Revista Opinión

VIII. 1822: La princesa triste.

Publicado el 01 enero 2018 por Flybird @Juancorbibar
VIII. 1822: La princesa triste.

MARIA LEOPOLDINA JOSEFA CAROLINA DE HABSBURGO, primera emperatriz brasileña, tenía todo lo que su marido, don Pedro I, valoraba en una mujer, menos lo fundamental: belleza y sensualidad. "Una rubia feota", así la definió el historiador Alberto Rangel. "Insignificante, rubia, sin garbo", la castigó Rocha Martins. "Lo que le sobraba en dotes morales la faltaba en sex appeal ", añadió Octávio Tarquínio de Sousa, biógrafo de don Pedro. Mujer buena casada con el hombre equivocado, Leopoldina reunía un conjunto notable de virtudes en el campo del saber, de la educación, de las buenas maneras y de la sensatez en la forma de actuar. Había nacido en la cuna más dorada de la época: la corte de Austria, una de las más ilustres y educadas de Europa. Heredero del antiguo Sacro Imperio Romano Germánico, su padre, el emperador Francisco I, ocupaba un trono que durante los 350 años anteriores perteneció al mismo linaje, el de los Habsburgo.

La intelectual y virtuosa Leopoldina era, no obstante, regordeta y descuidada con la ropa y el cuerpo. Prefería coleccionar minerales, mariposas, plantas y animales silvestres a participar de las fiestas y saraos que tanto fascinaban a su marido. Tenía veinte años cuando llegó a Brasil, casada por poderes con el heredero de la corona portuguesa, un año y nueve meses más joven que ella. Al desembarcar en Rio de Janeiro, el 5 de noviembre de 1817, estaba llena de ilusiones respecto del país en que iba a vivir y del hombre con el que compartiría el mismo lecho. Tuvo un papel fundamental en la Independencia, pero enseguida se fue decepcionando con todo y con todos. En nueve años quedó embarazada nueve veces, a una media de embarazo por año, sufrió dos abortos y dio a luz a siete hijos. Murió joven, con menos de treinta años, triste y abandonada por su marido. Al final de su vida, pasó necesidades y se hundió en deudas distribuyendo limosnas a los pobres de Rio de Janeiro. Hoy es venerada con cariño por las capas más humildes de la población brasileña que, entre otros homenajes, asocian su nombre a una estación de la ferrovía Central de Brasil y a escuelas de samba como la Imperatriz Leopoldinense, en Rio de Janeiro, y la Imperatriz Dona Leopoldina, en Porto Alegre.

Leopoldina era la quinta heredera de una familia de doce hermanos. Creció ensombrecida por las guerras que habrían de rediseñar el mapa político de Europa después de la Revolución Francesa. En 1797, año de su nacimiento, Napoleón Bonaparte obtuvo las primeras victorias contra su padre en la región norte de Italia. Cuatro años antes, su tía abuela, la reina de Francia Maria Antonieta, había sido decapitada en la guillotina en París. Las décadas siguientes serían de pérdidas y sufrimientos, a medida que el otrora vasto territorio de la dinastía austríaca era conquistado y quebrantado por las armas francesas. En más de una ocasión su familia tuvo que huir apresuradamente ante la aproximación del enemigo.

La suprema humillación vendría en 1810, año en que su hermana mayor, Maria Luisa, se vio obligada a casarse con el odiado emperador francés a cambio de la promesa de una paz que se revelaría efímera. Con la connivencia de la Iglesia, Napoleón decidió anular su primer matrimonio, con la emperatriz Josefina, bajo la justificación de que ella no la daba un heredero. Leopoldina vio la partida de su hermana para Francia como la inmolación de una víctima inocente en el altar de los intereses de la política. En nombre de los mismos intereses, siete años más tarde sería su turno de partir para América.

