A las cinco y media, (recordemos que nos habiamos dormido a las nueve de la noche) me desperté de nuevo. Vagueé en la cama escuchando podcasts hasta que a las siete y media, cuando atisbé por las cortinillas y vi que estaba saliendo el sol decidí despertar a mis compañeros para aprovechar el día. «Venga, arriba, ha salido el sol y no sabemos cuanto durará». En lo que me maldecían y se desperezaban salí de la caravana para inspeccionar nuestra parcela. La mañana era increíble, toda la vegetación, los árboles, los arbustos, los helechos gigantes, las flores, los musgos, los líquenes resplandecían goteando los restos de la lluvia nocturna. Desde la caravana, un sendero mínimo conducía a una pequeña explanada con nuestra mesa de picnic y la pequeña playita en la ribera del río. En medio del cauce, un tronco de unos 30 metros de largo estaba encallado. En la otra orilla, un bosque tan impenetrable como el que estábamos nosotros brillaba mientras la ladera subía hacia la cumbre. El sonido del río, el goteo de la lluvia, los pájaros. Esa mañana fue la primera vez que pensé que este iba a ser el viaje de nuestras vidas, que aunque solo fuera por esa vista, por esa mañana, todo lo demás merecería la pena. Pensé en que no quería que se me olvidará nada, y me empeñé en fijar todo pero especialmente lo que no sale en las fotos, en mi memoria. Quería recordar la sensación de estar lejos de todo, tan lejos que nada importa más que lo más importante: mis hijas, mis amigos, mi familia, estar bien. Quería recordar la sensación de emocionarme con la naturaleza y de, al mismo tiempo, ser consciente de que es imposible aprehenderla, absorberla, hacerla tuya. Lo único que puedes hacer es admirarla, adorarla, asombrarte por su magnificencia y belleza.
Pensé, en pijama frente al río, que nunca en mi vida había dormido en un sitio tan bonito, tan especial y tan salvaje. Supe, una vez más, la suerte que tengo. Hacía tan bueno, comparado con la noche anterior, que los convencí para desayunar en el claro mientras los árboles goteaban sobre nuestros cereales y un ratoncillo de campo, con una cola larguísima, husmeaba entre nuestros pies. Sorprendentemente, a mi hija Clara el ratón le pareció "asqueroso". Digo sorprendentemente porque a ella todos los animales le parecen siempre monísimos: perros, gatos, elefantes, capibaras, conejos, patos, todos, incluía una babosa gigante que habíamos visto el día anterior y de la que dijo: «mirad, es que es monísima, con sus bigotitos y todo». Los demás abogamos en favor del ratón de campo frente a la babosa que es un bicho asqueroso y para nada monísimo.Tras el desayuno recogimos lo más rápido que pudimos para intentar aprovechar los claros entre las nubes que sabíamos no iban a durar mucho. Queríamos subir hasta el Heather Meadows Visitor Center para, desde allí, hacer alguna ruta a los lagos de la zona y subir a Artist Point para disfrutar de la vista de Mont Baker y Mont Shuksan. Cuando llegamos allí a las nueve y cuarto de la mañana descubrimos que la carretera a Artist Point y la mayoría de los senderos estaban cerrados por nieve. Sí, por nieve en julio. Las rutas podían hacerse pero con equipamiento de montaña que, lamentablemente, no teníamos. Cuando digo que había nieve, no penséis que me refiero a algunas manchitas de nieve, hablo de 3 metros de nieve. Dimos un paseo por la zona, disfrutamos de la vista y esperamos a que abrieran el centro de visitantes para poder ver la exposición y el edificio. Mientras esperábamos para entrar, charlando de cualquier tontería, se nos acercó un señor con su hija y nos preguntó de dónde éramos. (Aclaro que un español en Washigton es algo muy exótico, pero mucho. Aclaro también que cuando decíamos que eras de España, mucha gente nos contestaba: «ah, yo estuve en Alemanía con el ejército» o «conozco Paris» que por otro lado, es como cuando aquí alguien dice que es de Los Ángeles y nosotros contestamos «yo tengo un amigo en Nueva York», todo un poco ridículo pero bienintencionado). Al saber que éramos de España, nos sorprendió contándonos que él había estado de luna de miel, diez años, antes en España. «Estuvimos en Barcelona, Sevilla, un sitio de playa cerca de Sevilla y creo que llegamos a Madrid. Sí, me suena que allí cogimos un tren a Sevilla. Tenéis los mejores trenes del mundo».
