Dulcería mexicana para el dìa de los muertos. Foto: rulasmx
(Al filo de los días). Resulta obvio y evidente, pero por ello también en peligro de ser olvidado, en estos tiempos en los que la catarata informativa parece haberse desprendido, a beneficio de inventario (signifique los que signifique esta cláusula), del uso del sentido común. La riquísima dulcería asociada a la fiesta de los muertos, tal vez la más variada y exquisita de todas e igualmente importante en numerosas culturas, no es otra cosa que la concreción por vía de los hechos del principio universal del impulso vital (el ser que se empeña en perseverar en su ser, como lo enunció más o menos Spinoza). Y, de paso, pero a renglón seguido, una manera precisa, efectiva, irrefutable de hacer verdad la vieja máxima, no sé si epicúrea pero sin duda vitalista, que sostiene algo tan radicalmente prosaico pero insoslayable como la clara consigna que nos conmina a todos los de este lado, ay, provisional pero aún duradero: «¡El muerto al hoyo y el vivo al bollo!». Al bollo, a los buñuelos, los huesos de santo, la empanadillas rellenas de cabello de ángel, el marron glacé... Estamos vivos de milagro.