Es inevitable volver una y otra vez a él, de lo contrario únicamente nos estaríamos ahorrando una dicha necesaria, una sacudida en la conciencia que siempre viene bien. Su capacidad de transmisión y su forma de escupirnos su mensaje, que nos da de lleno, es encomiable. La repetición de sus temas no actúa en detrimento de su excelencia, sino más bien lo contrario: dibuja, desde múltiples prismas, las preocupaciones y las angustias del ser humano. Nos referimos, por supuesto, a Franz Kafka: ese pesado compañero al que hay que volver de vez en cuando, para caer quizás en la angustia pero, también, para reconocer los motivos de su aparición. Recientemente comentábamos las impresiones de Sin novedad en el frente, como fresco de esa gran tragedia de la primera guerra definida como “total”; hoy retornamos a este austríaco que, publicando su obra entre las dos primeras décadas del siglo XX y de forma póstuma, nos legó unas historias referentes de todo un siglo. No en vano se ha calificado a Kafka como la “voz del siglo XX”. Es de agradecer a su amigo Max Brod que no hiciera caso a Kafka en su deseo de destruir toda su obra: ¡Nuestra civilización habría lamentado tal pérdida!
Son bien conocidos sus obras clásicas y algunos de sus cuentos, siendo estos últimos verdaderos mensajes hechos de pura dinamita para atentar contra nuestras conciencias. En algunos de sus cuentos hay símbolos reiterados como el caso del camino, siendo este una forma de unir dos lugares; no obstante, los personajes de Kafka no suelen encontrar el destino y sus pasos se encuentran con obstáculos insalvables: las puertas no se abren, el camino es pedregoso, la compañía no ayuda. La lucha de Kafka es pasiva: el personaje no se rebela, no suele mostrar felicidad y, a veces, ni siquiera angustia ante una situación incomprensible. Kafka no es Sísifo que, como sugirió Camus, podía llegar a tener un momento feliz en el último momento del ascenso de la colina; Kafka ve un destino terrible e inexorable. A pesar de ello hay algún personaje que quiere huir de esa realidad insoportable, como es el caso de La partida donde, pese a la incomprensión de su criado, un chico decide huir del poblado a caballo para alcanzar su meta. Es posible que en la mente de Kafka se vislumbrase su destino fatal, como puede verse en Una pequeña fábula, del que podemos ver una animación. El ratón se siente preso en un mundo que ha sido grande pero se ha tornado pequeño, insuficiente para él. El pequeño animal es vulnerable, como los cuerpos de los personajes de Kafka; no tiene rumbo, sólo puede volver hacia atrás como le señala una voz. Deshacer su camino sólo lleva a la muerte: la caza por el gato. Es una sociedad insegura cuyo fin es la muerte animalizada, como la de Josef K. en El proceso, que murió “como un perro”.
Estas dos últimas historias corresponden a extremos antagónicos: una cierta esperanza en lograr encontrar un camino por el que alejarse rápidamente, y el terrible final de la muerte. En Un golpe en la puerta del cortijo nos deja con la duda: ¿qué le ocurrirá al personaje? Éste ha sido culpado por el único delito cometido por su hermana de tocar una puerta en el camino —aunque existe la duda de si llegó la puerta del destino fatal— y, ante tal transgresión, el destino está claro: la cárcel, la celda. El personaje sigue creyendo en su inocencia, en que se resolverá todo; pero bien sabe el lector que no ocurrirá así, que su final será como Josef K., que nunca sabrá por qué ha sido encarcelado.
Los personajes de Kafka son protagonistas de las ruinas de una civilización y son extraños entre sí: se sienten ajenos y alienados porque no comprenden los mecanismos de una modernidad que no les es propia. Son abúlicos ante la propia muerte, son precursores del existencialismo de aquel personaje de Albert Camus que no siente ni un ápice de tristeza al conocer la muerte de su madre. Sus personajes son infelices, como ocurre en Ser infeliz, historia que encarna en su totalidad el adjetivo atribuido a su autor. La historia desarrollada carece de sentido discernible para nosotros pero sí cumple su función: da cuenta del miedo del personaje, del sinsentido del espacio cerrado violado por un extraño, de la inseguridad de aquel que tropieza con su propia vida, del terror de sentirse escuchado. La puerta vuelve a tener su función diferenciando espacios, construyendo mundos aislados y desconectados, cubículos de existencias independientes. Esa puerta se puede abrir para traer el miedo, pero también se puede cerrar e imposibilitar cualquier esperanza, como ocurre en Ante la ley.
Los personajes de Kafka resuenan en nosotros y nos turban, nos sacuden, nos ilustran un siglo desastroso; por eso, este autor fue concebido como “avisador del fuego” por Walter Benjamin: anunciaba una catástrofe venidera personificada en la depresión económica, el ascenso del fascismo y del nazismo, la desorientación social. Pero no sólo es profeta de tiempos venideros, sino testigo de unos felices años 20 llenos de contradicciones. No sería el único en dar este tipo de respuestas y en agitar nuestras conciencias: también Max Weber llamó la atención sobre el desencanto de un mundo racionalizado, mecanizado y burocratizado donde el individuo no se realiza, sino que cae en una “jaula de hierro” que rompe la libertad; o Sigmund Freud, en 1930 con El malestar en la cultura, donde daría cuenta del malestar inherente al sujeto, la agresividad insatisfecha por los impulsos, la falta de soluciones definitivas y el equilibrio roto entre el principio de vida y el principio de muerte. Todas estas propuestas y productos culturales, desde diferentes puntos de vista, arrojan luz a problemas e interrogantes que habitaron en las conciencias de estos autores y que hoy deberían habitar en las nuestras.