En la corte de Viena, las princesas eran preparadas de forma metódica para servir al Estado, lo que significaba concebir y parir la prole más numerosa y saludable posible para sus futuros maridos príncipes, reyes y emperadores. En esta misión, el amor y la felicidad en el matrimonio eran cosas accesorias con las que nunca deberían contar. "Una princesa nunca puede actuar como quiere", escribió Leopoldina en 1816 a su hermana Maria Luisa, a esas alturas ya separada de Napoleón también por imposición política. "Nosotras, pobres princesas, somos como dados que se tiran y cuya suerte o azar depende del resultado", repetiría en otra carta diez años después.

A la espera de la suerte que le tocaría en ese juego, Leopoldina se sumergió pronto en la rigurosa rutina de estudios y clases de etiqueta. De niña, su día estaba dividido entre oraciones, clases con profesores particulares, comidas formales, trabajos en el jardín, paseos, ejercicios de lectura y memorización, encuentros con miembros de la familia, idas al teatro de vez en cuando, visitas a exposiciones y museos, participación en eventos benéficos y también recepción de visitantes extranjeros. Era una educación que premiaba el rigor del protocolo, desestimaba los excesos y procuraba anular cualquier deseo que no cuadrase con los objetivos oficiales.

El resultado puede medirse en el manual de conducta que escribió para sí misma en 1817, año de su boda con don Pedro. Titulado "Mis conclusiones", el texto en francés contiene las siguientes instrucciones:

  • Me vestiré con toda la modestia posible;
  • Mi corazón estará eternamente cerrado al espíritu perverso del mundo;
  • Lejos de mí los gastos inútiles, el lujo nocivo, los adornos indecentes, las mundanerías y las vestimentas escandalosas;
  • Dios me libre de estar a solas con un hombre, por más sabio que parezca, en un lugar solitario.

Su boda con don Pedro, como mandaba la tradición, envolvía altos intereses del delicado juego de ajedrez que se estableció entre las monarquías europeas tras la caída de Napoleón, en 1815. Exiliado en los trópicos desde 1808, don Juan VI necesitaba estrechar lazos entre la corona portuguesa y los Habsburgo austríacos como forma de contraponerse a la excesiva influencia de Inglaterra en sus dominios. Austria, a su vez, también quería sacar a Portugal de la órbita inglesa, pero tenía especial interés en fortalecer el régimen de monarquías en América, un continente asolado por las revoluciones republicanas. Pieza estratégica en este juego, Leopoldina aceptó sin cuestionar su destino porque así fue educada desde su nacimiento.

Le cupo al marqués de Marialva, embajador portugués en París, pedir la mano de la princesa y firmar los papeles en nombre de don Pedro. Interesado en mostrar que la corte de Rio de Janeiro no era tan frágil como se imaginaba en Europa, Marialva protagonizó en Viena un espectáculo grandioso. La descripción es del historiador paranaense Jurandir Malerba:

El 17 de febrero de 1817, Marialva entraba en Viena con un cortejo formado por 41 carrozas tiradas por seis caballos, acompañadas por criados a ambos lados vestidos con ricas libreas. El séquito del ministro se componía de 77 personas entre pajes, criados y oficiales, a pie y montados. Seguían los coches de la casa imperial, flanqueados por sus lacayos y detrás asistidos por los hombres del servicio. Cerraban el cortejo las carrozas de los embajadores de Inglaterra, Francia y España. [...] El 1 de junio en la capital austríaca, mandó construir asombrosos salones en los jardines del Augarten de Viena, donde se realizó un baile para 2 mil personas entre ellas la familia imperial austríaca, todo el cuerpo diplomático y toda la nobleza. Habiendo iniciado el baile a las ocho, a las once se sirvió una ceremoniosa cena, en la que, se cuenta, el emperador y su familia fueron servidos en una mesa de cuarenta cubiertos, siendo la vajilla de oro; los demás, en vajilla de plata. Costo: 1 millón de florines o 1,5 millones de francos.

