"Desde temprana edad, Virginia comprendió algo de la magia de la amistad, la intimidad peculiar que poseen quienes tienen lenguajes privados y chistes privados, quienes han jugado en la penumbra entre las piernas y las faldas de los mayores, debajo de la mesa. (...) Así, para la mayor [Vanessa] las apariencias era lo que más amaba en el mundo o, por lo menos, cuando amaba el amor se le presentaba por sí mismo en una forma visible. Para la menor [Virginia] el encanto del amor entre hermanas residía simplemente en la íntima comunicación con otro ser, el disfrute del carácter. Desde un principio se estableció entre ellas que Vanessa iba a ser pintora y Virginia escritora". Esta fabulosa descripción de Quentin Bell hace visibles las raíces de un arte inigualable (en la pintura, para Vanessa, y en la escritura en el caso de Virginia) que emana en la edad adulta pero que probablemente se deba a una serie de vivencias situadas en el más temprano despertar de la conciencia para con el mundo y sus relaciones.
Virginia, cuando todavía era una Stephen y no la inconmensurable Woolf, tardó mucho tiempo en aprender a hablar y no lo hizo de forma correcta hasta los tres años. "Las palabras, cuando llegaron, iban a ser, y para el resto de su vida, sus armas predilectas." señala el autor de la biografía. Por su parte, Vanessa, todavía Stephen y no la impresionante Bell, aún siendo consciente de la inteligencia y la "brillantez precoz" de su hermana pequeña, "admiraba por encima de todo, su belleza pura". Para explicar este pasaje Quentin recurre a un escrito de su madre en el que describía así la hermosa elegancia natural de Virginia: "Me recordaba siempre una pera en dulce de un especial color de fuego". Y con un particular manejo del pincel, que revolucionaría el arte londinense y que para muchos supondría la llegada del impresionismo a Inglaterra, Vanessa Bell pintaría años más tarde (en 1912) a su hermana, trasladando aquellas palabras a un cuadro que sintetiza no sólo el carácter de una, sino el modo de expresar de ambas.
La de las hermanas Stephen era una belleza frágil. No por la debilidad del adjetivo, sino por la delicadeza de los sujetos a los que se le atribuye. Como señala Quentin Bell "la verdadera fuerza de los Stephen radicaba en su debilidad". Y esta sentencia que inspiraría demasiadas palabras la resumiré, con la escasa capacidad de síntesis que se me conoce. La belleza de Vanessa y Virginia, entendiéndose el término como una aura de atracción que supera lo físico, reside a mi modo de entender, en su encandiladora mirada, su pose en el mundo, una forma de sentir que conduce a la fragilidad de los seres y nos empuja a querer protegerlas bajo el ala maternal que todos poseemos. Pero fragilidad, he de aclarar, no es sinónimo de debilidad, aunque a veces conduzca a ese callejón sin salida. Frágiles (cuya raíz es lo sensitivo y la sensibilidad) las Stephen han podido perpetuarse a través de su obra, pictórica y literaria, guiadas por una forma de ver y contar que les es propia y que, por fortuna divina, nos ha sido heredada en sus múltiples creaciones.
Quizás me aventuro demasiado pero creo que Ortega se sentiría orgulloso al escribir que estas dos mujeres han cumplido con los mandatos de su existencia, si es que el abrupto destino, cabe en las infinitas posibilidades de lo vital. En cualquier caso, que valga de cierre este hurra por aquella infancia que pergeñó tanta creatividad.