscano pidió una limosna al duque de Braganza que, de mal humor, en vez de dinero le dio un puntapié. En represalia, el fraile le lanzó la maldición según la cual ningún hijo primogénito de la real dinastía viviría lo suficiente para heredar el trono del padre. De hecho, fue exactamente lo que ocurrió desde entonces en todas las generaciones de los Braganza, sin excepción. En el caso de don Antonio Pio, la tenebrosa profecía se cumplió el 11 de junio de 1801, cuando el príncipe heredero tenía apenas seis años. Le cupo así a don Pedro, su hermano más joven, la tarea de conducir los destinos de Portugal y de Brasil en medio de uno de los periodos más turbulentos de la historia de estos dos países. Como se vio en el capítulo 5, la supuesta maldición se llevaría también al príncipe Juan Carlos, hijo mayor de don Pedro, en febrero de 1822. Y continuaría segando a todos los primogénitos de la familia real en las siguientes generaciones tanto en Brasil como en Portugal, hasta la llegada de la República en ambos países. A partir de ahí, los pequeños príncipes podrían sobrevivir porque ya no tenían derecho a corona alguna.

Son escasas o imprecisas las informaciones sobre la educación de don Pedro. Sus cartas y apuntes hoy preservados en los archivos revelan un dominio precario de la lengua portuguesa. Hay errores de ortografía, de concordancia y, en especial, de falta de puntuación. Los textos son a veces ordinarios, más dignos de un escudero que de un príncipe. Los poemas que ejecutó eran mediocres. Él mismo reconocería sus limitaciones al escribir a Felisberto Caldeira Brant Pontes, entonces vizconde de Barbacena: "El hermano Miguel y yo seremos los últimos maleducados de esta familia". Se refería a su hermano más joven, igualmente tacaño en letras y comportamiento. Preocupado por lo que leía en las cartas de su hijo, don Juan VI le recomendó desde Lisboa: "Cuando escribas, recuerda que eres un príncipe y que tus escritos son vistos por todo el mundo y debes tener cautela no sólo en lo que dices sino también en el modo de explicarte". Consejo que don Pedro, obviamente, no tuvo en cuenta. Una carta a José Bonifácio de 1822, escrita en la ciudad de Paraíba do Sul, Rio de Janeiro, comenzaba así: "A pelo, tomo la pluma para participarle que vamos bien". O sea, el príncipe declaraba estar desnudo mientras escribía.

Todo esto contribuyó a que don Pedro pasase a la historia como un soberano inculto y sin educación. "Don Pedro era inteligente, voluntarioso, de una asombrosa versatilidad, instintivo, vivo, inquieto, decidido, valiente, versátil; pero su cultura literaria, descuidada desde la infancia, quedó incompleta y rudimentaria", afirmó el historiador portugués Luís Norton. Su biógrafo Octávio Tarquínio de Sousa asegura, sin embargo, que esa imagen es falsa. Según él, aunque no fuese un lector asiduo y disciplinado, don Pedro "leyó más de lo que pretende afirmar la imagen de un semianalfabeto". Sus lecturas incluyeron las obras del napolitano Gaetano Filangieri y del franco-suizo Benjamin Constant de Rebecque, dos propagadores de las nuevas ideas políticas de comienzos del siglo XIX. Habría leído también las obras de Voltaire, uno de los mentores intelectuales de la Revolución Francesa. En esos libros, el príncipe pudo observar el cambio de los tiempos y los desafíos que habría de afrontar como rey y emperador. "Mi esposo, Dios nos valga, ama las nuevas ideas", escribió a su padre, el absolutista Francisco I, emperador de Austria, una atemorizada princesa Leopoldina en junio de 1821.

En la beata corte portuguesa, la instrucción básica de don Pedro fue confiada a cinco sacerdotes. José Monteiro da Rocha, jesuita, le administró las primeras letras, entre los seis y nueve años. Con el fraile Antonio de Nossa Senhora da Salete aprendió latín. El clérigo Renato Boiret le enseñó francés. Estudió inglés con Guilherme Paulo Tilbury, capellán de la División Militar de la Guardia Imperial, y João Joyce, un cura irlandés. En artes, tuvo como profesor de pintura y dibujo a Domingos Antônio de Siqueira. En música su educación fue mucho más esmerada, incluyendo profesores como los maestros y compositores Marcos Antônio Portugal, José Maurício Nunes Garcia y Sigismund Neukomm. Como resultado, la obra musical de don Pedro todavía hoy sorprende a los especialistas, con distinción para los acordes que compuso para el Himno de la Independencia. Años más tarde, después de abdicar al trono brasileño, en 1831, se hizo amigo en París del compositor Gioacchino Rossini, que se decía encantado con los conocimientos musicales de don Pedro.