Es una cifra formidable. En la época, un par de zapatos costaba en Viena cinco florines. O sea, con 1 millón de florines, el dinero gastado por el marqués de Marialva, se podía calzar a toda la población de Americana, en el interior de São Paulo, o de la bella e histórica ciudad de Oporto, situada en la desembocadura del río Duero, en Portugal. Son ambos centros urbanos con cerca de 200 mil habitantes actualmente.

Ya casada en los papeles, Leopoldina salió de Viena el 3 de junio de 1817 y llegó a Rio de Janeiro cinco meses después, en un viaje de 8 mil kilómetros con escalas en Livorno, en Italia, Lisboa, y Funchal, en la isla de Madeira. Su equipaje se componía de 42 cajas de la altura de un hombre conteniendo, además del ajuar, una biblioteca, sus colecciones de ciencias naturales, los regalos de boda y un detalle macabro: tres ataúdes ricamente ornamentados, para la eventualidad de llegar a morir durante el viaje. Sólo el equipaje ocupaba casi un barco entero, pero su séquito incluía la camarera mayor, Ana Maria, condesa Von Kuenburg, un camarero mayor, seis damas de compañía, cuatro pajes, seis nobles húngaros, seis guardias austríacos, seis chambelanes, un limosnero mayor, un capellán, además de la mayor expedición científica que hasta entonces visitara Brasil.

Compuesta de naturalistas, dibujantes y pintores, la misión traía, entre otros, al médico y mineralogista Johann Baptist Emanuel Pohl, al paisajista Thomas Ender y a los botánicos Johann Baptist von Spix y Karl Friedrich Philipp von Martius. Este grupo volvería a Europa con cargas exóticas de insectos y pájaros disecados, animales vivos, muestras de rocas y plantas, además de un grupo de indios botocudos, exhibido como curiosidad antropológica a los refinados cortesanos austríacos. Los indios tuvieron una vida corta y trágica en Europa, según el historiador y periodista Patrick Wilken. Thomas Ender produjo más de setecientas acuarelas de paisajes y tipos humanos, buena parte de ellas expuesta hoy en la Academia de Bellas Artes de Viena.

Antes de viajar al encuentro del marido, Leopoldina leyó todo lo le llegó a las manos sobre Brasil. Se encantó con la posibilidad de estudiar las famosas rocas brasileñas, fuente de la riqueza mineral que sustentaba la prosperidad de la metrópoli portuguesa. En una carta a su tía Luisa Amelia, Gran Duquesa de la Toscana, confesó: "El viaje no me da miedo. Incluso creo que es predestinación, pues siempre tuve atracción por América y, hasta de niña, decía que quería ir allí". La mineralogía era, de lejos, su asunto preferido. Ya en 1810, con trece años, escribía a su hermana mayor, Maria Luisa, diciendo que podría pasar todo el día en el Gabinete de Mineralogía de Viena sin comer.

Por las cartas, se observa que el Brasil de los sueños de la joven princesa austríaca se parecía más a un parque temático de las películas de Steven Spielberg que a la tierra ruda, salvaje, de bichos venenosos, nubes de mosquitos y Sol inclemente en que viviría sus posteriores nueve años siguientes. El encantamiento persistió algún tiempo después de su llegada a Rio de Janeiro, como muestra en esta carta a su familia:

Brasil es un verdadero paraíso, hay una incontable cantidad de plantas, arbustos y árboles, principalmente especies de palmeras que nunca había visto ni en invernaderos; estoy coleccionando pájaros. [...] Aquí se ven centenas de colibrís, papagayos, grandes ararás [...] y urubús reales volando. [...] Ayer subí a pie una montaña muy alta donde existen las mayores y más famosas mariposas; no capturé ninguna porque eran del tamaño de un pájaro y mi red, muy pequeña.