A las diez en punto abrió el centro de visitantes que es un chalet alpino de madera, construído por el Civil Conservation Corps (ir a la entrada anterior para saber qué es esto) en los años 20. Es de madera y grandes ventanales que dan al valle con unas vistas increíbles. Solo abre de julio (depende de la nieve, este año acababa de abrir) a octubre porque no tiene luz, no tiene agua y, el 4 de julio tenían encendida la chimenea para tratar de caldear el ambiente. Es alta montaña salvaje de verdad. Brujuleamos por la exposición, hicimos fotos y entramos en la tienda de regalos donde comenzó nuestra compra de las postales que acompañan estos posts y que han terminado pegadas en mis diarios. Yo, además, me compré una gorra muy chula tratando de parecerme a Meryl Streep. Esa mañana, mientras reflexionaba en la orilla del río, me había acordado de la peli que tiene bajando por un río con Kevin Bacon haciendo de malísimo. En el camino de bajada, el sol consiguió hacerse paso entre las nubes y en un momento dado, disfrutamos de una vista impresionante del Mont Shuksan. Por cierto, en este parque natural, justo donde tomamos la foto que pongo aquí, hay una estación de esquí. Para llegar hasta aquí hay desde el lugar habitado más cercano en el que puedes alojarte, más de una hora, hora y media de coche. Pensé que tienes que ser muy aficionado al esquí para venir hasta aquí y que la estación debe de ser impresionante de bonita y estar siempre bastante tolerable de gente. Recorrimos la carretera que habíamos atravesado el día anterior, ahora con menos niebla y sin lluvia, disfrutando, una vez más del paisaje. Nuestro siguiente destino estaba hacia el este y el trayecto era largo, sobre todo para ir en caravana. Había tráfico intenso porque era el 4 de julio, lunes, y aunque festivo, supusimos que mucha gente volvería a casa porque al día siguiente tocaba trabajar. Nos cruzamos con muchísimas caravanas enormes, autobuses que son como caravanas y que, a su vez, remolcan coches. Nos dejaba impresionados que sepan circular con esos trastos y nos dejaba intrigados saber dónde guardarían esas monstruosidades cuando llegan a casa. «Si tienes un jardín tan enorme como para que te quepa un autobus, ¿para que te vas de camping?» Al final, nos acostumbramos tanto a ver estos auténticos pisos portátiles que dejaron de llamarnos la atención.De camino paramos en el parking de un centro comercial a comernos unos bocadillos y descansar un rato. Inciso logístico.- Aprovecho para comentar que en USA no puedes acampar para dormir con la caravana donde te dé la gana, solo puedes hacerlo en un camping, ya sea privado o público, o en el aparcamiento de un Wallmart. Algunos campings se pueden reservar por internet (nosotros los llevábamos todos reservados desde España) y otros tienen política de "el primero que llega, es el que coge sitio". Los precios oscilan muchísimo. Los públicos, en parques nacionales que son los más bonitos, cuestan 20$ la noche por spot, esto significa que puedes meter dos vehículos y hasta seis personas. Los privados depende de los servicios que tengan, varían entre 40 y 80$. Fin del inciso logístico.
La Cascade route que recorríamos hacia el este atraviesa un paisaje que se parecía, que a nosotros nos recordaba, ligeramente al que conocemos del Valle de Benasque y alrededores. Va atravesando pueblos que no son realmente más que casas a los dos lados de la carretera. No imagineís nucleos urbanos con casas antiguas, iglesias o plazas centenarias. Los primeros colonos blancos llegaron al Estado de Washington hacia 1850, es decir, antes de ayer. No les ha dado tiempo a hacer nada histórico. Eso sí, la carretera corre todo el tiempo paralela a un río, el que sea, mientras vas subiendo, casi sin darte cuenta, hasta el Steven Pass, un paso de montaña, con otra estación de esquí que da paso al este de la Cordillera de las Cascadas. Esta zona también es montañosa pero no es tan salvaje como la parte norte de la que veníamos, goza de un clima más seco porque las montañas paran las nubes que llegan desde el Pacífico y es menos salvaje porque es en esta zona a dónde primero llegaron los colonos que venían del este. En las laderas de estos valles se asentaron las primeras familias, los primeros núcleos urbanos y las primeras industrias madereras. Además, por esta zona pasa el tren que viene del este y llega a Seattle. Al descender del Steven Pass nos dimos cuenta de que el río que transcurría paralelo a la carretera corría al revés, en dirección este, hacia el interior del continente, en vez de hacia el Pacífico como todos los que habíamos visto hasta ese momento. Como esta zona es más abierta y más civilizada, teníamos wifi y aprovechamos para buscarlo. Era el río Wenatchee que transcurre hacia el este para desembocar en el Río Columbia, uno de los más grandes del continente que sí desemboca en el Pacífico. Pero ya llegaremos a eso.
