Hace unos días mi tío Antonio, rojiblanco que bajaba de la mano con mi padre y mi abuelo al Metropolitano, falleció por culpa de un cáncer. Mi padre nos contó a mi hermano y a mí como pocos días antes de morir, mi tío se despertó y le pidió a mi padre que le contara algo del Atleti. Prácticamente no podía hablar y no tenía fuerzas, pero hizo el esfuerzo por saber de su equipo del alma.Poco después de la incineración, mi hermano, mi padre y yo estuvimos hablando con mis primos y, como no podía ser de otra manera, del Atleti. Ese día me dí cuenta que hacía muchos, muchos, muchos años que no veía un partido de fútbol en el Calderón con mi hermano y quería tener un recuerdo de adulto de ese momento y pensé que a la primera oportunidad que surgiera se lo plantearía… y esa oportunidad surgió en el partido de ayer.
Este artículo lo ha escrito mi hermano Luis, al que le debo mi pasión por este equipo, y me siento muy orgulloso de publicarlo. Un millón de gracias. Estoy seguro que lo vais a disfrutar.
Hacía ya bastantes años – quizás demasiados – que no iba al estadio Vicente Calderón a ver jugar a mi Atlético de Madrid. ¿Motivos? Pues diferentes circunstancias que ahora no viene a cuento reseñar. Pero, por descontado, quiero dejar claro que esa ausencia nunca supuso menoscabo o desmedro de mi sentimiento rojiblanco (para los de la LOGSE, que nunca deje de sentir pasión irracional por el Atleti), si no todo lo contrario.El caso es que el sábado anterior al partido con el Sporting de Gijón, mi querido hermano pequeño Carlos, a la sazón creador y sostenedor de este blog, me ofreció la posibilidad de acompañarle a ver el encuentro, aprovechando el abono de un amigo que no iba poder asistir por motivos laborales. Yo, que cuando las cosas me pillan de sopetón y sin tener preparado un Plan “B” tengo tendencia a adoptar una postura algo “tortuguera”, en principio no mostré un entusiasmo excesivo, e incluso le dije que seguramente no iría, argumentando alguna excusa peregrina.Por supuesto, Carlos no insistió más e incluso me tranquilizó diciendo que no me preocupara y que no había ningún tipo de compromiso –me conoce demasiado bien…–, pero yo ví que en el fondo se había quedado algo chafado, pues le apetecía ir conmigo al campo.Desde ese momento no dejé de darle vueltas al asunto, y a medida que lo iba pensando más y más, mis reticencias iniciales comenzaron a derrumbarse. El caso es que este equipo remozado y bajo la dirección de Gregorio Manzano había empezado con buen pie, y la victoria anterior ante el Racing de Santander hacía presagiar una tarde gloriosa. Pero lo que finalmente me hizo cambiar de opinión fue, en primer lugar, la ilusión que tenía mi hermano por que le acompañara, y en segundo, el hecho de que, sentenciado como está ya el Calderón y teniendo en cuenta mis espaciadas asistencias, ésta pudiera suponer mi última visita y, por tanto, mi despedida de tan entrañable lugar.Así las cosas, cuando Carlos me llamó para confirmar si iba, le dije que sí rotundamente. Y pude sentir su alegría cuando escuchó mis palabras. Dicho y hecho. Quedamos en la estación de Metro de Pirámides a eso de las siete y media, con la perspectiva de pasar juntos una buena tarde de fútbol, lo cual no ocurría desde hacía mucho tiempo.El miércoles a eso de las seis comencé a prepararme, utilizando como fondo ambiental Motivos de un Sentimiento, el himno que compuso Joaquín Sabina para el centenario. Debo reconocer que siempre que oigo este himno se me saltan los lagrimones, e inmediatamente sentí como la emoción empezaba a recorrer todo mi cuerpo, mientras escuchaba esas estrofas cargadas de sentimiento