En ese idílico lugar de llegada, su marido aún se presentaba como un príncipe encantado y no el hombre duro, autoritario e infiel con el que se enfrentaría más tarde. "Hace dos días que estoy junto a mi esposo, que no es sólo guapo, sino también bueno y comprensivo; [...] estoy muy feliz", contó a su hermana el 8 de noviembre de 1817. "Mi muy querido esposo no me dejó dormir", reveló a su padre el mismo día, insinuando que las noches de la pareja eran bastante animadas. Al desembarcar, había besado los pies de su suegro, don Juan VI, y de su suegra, Carlota Joaquina. Don Pedro fue a recibirla a bordo. Juntos recorrieron a pie las calles del centro de la ciudad engalanadas con pétalos de rosas y arcos triunfales, en medio de salvas de cañón y los aplausos de la multitud. "Todos son ángeles de bondad", afirmó en la misma carta a su padre, refiriéndose a la familia real portuguesa. "Especialmente mi querido Pedro, que además de todo es muy culto".

Era todo un terrible engaño. En la familia real portuguesa no había ángeles de bondad ni personas cultas. La corte de don Juan era conservadora, beata, lúgubre y repleta de intrigas estimuladas por el matrimonio de conveniencia entre el rey y la reina. Hacía más de una década, desde 1804, que don Juan y Carlota Joaquina no vivían juntos. Al llegar a Rio de Janeiro, en 1808, ella se fue a vivir con sus hijas a una finca en Botafogo. Él prefirió la Quinta da Boa Vista, que consiguió del traficante de esclavos Elias Antônio Lopes. Las vísperas de la Independencia, portugueses y brasileños se desafiaban en una red de conspiraciones y maledicencias que volvían el aire en la corte irrespirable.

Rápidamente la dura realidad de los trópicos se impondría a los sueños de la princesa. Rio de Janeiro era insalubre, repleto de enfermedades propagadas por la miríada de insectos que infestaban los pantanos y albañales sin tratamiento. Por falta de letrinas, la basura y los desechos de las casas eran arrojados a la calle o evacuados en las playas. En los alrededores del palacio de la Quinta da Boa Vista no existían árboles ni calzadas, lo que resultaba en un gran barrizal en la estación lluviosa. "Había un enorme estercolero junto al palacio, que producía un hedor bestial sólo disipado en la época de los torrentes que todo lo llevaban al mar", relató un extranjero. De esa alcantarilla a cielo abierto provenían nubes de mosquitos que flagelaban la corte en las noches de verano. "La América portuguesa sería un paraíso terrenal si no hubiera un calor insoportable de 88 grados [Fahrenheit] y muchos mosquitos", afirmó Leopoldina en una carta del 24 de enero de 1818, admitiendo por primera vez que el paraíso no era todo lo completo que imaginara.

Después del desembarco tuvo también su primer susto, al descubrir que su marido era epiléptico. Nadie le habló sobre esto en Viena. "Mi esposo estuvo un día muy enfermo de los nervios y me dio un miedo horrible, pues pasó de noche y yo era su único socorro", escribió a su padre el 27 de diciembre de 1817. Otra sorpresa estaba relacionada con el difícil genio del príncipe, dado a explosiones de mal humor que asustaban a la princesa. "El carácter de mi marido es extremadamente exaltado", se quejó en 1821. "Todo lo que levemente denote libertad le es odioso. Así sólo puedo continuar observando y permanecer llorando en silencio".

A pesar de todo, el matrimonio fue relativamente feliz los primeros tres años. La pareja acostumbraba a pasear a caballo por la floresta de Tijuca, cazar mariposas y observar la naturaleza. A veces, Leopoldina acompañaba al marido en la revista a las tropas. De noche iban al teatro o tocaban juntos en palacio. "Como mi esposo toca muy bien casi todos los instrumentos, yo lo acompaño al piano y en cierta forma tengo la satisfacción de estar todo el tiempo junto a la persona querida", escribió a su tía en enero de 1818.