El intercambio de cartas con su padre en vísperas de la Independencia revela la rápida evolución política del príncipe. Al comienzo, se mostraba titubeante en relación a la causa brasileña y hasta contrario a ella. El 4 de octubre de 1821, menos de un año antes del Grito del Ipiranga, todavía juraba fidelidad a su padre y a Portugal, como si la Independencia de Brasil fuese el resultado de una conspiración de la que él no quería, en hipótesis alguna, formar parte:

La Independencia se ha querido poner sobre mí y sobre la tropa; con ninguno lo consiguió, ni lo conseguirá; porque mi honor y el de ella (de la tropa) es más grande que todo Brasil; querían y dicen que quieren aclamarme Emperador; afirmo solemnemente a Su Majestad que nunca seré perjuro, y que nunca le seré desleal; y que ellos harán esta locura pero será después de que yo y todos los portugueses seamos derrotados. [...] Es lo que juro a Su Majestad, escribiendo en ésta con mi sangre estas siguientes palabras: juro ser siempre fiel a Su Majestad, a la Nación portuguesa y a la constitución portuguesa.

Al día siguiente, el 5 de octubre, repetiría el tono de la carta en una proclamación al pueblo de Rio de Janeiro: "¿Qué delirio es el vuestro? ¿Cuáles son vuestras intenciones? ¿Queréis ser perjuros al rey y a la constitución? ¿Contáis con mi persona para fines que no sean provenientes y nacidos del juramento que yo, la tropa y los constitucionales prestamos el memorable día 26 de febrero?".

Don Pedro se refería al juramento de la constitución portuguesa, hecho por él y su padre a comienzos de aquel año, dos meses antes de la partida de la corte para Lisboa. Y añadía: "Estáis embaucados, estáis engañados y [...] estáis perdidos si intentarais otro orden de cosas, si no siguiereis el camino del honor y de la gloria". Cerraba con un consejo: "¡Sosiego, fluminenses!".

Era un juego de simulación para intentar calmar a las tropas portuguesas acuarteladas en Rio de Janeiro y en Bahía y contra las que don Pedro aún no tenía fuerzas militares suficientes para resistir. El ánimo del príncipe cambió en virtud de dos acontecimientos. El primero fue la precipitada orden de las cortes portuguesas para que volviese inmediatamente a Portugal, lo que generó una oleada de protestas en Brasil. El segundo fue la muerte de su primogénito, el príncipe Juan Carlos. A partir de aquí, lo que se observa en las cartas es un don Pedro determinado a seguir el camino que lo llevaría a las orillas del Ipiranga. El 26 de julio de 1822, declara a su padre:

Yo, Señor, veo las cosas de tal modo (hablando claro) que relaciones con Su Majestad sólo familiares, porque ese es el espíritu público de Brasil. [...] Es un imposible físico y moral que Portugal gobierne Brasil, o que Brasil sea gobernado por Portugal. No soy rebelde [...] son las circunstancias.

El 22 de septiembre, ya consumada la independencia, el tono es más duro: "¡De Portugal nada, nada, no queremos nada!". Critica "los decretos pretéritos de esas facciosas, horrorosas, maquiavélicas, desorganizadoras, hediondas y pestilentes cortes" y avisa que "triunfa y triunfará la independencia brasileña o la muerte nos ha de costar".

Su vida privada fue intensa y tumultuosa. Aunque no bebiese, le gustaban las farras, las trasnochadas, los amigos de mala reputación y, en especial, las mujeres. "El príncipe vive rodeado de aventureros", relató el barón Wenzel de Mareschal, encargado de los negocios de Austria en Rio de Janeiro. Su gran compañero de aventuras, públicas y privadas, fue el portugués Francisco Gomes da Silva, el Chalaza, uno de los personajes más memorables de la historia brasileña. Siete años mayor que don Pedro, bebedor, buen guitarrista, el Chalaza era un exseminarista e hijo adoptivo de un joyero que huyó con la familia real a Brasil en 1807 y 1808. El Chalaza tenía en la corte un protector influyente, el guardarropa de don Juan, Francisco José Rufino de Sousa Lobato, su supuesto padre biológico y un hombre de reputación también dudosa.

Algunos historiadores, como Tobias Monteiro, levantan la sospecha de que Lobato sería un compañero sexual de don Juan que, a cambio de favores íntimos, lo habría premiado con el título de vizconde de Vila Nova da Rainha. A pesar de la alta protección, en 1816 el Chalaza fue expulsado de palacio. El motivo sería la desastrosa tentativa de seducir a una dama de la nobleza que, ofendida, fue a reclamar al rey. Le cupo a don Pedro sacarlo del ostracismo y llevarlo de vuelta a la corte después de que el amigo lo defendiera en una riña de bar. A partir de ahí los dos se volvieron inseparables compañeros de bohemia y negocios oscuros. El Chalaza era dueño de varios tugurios en el centro de la ciudad frecuentados por prostitutas, vagabundos y marineros. Con esa situación se convirtió en alcahuete del príncipe en sus escapadas sexuales.

