La irrupción en el cine de los 70 de Harry Callahan, ese policía de métodos muy particulares, violento, indisciplinado, socarrón, poco amigo de la burocracia y de los políticos, dicen que misógino, aseguran que racista, acusado de fascista entre otras lindezas, fue sin embargo más que rentable en las taquillas. Y en el cine, como siempre que la rentabilidad anda de por medio, se produjo un doble fenómeno: por un lado, las secuelas; por otro, las imitaciones. A las distintas continuaciones de la serie durante esa década y bien entrada la siguiente, se unieron actores como John Wayne, Gene Hackman, Paul Newman, Richard Roundtree o Charles Bronson, entre otros, y títulos como McQ, Brannigan, The French connection, Distrito apache: el Bronx, Shaft, o Kinjite para, más allá del desigual resultado final, conformar un subgénero con características propias dentro de la corriente del cine policíaco: convulsión social, barrios marginales, narcotráfico, bandas organizadas, violencia reflejada con crudeza, erotismo en mayor o menor medida, el conflicto racial, el difícil encaje de la población de origen inmigrante y una autoridad sin medios suficientes, incapaz de hacer cumplir la ley y de imponer el orden.
En Tras la huella del delito (Badge 373, Howard W. Koch, 1973), Robert Duvall interpreta a Eddie Ryan, un policía suspendido de empleo y sueldo después de que un narcotraficante puertorriqueño se haya precipitado desde una azotea al intentar detenerle durante un redada. Contratado como camarero en un bar de copas, la misma noche en que su antiguo compañero le hace una visita, éste es asesinado a puñaladas fuera de su distrito. Ryan se lanza a investigar su muerte al margen de la policía y descubre que mantenía una relación adúltera con una prostituta puertorriqueña, también asesinada. Las pesquisas de Ryan le llevan a una oscura organización independentista y a una trama de tráfico de armas que pretende provocar un levantamiento armado en Puerto Rico contra la autoridad estadounidense.
Howard W. Koch, productor veterano y ocasional director de telefilmes y series de televisión que más tarde llegaría a ser presidente de la Academia de Hollywood a finales de la década, dirige un thriller convencional, repleto de tensión y violencia, salpicado de algunos lugares comunes y algo falto de brío y de tensión. Así ocurre, por ejemplo, en la larga secuencia en la que un grupo de pandilleros, tras una larga carrera a pie, obliga a Ryan a escapar conduciendo un autobús y es perseguido en varios coches robados: mal rodada y montada, busca la espectacularidad y la perfección técnica de algunos éxitos coetáneos pero su desarrollo resulta decepcionante y su desenlace narrativamente inocuo. Otro tanto puede decirse de la trama de investigación, no demasiado elaborada, y de la secuencia de la conclusión, que cae en la tentación “justiciera” de buena parte de las películas del mismo género.
La película anda algo más entonada al tratar el conflicto de fondo, las dificultades de integración de la minoría puertorriqueña en la vida política, económica, social y cultural norteamericana como resultado de la colonización estadounidense de la isla: malos trabajos o desempleo, drogadicción, violencia callejera, marginalidad… Particularmente curiosa para el espectador español es la referencia a los puertorriqueños como Spanish, así como que el villano de la historia, Sweet William (Henry Darrow), evoque explícitamente a Lope de Vega, Machado u Ortega y Gasset como pilares culturales de su identidad, o a Pasionaria y la Guerra Civil española como parte de su pasado hispano.
Con todo, la interpretación de Robert Duvall en un papel a priori distante de sus cualidades y de sus más conocidos registros como actor es el mayor aliciente para acercarse a este policíaco coyuntural, fruto de una época y de una moda cinematográfica que ha caducado con el paso del tiempo y la asunción de otros roles por parte la población hispana, especialmente en el mundo del espectáculo.