Las comidas eran hechas en lados diferentes, él servido por un cocinero portugués, ella por uno francés. Una curiosidad: a la hora de dormir, don Pedro mandaba cerrar y vigilar hasta el día siguiente los aposentos de la princesa. ¿Por celos? El historiador portugués Eugénio dos Santos da una explicación más plausible: Leopoldina quedaba encerrada para que el príncipe no fuese sorprendido por la mujer en sus famosas escapadas nocturnas. Después de que las luces de palacio se apagaban, don Pedro salía por la ciudad, vagando por bares, prostíbulos o casas de amantes hasta la madrugada. De vuelta, aún pasaba revista a la guardia palaciega para asegurarse de que todo fue bien mientras estuvo fuera.

Al final de la tarde del 4 de abril de 1819, Domingo de Ramos, fuegos artificiales lanzados desde la Quinta da Boa Vista y del morro del Castillo anunciaron la gran noticia: Pedro y Leopoldina finalmente eran padres. La primera princesa nacida en Brasil y futura reina de Portugal fue bautizada con el nombre de Maria da Glória. Por determinación del Senado de la Cámara (equivalente a la actual Cámara Municipal), aquella noche los moradores de la ciudad pusieron luminarias en las ventanas. "Es fuerte, llena de encanto y la cara del padre", escribió Leopoldina a su tía. Contaba también que la vida de la pareja ahora se reducía a cuidar de la hija, que iba de brazo en brazo. "Estoy viviendo una felicidad perfecta, en una quietud que amo, cuidando de mi hija y viviendo solamente para mi esposo y mis estudios", anotó. "Estoy muy, muy feliz y contenta".

Después de Maria da Glória, Leopoldina daría a don Pedro seis herederos más, uno por año:

  • En 1820, Miguel, muerto al nacer;
  • En 1821, João Carlos, muerto a los once meses;
  • En 1822, Januária Maria Carlota, que vivió hasta 1901;
  • En 1823, Paula Mariana, muerta diez años después;
  • En 1824, Francisca Carolina Joana, fallecida en 1898;
  • En 1825, Pedro de Alcântara, el emperador Pedro II de Brasil, muerto en 1891, dos años después de la Proclamación de la República.

VIII. 1822: La princesa triste.

La secuencia de embarazos y partos después se cobró su precio. La princesa de ojos muy azules y piel rosada que llegó a Brasil en 1817 se convirtió en una matrona. Por comodidad, no usaba chaleco ni corsé, como era la moda entre las mujeres elegantes de la época. La falta de estos aderezos dejaba a la vista un cuerpo flácido y curvas exageradas. El francés Jacques Étienne Victor Arago la describió como una gitana mal vestida, con el pelo desaliñado, que parecía no haber sido peinado en una semana. "Ningún collar, ningún pendiente o anillo en los dedos", registró. "La blusa demostraba haber sido usada mucho tiempo, el calzón estaba arrugado y gastado en varios lugares".

A medida que Leopoldina engordaba y descuidaba su apariencia, don Pedro se iba volviendo más exagerado en las aventuras extraconyugales. Lo que antes era disimulado después se tornó público. La princesa, a su vez, se involucraba cada vez más en el remolino de los acontecimientos políticos que precedieron a la Independencia. Autora de un perfil psicológico del personaje basado en las cerca de 850 cartas conocidas de su autoría, la psicoanalista Maria Rita Kehl, profesora y doctorada por la Pontifícia Universidade Católica de São Paulo (PUC), afirma que 1821 fue el año de los cambios decisivos en la vida de Leopoldina, que habrían de sellar su destino en Brasil. Por las cartas, se observa que la princesa, antes carente de afecto y aprobación, rápidamente da lugar a la mujer adulta que encara la vida sin ilusiones. En los textos, Leopoldina aparece más directa, más agresiva, a veces irónica. "La violencia de esa transformación [...] le costó la salud y la vida", constató Maria Rita Kehl.