y de realidad atletista (en la versión rock, que para eso uno es “viejo rockero” además de “viejo colchonero”).Tengo una camiseta rojiblanca de las que llevaban la publicidad de Idea Electrodomésticos, pero decidí no ponérmela al pensar que podría desentonar por ser demasiado antigua. Lo malo es que al final, pude comprobar que allí se llevan prendas de todo tipo y de toda época, así que hice un poco el idiota. Qué le vamos a hacer… Lo mismo pasó con mi venerable bufanda, a la que yo llamo cariñosamente “La Harapienta” y que conservo desde mi juventud. Es de esas que había antes, como de punto calado, sólo con las rayas rojas y blancas e impreso por encima en azul tanto el escudo como el nombre del equipo. Y está sin lavar desde que celebré con ella el doblete allá por el 1995… ¡Señor, señor, que tiempos! También tengo una bufanda conmemorativa de cuando ganamos la Europa League y que me trajo mi hermano como recuerdo de Hamburgo, pero esa es una reliquia cuasi sagrada y de momento no saldrá de casa.Así pues, me puse mi polo azul de la Fundación Atlético de Madrid, discreto a la par que significado, y salí de casa henchido (para los de la LOGSE, lleno) de entusiasmo. Yo vivo a quince minutos del Manzanares, así que decidí bajar andando, y desde ese momento dio comienzo un aluvión de recuerdos y sentimientos que hacía tiempo no experimentaba. Cuando hay partido, por mi calle bajan muchísimos aficionados camino del estadio, y yo me introduje en esa riada humana, sintiéndome inmediatamente integrado en lo que los estadounidenses llamarían “a band of brothers”. Camisetas, bufandas, banderas… Señas de identidad fraterna y de hermandad. Aún así, y a pesar de la euforia, de pronto me asaltó un funesto pensamiento: ¿Y si perdemos? Tendría mala baba que después de tanto tiempo sin venir, hoy nos derrotaran. ¡Que ya conoces a tu Atleti…! Pero en seguida llegué a la conclusión de que incluso eso, con todo lo malo que pudiera ser, estaba incluido en la idiosincrasia (para los de la LOGSE, manera de ser propia y distintiva de un individuo o de una colectividad) del seguidor colchonero, abnegado, sufrido y acostumbrado a los reveses de la vida futbolística, así que decidí que, pasara lo que pasara, había que tirar “pa´lante” y disfrutar del momento. Carpe Diem y Alea Jacta Est, que dirían los romanos.De esta forma llegué a la glorieta de Marqués de Vadillo, cruce el Puente de Toledo y me encamine a la estación de Pirámides. Allí ya había un gran gentío, una marea rojiblanca que lentamente se iba dirigiendo hacia el Paseo de los Melancólicos. Después de reunirme con mi hermano y darnos un abrazo, nosotros también nos fundimos en ese grupo y así llegamos hasta el Vicente Calderón. Y ahí llegó otra sacudida de emoción, pues a pesar de que he pasado por las inmediaciones del campo muchas veces, no es lo mismo hacerlo cuando hay partido y la parroquia colchonera está en pleno apogeo. Como a Carlos le gusta entrar cuando el partido está a punto de empezar, y para respetar sus tradiciones, nos pedimos un mini de menta poleo (¿o era vodka con limón?) y nos lo bebimos tranquilamente, charlando de “furgol” y de otras diversas cuestiones.Cuando quedaban unos diez minutos para que empezara el encuentro, entramos al estadio y accedimos a nuestras localidades. Subí algo emocionado los escalones que llevan al vomitorio –que no es un sitio para devolver, si no la puerta de acceso a las gradas–, mientras veía hacerse cada vez más grande ese recuadro de luz y color, mientras oía a los aficionados gritar y cantar, y cuando por fin salí, llegó el segundo y más fuerte golpe de emotividad. Todos