Entre los estrenos anunciados para este primer jueves de septiembre, figura ¡Vivan las antípodas! que en principio se exhibirá en las ciudades de Buenos Aires (cines Gaumont y Malba), Rosario (El Cairo) y Córdoba (Hugo del Carril). El desembarco ocurrirá casi un año después de una primera proyección en el último Festival Internacional de Cine de Mar del Plata; de hecho el documental de Víctor Kossakovsky inauguró la 26ª edición que tuvo lugar en noviembre pasado.
Al mando de esta coproducción argentina, chilena, alemana y holandesa, el realizador ruso se propuso ilustrar el concepto de “antípodas” a partir de cuatro líneas rectas planetarias imaginarias. La primera une Villaguay (Entre Ríos, Argentina) y Shanghai (China). La segunda, las Torres del Paine (Chile) y el lago Baikal (Rusia). La tercera, Big Island (Hawai) y Botsuana. La cuarta, Miraflores de la Sierra (España) y Castlepoint (Nueva Zelanda).
La experiencia es gratificante por partida doble. Desde un punto de vista estético, gracias a la hermosa fotografía que captura rincones de los ocho paisajes y a una banda sonora rica en matices melódicos. En términos narrativos, porque la cámara sabe encontrar el equilibrio justo entre las características universales y regionales de nuestra condición humana.
Kossakovsky musicaliza el recorrido por un barrio popular shanghaiano con nuestro valsesito “Desde el alma“, y nada parece desentonar. Lo mismo sucede cuando ensambla planos generales del lago Baikal con imágenes de la patagonia chilena, o cuando alterna la atención de su cámara entre la mariposa española y la ballena neocelandesa, o cuando pinta marcas de lava hawaiana en el suelo de la sabana africana.
El mensaje es claro… Los antagonismos geográficos son apenas circunstanciales: una particularidad espacial que no altera ni la belleza de la naturaleza ni las características esenciales del Hombre contemporáneo.
Dicho esto, el documental dista de aportar agua al molino de la globalización. Nuestra riqueza radica en lo que tenemos en común pero también en lo que nos diferencia: la bendita diversidad. De ahí, por ejemplo, el fresco impecable de parte de nuestra idiosincrasia encarnada en los hermanos entrerrianos que custodian un puente (“soy como un lavarropas; me manejan las mujeres”, bromean con la chispa típica que supo explotar Luis Landriscina).
Sin dudas, el de Kossakovsky es un film con sentido geográfico, antropológico, filosófico. Además de contrariar los prejuicios que suele fijar (y alentar) la distancia, provoca una saludable sensación de hermandad mundial.