La primera transformación está relacionada con su implicación en la política brasileña, que la llevaría a desempeñar un papel fundamental en la Independencia, al lado de José Bonifácio de Andrada e Silva. En esta fase, Leopoldina se distancia de las ideas conservadoras de la corte de Viena y adopta un discurso más liberal en favor de la causa brasileña. Fue ella quien convenció a José Bonifácio a aceptar el nombramiento para el ministerio en enero de 1822, cargo que el paulista insistía en rechazar por todavía no confiar en don Pedro. La declaración de Independencia, en septiembre, escrita por José Bonifácio, fue firmada por ella y enviada a don Pedro, que aún estaba en São Paulo. O sea, desde un punto de vista formal, la Independencia fue hecha por Leopoldina y Bonifácio, cabiendo al príncipe sólo el papel teatral de proclamarla en la colina del Ipiranga. Después de esto, Leopoldina se empeñó a fondo en el reconocimiento de la autonomía del nuevo país por las cortes europeas, escribiendo cartas a su padre, emperador de Austria, y a su suegro, rey de Portugal.

La segunda gran transformación ocurre en su vida privada. Es la desilusión con el marido, con la mediocridad de la vida social en Rio de Janeiro, y la resignación de nunca más volver a Europa al percibir que estaba abandonada a su propia suerte en Brasil. En mayo de 1821 escribió a su hermana: "Comienzo a creer que se es mucho más feliz de soltera; [...] ahora sólo tengo preocupación y sinsabores, que engullo en secreto, pues reclamar es aún peor; infelizmente veo que no soy amada". Al año siguiente, su marido se enamoraría apasionadamente de Domitila de Castro Canto e Melo, la futura marquesa de Santos. La semana de ese encuentro decisivo, víspera del Grito del Ipiranga, Leopoldina escribió a su marido reclamando por la falta de noticias. Es un texto fatalista, en el que la princesa todavía usa términos cariñosos intentando agarrarse al tenue hilo de esperanza que luego se rompería:

¡Mi querido y amado esposo! Le confieso que tengo ya muy poca voluntad de escribirle, no siendo merecedor de tantas finezas. Hace ocho días que me dejó y aún no tengo ninguna línea suya. Normalmente cuando se ama con ternura a una persona, siempre se encuentran momentos y ocasiones de probarle su amistad y amor. Estamos todos bien y todo muy tranquilo gracias a Dios. Reciba mil abrazos y recuerdos míos con la certeza de ser ésta la última carta. (ininteligible) necesidad urgente de tener noticias suyas. De ésta su amante esposa, Leopoldina.

Lo peor vendría después. Llevada por don Pedro de São Paulo a Rio de Janeiro, Domitila pasó a merecer todas las atenciones, regalos y distinciones del emperador, mientras Leopoldina iba siendo eclipsada y humillada en público. Abandonada por el marido, recibía cada vez menos dinero para la casa y el sustento de los hijos. La marquesa, al contrario, ostentaba joyas y regalos, comerciaba influencias con diplomáticos y altos funcionarios del gobierno, señalaba a familiares para cargos y honores de la corte y vivía suntuosamente. Leopoldina comenzó a marchitarse, tragada por la depresión que segaría su vida prematuramente. "A los veinte y pocos años era una mujer envejecida, deprimida y poco orgullosa", observó Maria Rita Kehl.

Un aspecto particularmente melancólico en el descenso al abismo está relacionado con las finanzas de Leopoldina. Al morir, en 1826, estaba tan endeudada que el parlamento brasileño tuvo que votar una dotación presupuestaria de emergencia para pagar a sus acreedores. Su biógrafo, Carlos Oberacker Jr., cree que gastó el dinero "en socorrer a los necesitados, y no para sí misma", probablemente por convicciones religiosas. Dice que raras veces recibía de don Pedro la mensualidad estipulada en el contrato de matrimonio y que, "en estos casos, todavía la cedía al marido que, por medios poco elegantes, acostumbraba a defraudarla". La emperatriz era, de hecho, una mujer muy caritativa. Pero aparentemente los gastos implicaban otras necesidades.