De sus dos matrimonios oficiales, don Pedro tuvo ocho hijos, siete con Leopoldina y uno con Amelia. Fuera del matrimonio el número es de leyenda. Octávio Tarquínio de Sousa asegura que, entre naturales y bastardos, tuvo docena y media de hijos. Algunos cronistas le llegan a atribuir más de 120 retoños ilegítimos, cifra nunca comprobada, pero no del todo imposible. En menos de un año, entre noviembre de 1823 y agosto de 1824, tuvo tres hijos con mujeres diferentes: el primero con Maria Benedita de Castro Canto e Melo, futura baronesa de Sorocaba, el segundo con su hermana, Domitila de Castro Canto e Melo, futura marquesa de Santos y, por fin, el tercero con su propia esposa, la emperatriz Leopoldina. Esa extraordinaria capacidad reproductiva revela, en palabras de Octávio Tarquínio, un don Pedro "excesivo, exagerado, desmedido [...] en las prácticas amorosas, en una insaciable hambre de mujer [...], en una [...] lascivia casi sin pausa".

La lista conocida de bastardos incluye cinco con Domitila de Castro Canto e Melo, la marquesa de Santos; uno con Maria Benedita, la baronesa de Sorocaba, hermana de Domitila; uno con la bailarina Noemi Thierry, su primer amor; uno con la francesa Clémence Saisset, una mujer casada que, por sus relaciones con el emperador, se llevó una paliza del marido; uno con Ana Steinhaussen Leão, mujer del bibliotecario de la emperatriz Leopoldina; uno con Adozinda Carneiro Leão, sobrina de Fernando Carneiro Leão, uno de los supuestos amantes de Carlota Joaquina; uno con Gertrudes Meireles de Vasconcelos; uno con la minera Luísa Clara de Meneses; y uno más - el último, nacido en 1832, ya después de la abdicación al trono brasileño - con la monja Ana Augusta Peregrino Faleiro Toste, campanera en el convento de la Esperanza en la isla Terceira, en las Azores. También habría tenido un hijo con una negra de dieciséis años llamada Andresa dos Santos, sierva del convento de la Ayuda. Dos de esos hijos bastardos fueron bautizados con el mismo nombre - Pedro de Alcântara Brasileiro. El primero, hijo de la marquesa de Santos, murió el 27 de diciembre de 1825, con sólo veinte días. El segundo, hijo de Clémence Saisset, nació el día 31 de agosto de 1829 y fue bautizado en París como si fuese hijo legítimo del marido traicionado.

Las aventuras sexuales habrían comenzado muy temprano en la adolescencia, abarcando "criaturas fáciles, sirvientas de las dependencias de la Quinta da Boa Vista, mozas de los alrededores, mulatitas a quienes echaba el ojo y sin demora lo satisfacían", al decir de Octávio Tarquínio de Sousa. El primer caso del que dejó vestigio fue el de la bailarina francesa Noemi Thierry. El historiador Alberto Rangel dice que, en verdad, don Pedro se enamoró simultáneamente también de su hermana, pero el romance fue en serio sólo con Noemi. Ella quedó embarazada del príncipe cuando las negociaciones en Viena para la boda del príncipe con la princesa Leopoldina ya estaban bastante avanzadas. La inglesa Maria Graham relata que don Pedro estaba tan perdidamente apasionado por la bailarina que se casó con ella en secreto. Pero la historia tendría un trágico final.

Bajo la presión de la reina Carlota Joaquina, que amenazaba con desheredar a su hijo, Noemi, a pesar de estar embarazada del príncipe, estuvo de acuerdo en romper el romance y embarcar para Recife donde quedaría al cuidado del gobernador de Pernambuco, Luís do Rego Barreto. Incapaz de impedir el viaje, don Pedro le dio en la despedida doce contos de réis, pedidos en préstamo a Antônio Alves, traficante de esclavos. De don Juan VI, Noemi recibió once contos de réis más, ajuar completo y varios regalos. La bailarina dio a luz un niño que murió recién nacido. Trastornado, don Pedro pidió al gobernador que le enviase el cadáver de su hijo momificado. Guardada en el gabinete del emperador, la macabra reliquia fue sepultada por orden de la regencia en 1831, después de la abdicación al trono y de la vuelta de don Pedro a Portugal. Tras la muerte de su hijo, don Pedro consintió que Noemi se casase con un oficial francés y se fuese a vivir a París.

Laurentino Gomes


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