Revista Cultura y Ocio
El sol se puso rápidamente detrás de los edificios y las penumbras avanzaron sin pausa sobre el parque. La niña miró en derredor, y sintiendo un tenue escalofrío recorriendo su cuerpo, se preguntó dónde estaban todos. Había pasado toda la tarde sentada en su hamaca preferida, observando a los otros niños. Ella no comprendía cómo todos se habían ido y ella no lo había notado. En sus pupilas había quedado grabado el paisaje infantil que tanto le gustaba. Niños felices, corriendo, gritando y riendo, bajo la severa pero siempre amorosa mirada de sus madres. Cada uno de ellos lucía en su rostro, manos, cabello y ropa las marcas de la verdadera felicidad: las manchas de los dulces, los helados y los caramelos, las ropas llenas de arena y pasto, los cabellos revueltos y con coronas de hojas secas... todo aquello que sus madres estaban más que dispuestas a tolerar ya que significaban una sola cosa: infancia plena, sana y feliz. Sin embargo, ella no lucia de esa manera. Su cabello lacio y castaño estaba sujeto con suma prolijidad con un delicado moño blanco; su rostro delgado y pálido perfectamente aseado, dejando al descubierto la pequeña nariz de proporciones exactas, ojos azules, largas pestañas y las mejillas apenas rosadas... sólo apenas. Y sus ropas y zapatos brillaban por su inmaculada pulcritud. Ella siguió balanceándose en su hamaca preferida viendo cómo el ocaso llegaba a su fin, para darle la bienvenida a la noche; una noche sin luna, pero con muchas estrellas... una noche especialmente silenciosa y serena. Las sombras –apenas sesgadas por los faros dispuestos en el parque-, estrujaron su corazón y sobresaltaron sus sentidos en un sinfín de oscuros secretos recitados con malicia en sus oídos. De pronto, y casi sin darse cuenta sintió la cruel necesidad de volver a casa, de estrecharse en los brazos de su madre. Ella sabia que su madre la perdonaría por no regresar temprano, cuando el sol todavía la mantendría a resguardo en su luminosa calidez. Su madre... su amorosa madre... la única guía en su vida; quien estaba allí cuando ella lloraba en las noches por la ausencia de su padre; quien desde hacía dos años se encerraba en el baño a sollozar. Entonces, se bajó de su hamaca y luego de alisarse la falda y corroborar que su moño seguía en su lugar, abandonó el parque. Sus pasos la llevaron por calles oscuras, en las cuales un frío inusual y místico la envolvía, tratando de convencerla de quedarse allí, con los duendes y demonios de las penumbras; luego las calles se tornaron más luminosas, en donde un semáforo la invitaba a juguetear con los intermitentes cambios de rojo, amarillo y verde. Ella hizo caso omiso de todo, pues su único deseo era llegar a casa. Estaba segura que su madre –luego de regañarla- le daría una gran taza de chocolate caliente acompañada de un beso... y luego... luego la acompañaría a su habitación, la arroparía con cariño y le leería uno de sus cuentos favoritos.
Al llegar a su casa, vio a su madre en la cocina, sentada a la mesa y con una taza de té entre sus manos. Su rostro –demacrado, pálido y envejecido-, evidenciaba un eterno cansancio y un inimaginable dolor, y sus ojos entrecerrados dejaban escapar las lágrimas de toda una vida. La niña se acercó a su madre y quiso tocarla, abrazarla y besarla; decirle cuanto sentía el haberse quedado hasta tan tarde en el parque; decirle que no lo haría nunca más. Sin embargo, no se atrevió. Sus piernas se quedaron tiesas, como adosadas al piso y sus brazos colgaron sin más, despojados de vida. Entonces, en ese momento sus ojos recayeron en la mesa. Allí, delante del rostro de su madre había una fotografía... una fotografía de su padre y una niña de cabello castaño y ojos azules. La inquietud y curiosidad la llevaron a acercarse más para desentrañar la identidad de esa niña. En ese instante se dio cuenta que era ella. La fotografía había sido tomada en un parque, un caluroso verano durante las vacaciones familiares. El dolor se apoderó de su pequeño corazón al recordar esos días felices, cuando su familia estaba completa... cuando los domingos salían los tres a pasear, iban al cine o al parque y entre risas y helados le sonreían a las demás familias. Pero todo eso había quedado en el pasado. Luego de la muerte de su padre no hubo más domingos en el parque, ni sonrisas, ni helados... nada. Solo lágrimas y tristeza por doquier. La niña vio que su madre suspiró y abandonó la mesa, dejando la taza vacía y la fotografía sin espectador. Ella la siguió a través del living, y al pasar por su habitación se sintió sola. Allí vio su cama perfectamente tendida, su escritorio bien ordenado, las cortinas cerradas. Todo estaba en orden, como si ella no hubiera estado allí en mucho tiempo. Una rabia y desolación desconocidas para ella, la colmaron de pies a cabeza y la llevaron a la habitación de su madre. La vio acostada y llorando sin consuelo, aferrada a la almohada con desesperación, furia y abatimiento a la vez... En ese instante la niña comprendió lo que sucedía, y recordó todo. Desde hacía dos años, trataba de volver a casa, pasando por el semáforo que la había visto con vida por última vez...
Volver a casa by Silvana Rimabau is licensed under a Creative Commons Attribution-NonCommercial-NoDerivatives 4.0 International License.