Educada en el fasto de la corte de Viena, Leopoldina tenía escasas nociones de economía doméstica y le costó entender las enormes dificultades afrontadas por la corte del marido después de la partida de don Juan VI, en 1821. En una carta del año anterior, por ejemplo, Leopoldina le pedía a su hermana que le mandase vacas y toros de raza suiza para organizar una pequeña granja. En petición semejante, al encargado de negocios de Austria en Rio de Janeiro, barón Wenzel de Mareschal, añadía seis vacas, dos toros, yeguas y garañones que serían dados al marido y al suegro, don Juan VI. En otra ocasión, solicitaba la compra de un perro pastor húngaro. Las peticiones eran muchas: animales de silla, carruajes, cajas de música, anillos de marfil, libros, partituras. Con las arcas vacías y sin dinero para cumplir con los compromisos públicos, don Pedro fue obligado a tomar medidas que incluían el recorte de su propio salario, como se vio en el capítulo 3. También confiscó la mensualidad de Leopoldina. Por la lista de compras que enviaba a sus familiares y diplomáticos brasileños y portugueses en Europa, Leopoldina parecía no darse cuenta de esto.

En 1820, tres años después de llegar a Brasil, estaba financieramente quebrada y solicitó al barón Wenzel de Mareschal una ayuda de 24 mil florines - el equivalente hoy a cerca de 500 mil reales -, orientándolo para que lo mantuviese todo en secreto. Como no fue atendida, recurrió a su padre, que, igualmente, no la socorrió:

Es inmensamente penoso para mis sentimientos de alemana y austríaca recurrir al señor, mi querido padre, por una cuestión financiera; pero ¿en quién puedo tener confianza? [...] Gastos imprevistos, dispuestos y pensiones a familias necesitadas y a la servidumbre, que, desgraciadamente, ponen todas sus esperanzas en mí, me obligaron a desembolsar la cuantía de 24 mil florines. No puedo pagar esa deuda, y aún menos mi esposo; mi mensualidad no me es pagada, o, cuando lo es, la retiene mi marido, de quien no puedo arrancarla, pues él también la necesita.

Sin alternativa, Leopoldina pasó a depender de un prestamista, el alemán Jorge Antonio von Schäffer, que le arreglaba préstamos con intereses abusivos a cambio de favores en la corte. Schäffer es de esos personajes secundarios que viven en la sombra y fascinan a los historiadores cuando salen a la luz. Era un "borracho contumaz", según Octávio Tarquínio de Sousa, "emérito en el juego de vaciar botellas". Nacido en 1779 en la actual región de Baviera, se formó en medicina y emigró a Rusia. Ejercía la función de médico de la policía de Moscú en 1812, año en Napoleón Bonaparte ocupó la ciudad y acabó derrotado por el riguroso invierno ruso. Premiado por el zar con el título de barón, Schäffer se afilió a la masonería y vivió en Alaska y en Hawái. Del Pacífico Sur embarcó en un navío portugués y llegó a Rio de Janeiro, en 1818, después de hacer escalas en Australia y China. Como hablaba bien el alemán y ostentaba un título de nobleza, conquistó la confianza de la princesa Leopoldina, que, en sus cartas, lo trataba de "excelente Schäffer". En 1822, pasó una temporada en Europa como enviado de José Bonifácio con la misión de reclutar mercenarios para la Guerra de la Independencia. Antes, no obstante, fundó en el sur de Bahía la colonia alemana de Frankental y allí murió en 1836, ahogado en alcohol.