A media tarde llegamos a nuestro destino, el pueblo de Leavenworth. Lo habíamos añadido a la ruta por petición de Clara. Durante todo el año, en el instituto, mucha gente le había hablado del pueblo, de su festival, de sus casitas y tenía muchas ganas de ir. «Mamá, es como un pueblito alemán en medio de Estados Unidos». Efectivamente, Leavenworth es como un pueblo bávaro pero ahí se queda toda la gracia, en el "es como". Yo había pensado que tendría un aire alemán por el origen de sus primeros colonos pero para nada. Todos los edificios del pueblo tienen un aire bávaro. Cuando digo todos quiero decir que absolutamente todos lo tiene: la grafía del Macdonalds es de aire bávaro, el banco, la farmacia, la inmobiliaria, el hotel, el colegio, el ayuntamiento, todo tiene los rótulos en tipografía que identificas como bávara. ¿De dónde viene este afán? Pues paseando por la calle principal y leyendo los paneles informativos descubrimos que Leavenworth surgió a mediados del siglo XIX gracias a la importante industria maderera que se estaba dedicando a talar los bosques de la zona. En aquella época se talaron inmensas masas boscosas con árboles de setencientos, ochocientos años, cuyos troncos se enviaban a las ciudades por el río. Por entonces solo vivían ahí, en barracones, los obreros de la industria. A finales del siglo XIX la Great North Railway comenzó a construir una ruta ferroviaria que, viniendo del este, se encaminaba hacia el Steven Pass siguiendo el río Wenatchee, entonces, a orillas del río, surgió Leavenworth que disfrutó de una época de esplendor que duró hasta que durante la gran depresión de los años 20 y 30, la Great North Railway trasladó la mayoría de su actividad a la ciudad de Wenatchee (a media hora) y Leavenworth empezó a decaer.¿Por qué cuento todo esto? Porque importa. La ciudad perdía importancia, industria, población hasta que en los años 60, algunos de sus habitantes viajaron a Europa, concretamente a ¡sorpresa! la zona de Baviera y volvieron con la idea de que si en Europa esas ciudades tenían tanto turismo, lo único que tenían que hacer era hacerse bávaros. El entorno alpino, la lluvia, la nieve y los bosques ya los tenían, era cuestión de transformar la arquitectura. Y dicho y hecho. Pagaría por leer las actas del ayuntamiento y las trifulcas y dudas de los vecinos hasta que aprendieron a construir y decorar en estilo bávaro. Actualmente Leavenwroth es un sitio curioso. El pueblo no es muy grande pero tiene mucho comercio, muchos restaurantes y bares porque es un gran destino turístico. En verano porque tiene muy buen clima y hay lagos, ríos, excursiones y mil cosas para hacer y en invierno porque se puede esquiar y en Navidad montan un festival impresionante, como de peli navideña de Antena 3. Además los suelos son muy fértiles y las manzanas de la zona son, por lo visto, muy famosas. (Por cierto, hemos comido muchisimas cerezas en este viaje. Todas cultivadas en Washigton y Oregon y debo decir que eran espectaculares de ricas)
Tras pasear por el pueblo y entrar en una libreria a comprar más postales y un libro para Clara (Farenheit 451 de Ray Bradbury que si no habéis leído no sé que estáis haciendo con vuestras vidas), nos fuimos a dar una vuelta por un paseo que tienen pegado al río Wenatchee. Allí, descubrimos un misterio. A lo largo del paseo y en alguna otra zona de camino a la caravana, encontramos misteriosos pares de chanclas abandonados. No hablo de uno, ni dos, ni tres. Varios. Esta majadería nos dió, por supuesto, para elucubrar, que en Leavenworth actuan unos extraterrestres, que si te ven en chanclas, te abducen dejando solo, como prueba de tu existencia terrenal, el par de chanclas. Nuestro camping a las afueras de Leavenworth era privado, con todos los servicios y estaba bastante lleno. Por supuesto estaba a la orilla del río Wenatchee y tenía una playita. A nosotros nos interesaron más las duchas. Como era el 4 de julio, pensamos queen el camping habría celebración, fiesta, risas, himno, algo, pero nada. Todo el mundo estaba muy tranquilo. Ese día, por la carretera, habíamos visto montones de puestos de venta de fuegos artificiales y montones de carteles de "prohibidos fuegos artificiales" en una sucesión un poco loca. En nuestro camping estaba prohibídisimo usar fuegos artificiales y cuando preguntamos dónde podían verse nos informaron de que había un espectáculo en Wenatchee, a 25 minutos. Ya instalados nos dio mucha pereza asi que nos duchamos y celebramos el 4 de julio cenando hamburguesas, nachos y helado al aire libre.Mañana más.