Sobre los méritos del profesor
Hace unos días ordené un cajón en el que quedaban algunas reliquias de mi adolescencia. Entre regalos de la Súper POP, anillos oxidados y fotos de carnet con las cejas sin depilar, encontré una hoja de papel reciclado que contenía una lista de propuestas para leer aquel verano de mis trece años, todas ellas de literatura juvenil reciente y adecuada a nuestra edad, nada de clásicos. Correspondía a la asignatura de catalán e iba acompañada de títulos de cuadernillos de ortografía y un mensaje de buenos deseos para los próximos meses.
Ah, los deberes para las vacaciones, eso que en primaria cumplía a rajatabla y luego, en el instituto, no recuerdo haber hecho jamás porque los mismos docentes eran conscientes de la actitud de los alumnos y como mucho nos sugerían libros, sin obligarnos a presentar nada el próximo mes de septiembre. Aun así, a mí me gustaba leer y, aunque no recuerdo si fue exactamente en aquellas fechas, hay tres novelas de aquel listado que leí y me gustaron mucho; también hay una que me aburrió, pero claro, ¡ni siquiera los profesores pueden acertar siempre!
Cuando pensamos en el trabajo que realizan los profes para inculcar el amor por la lectura, solo nos vienen a la cabeza las obras obligatorias y los comentarios de literatura. Ahora bien, si intentamos ir más allá de los límites definidos por el sistema educativo, seguro que veremos mucho más y mejor, como ese directorio de libros juveniles que nos facilitaron para aquellos meses de calor.
Otro ejemplo que trasciende las barreras son las recomendaciones espontáneas en clase, a raíz del extracto de un ejercicio o simplemente de un momento de iluminación. De este modo recuerdo haber llegado a La casa de los espíritus, La joven de la perla y Seda, tres novelas adultas (pero aptas para adolescentes a partir de cierta edad) que mi profesora de castellano tuvo la brillante idea de aconsejarnos cuando rondábamos los dieciséis años. Las tres me encantaron y no solo eso, sino que me abrieron las puertas a tres autores de los que he querido buscar más por mi cuenta.
Por otro lado, recuerdo con un gran cariño aquellos certámenes literarios que se organizan por Sant Jordi en los que se premia a los ganadores con un libro. Yo gané varios y, en general, aquellas elecciones me gustaron mucho: desde una historia llena de ingenio a una de corte realista con mucha intriga, pasando por algunos clásicos universales de Julio Verne. Todas ellas reunían las cualidades suficientes para convencer a adolescentes muy diversos.
Pero esas ganas de transmitirnos la pasión por la lectura no se limitan a sugerencias de títulos concretos: un tutor que lucha por mantener a flote una biblioteca escolar fría y abandonada también tiene mucho mérito, a pesar de que la mayor parte de los estudiantes solo la visiten por obligación y pasen por alto su esfuerzo. En cualquier caso, está claro que no se puede exigir que todos se conviertan en grandes lectores; el amor por esta afición debe surgir de uno mismo cuando prueba una trama de ficción tan exquisita que le hace querer más.
Con estas palabras quiero hacer mi particular homenaje a los profesores, a los que tuve yo y a los demás: no dejéis nunca de aportar vuestro granito de arena aunque sea a partir de recomendaciones y propuestas que se salen del plan de estudios. La literatura no es un pasatiempo tan extendido como la televisión, pero algunos alumnos os escuchamos, anotamos mentalmente lo que decís y agradecemos que saquéis esa vertiente más personal. Vuestro trabajo vale la pena, no lo dudéis nunca.