"¡Excelente Schäffer! Quiera tener la bondad de enviarme hoy el conto de réis, la extrema necesidad me obliga a importunarlo otra vez", escribió Leopoldina al amigo usurero el 8 de enero de 1822, víspera del Día de la Permanencia. "Procure por el amor de Dios arreglarme 120 mil florines o 40 contos en monedas de aquí, si no quedo en una posición desesperada", afirmó en otra correspondencia, de marzo de 1825. Presionada por los acreedores y amargada por el marido confesó a su hermana en septiembre de 1824: "No reconocerías nunca en mí a tu vieja Leopoldina; mi carácter animado y juguetón se transformó en melancolía".

Era el comienzo del fin. En noviembre de 1826, don Pedro partió para Rio Grande do Sul con el objetivo de acompañar de cerca los desdoblamientos de la Guerra Cisplatina. El día 29, enferma y deprimida, Leopoldina presidió la reunión del consejo de ministros. Fue su último compromiso público. En las horas siguientes comenzó a tener fiebre alta y crisis convulsivas. El día 2 de diciembre, abortó el feto de un niño. Estaba en su noveno embarazo. Murió a las 10h15 del día 11 de diciembre, un mes antes de cumplir los 29 años.

Las circunstancias de su muerte son todavía hoy un misterio. Rumores de la época decían que habría sido agredida por don Pedro con un puntapié en la barriga durante una discusión en presencia de la marquesa de Santos. El día 20, antes de partir para el sur, don Pedro promovió un besamanos de despedida. Domitila estaba presente, pero Leopoldina se refugió en sus aposentos alegando fiebre alta. Irritado por la ausencia de la emperatriz, don Pedro habría intentado arrastrarla a la fuerza hasta la sala de la ceremonia tirándole del brazo. Ante su obstinada resistencia, le habría soltado la patada en el abdomen.

También según esos rumores, al ser golpeada por su marido, Leopoldina se habría caído por una escalera y fracturado el fémur. La exhumación de sus restos mortales, hacha 186 años después por la arqueóloga e historiadora Valdirene do Carmo Ambiel, de la Universidad de São Paulo, se encargó de desmentir esta sospecha. En las pruebas de imagen realizadas en el laboratorio del Hospital das Clínicas de São Paulo entre febrero y septiembre de 2012, se constató que Leopoldina nunca tuvo fractura de fémur - lo que, obviamente, no significa que nunca hubiera sufrido agresiones físicas por parte del marido.

La última carta a su hermana, dictada a la marquesa de Aguiar a las cuatro de la mañana del 8 de diciembre de 1826, tres días antes de morir, parece confirmar esas agresiones:

Reducida al más deplorable estado de salud y habiendo llegado al último punto de mi vida en medio de los mayores sufrimientos, tendré también la desgracia de no poder yo misma explicarte todos aquellos tormentos que ha tiempo existían impresos en mi alma. [...] Hace casi cuatro años [...] que por el amor de un monstruo seductor me veo reducida al estado de la mayor esclavitud y totalmente olvidada por mi adorado Pedro. Últimamente acabó de dar la prueba definitiva de su total olvido respecto a mí, maltratándome en presencia de aquélla misma que es causa de todas mis desgracias. Me faltan fuerzas para recordar tan horroroso atentado que será sin duda la causa de mi muerte.

La noticia de su muerte propagó la conmoción por la ciudad. El pueblo salió a las calles llorando. Los esclavos se lamentaban a gritos: "Nuestra madre murió. ¿Qué será de nosotros?". La casa de la marquesa de Santos, señalada como culpable del sufrimiento de la emperatriz, fue apedreada. Al saber de la muerte de Leopoldina, don Pedro retornó a toda prisa a Rio de Janeiro y se recluyó en un luto de ocho días. Por las cartas y notas que dejó, se sabe hoy que el luto fue más aparente que real. Ya la noche siguiente a su regreso, don Pedro fue a enjugar sus lágrimas a la cama de la marquesa de Santos.

Laurentino Gomes


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