los recuerdos de infancia volvieron a mi mente, y me ví de niño, sentado con mi padre en aquellos graderíos mágicos de color rojo, blanco y azul; rememoré muchos partidos de Liga o de Copa, pero sobre todos aquellos del Trofeo “Villa de Madrid”, que se jugaban con equipos como el San Lorenzo de Almagro o el Peñarol de Montevideo, y que al tener lugar en verano, eran una curiosa mezcla entre espectáculo circense y excursión al campo. Y no pude evitar sentir un nudo en la garganta y un cálido humedecimiento en los ojos.Nada más acomodarnos, mi hermano empezó a saludar a la gente que había en las localidades adyacentes (para los de la LOGSE, los asientos que había al lado, delante y detrás de los nuestros) y a hablarme sobre ellos. Muchos años de compartir penas y alegrías, sonrisas y lágrimas los había convertido en una especie de gran familia, donde todos saben de todos y se profesan un afecto muy especial. Evidentemente, y como ocurre en todas las familias, también hay algún que otro “pariente bobo”, pero al ser colchoneros, se perdona el bollo por el coscorrón.Cuando el Atlético de Madrid saltó al terreno de juego, ovación cerrada, como es preceptivo. Cuando saltó el Sporting, tan sólo unos tímidos gritos. Por cierto, el equipo gijonés salió con la equipación completamente blanca. ¿Ganas de provocar? No lo sé, pero os aseguro que yo disfruté aún más al ganar a unos tíos vestidos de “amerengados”. A las ocho, Iturralde – árbitro presumido y nefasto donde los haya, como demostró aquella misma tarde – pitó el comienzo del partido, y a pesar de que al principio costó un poco asentarse en el campo, el Atleti comenzó a jugar bien. De entrada faltaban algunos jugadores, por lesión o porque Manzano prefirió reservarlos para el partido con el Barça (Diego Ribas, Perea, Adrian, Mario Suarez, Reyes…), pero aún así, los que salieron (Miranda, Filipe Luis, Gabi, Arda Turán…) lo hicieron bastante bien. Y Courtois, aunque tuvo poco trabajo, estuvo acertado en sus intervenciones. Pero el que se salió de madre fue Radamel Falcao, “el Tigre”. No sólo es un rematador nato, con un guante en vez de pie y que de cabeza vaya de lujo, si no que además es un jugador de equipo, muy luchador y que no da un balón por perdido hasta que traspasa la línea. ¿Kun Agüero? ¿Quién coño era el Kun Agüero?. Ayer metió dos goles preciosos; todos creíamos que había logrado su segundo “hat-trick” seguido, pero, al parecer, el primer gol se lo concedieron al jugador del Sporting en propia puerta. Pero eso da igual, el caso es que con otro golito del capitán Domínguez, al final vencimos 4-0 y los aficionados colchoneros nos fuimos a casa con un sabor de boca muy dulce, tras haber disfrutado de una entrega, de un pundonor y de un buen juego que hacia tiempo no se veía por estos lares. Tengo el pálpito de que este equipo nos va a dar muchas satisfacciones, y, de momento, ya han conseguido devolver la ilusión a una afición que, a pesar de ser fiel y sufridora hasta la médula, ya empezaba a mostrar signos de desánimo. En definitiva, fue uno de los mejores momentos que he vivido en los últimos años. Tan sólo me faltó una cosa, y es haber tenido sentado a nuestro lado a mi buen amigo Dieguete, madrileño de nacimiento, alicantino de adopción y colchonero hasta las trancas. Aunque es una de sus mayores ilusiones, a él le resulta muy complicado venir al Vicente Calderón, y sé que hubiera disfrutado mucho ayer. Pero en fin, otra vez será. Asimismo, quiero darle las gracias a mi hermano Carlos por haber propiciado tan maravillosa experiencia, y, por descontado, a su amigo Javi, de cuya ausencia me aproveché yo.Luis G.P.