Tito Tricot.- Nada saben los que pregonan la volatilidad de la palabra, su absurda forma o su modo de ser. El agua se las lleva fácilmente, dicen sonrientes los agoreros de siempre, esos que visten de oscuro en las tardes estivales y de piedra en cualquier invierno. Pero las palabras se urden en estalactitas deslumbrantes, tan cristalinas que dan ganas de llorar. Allí se quedan nombrando lo innombrable, los pesares de amores imposibles y la transparencia de ángeles vírgenes. Desde sus rincones de hielo trazan la historia de dioses tan poderosos que ensombrecen el alma a golpes de miedo. Pero también designan los besos dulces de amantes escondidos, los estertores del primer amor, las caricias de los ancianos, la mirada de un niño. Todo lo nombran, pues para ello nacieron las palabras, aunque algunas mueren en el camino devoradas por la gula modernizante, surgen otras más fuertes, más perecederas, quizás inmortales. Como la palabra mapuche que ha sido acosada desde siglos por palabras extrañas vestidas de coraza y yelmo. Nadie sabe cómo ha pervivido en medio de tanto asalto, tanto odio, tanta persecución implacable. Pero ahí está, herida, magullada y erguida, como las buenas palabras que arrebolan el amanecer sureño con gotas de rocío.
Y, en medio de la noche, surge la palabra chilena que, desconfiada y arrogante, confronta a la palabra mapuche; la mira por sobre el hombro, pues no se atreve a mirarla a los ojos, porque teme a la lámina de vidrio que le reflejará su propia indianidad. Por eso la palabra chilena se oculta, se irrita, se desconcierta, pierde la memoria. Ambas provienen de la caverna de las palabras, del útero de las voces, de sonido gutural ungido en verbo exquisito, por eso parecen palabras iguales, pero son tan distintas que se relacionan en conflicto: Conflicto mapuche, lo llama la palabra chilena. Conflicto chileno lo nombra la palabra mapuche. Conflicto chileno-mapuche, dirán otras palabras, acaso más certeras.
¿Cómo entender dicho conflicto, cómo saber el porqué de la brega de dos palabras tan antiguas como el viento que, a pesar de estar unidas por el vientre original, son tan distantes?
Quizás ayude a comprenderlo la historia de 4 relojes de arena y 2 palabras. Si no es así, les pido disculpas, pero creo que las cosas hay que contarlas cómo sea y dónde sea.
En tiempos antiguos, los relojes eran más y más potentes que la palabra. Y la palabra se sentía cohibida y angustiada de no poder ser palabra. El primer reloj comenzó a andar allá en los albores de la modernidad, cuando todo estaba cambiando en Europa: el pensamiento, la religión, la economía, la ciencia, la vida. El siglo 15 dicen que fue; otros dicen que en el siglo 16, otros más el siglo 17. Pero, al final no importa el siglo, sino el que todo empezó a cambiar muy rápidamente. El pasado se transformó en futuro, la mirada era hacia adelante y no hacia atrás; cambió la concepción de mundo. El hombre, dicen, se convirtió en un ser racional que todo lo reflexionaba: ya no le engañaban ni dioses, ni reyes, ni paraísos imposibles. Todo era movimiento, un movimiento sísmico que remeció las tradiciones, las certezas, la sociedad entera. Al hombre le prometieron un futuro de libertad, progreso y riquezas.
También el reloj se movía y la arena caía aceleradamente, sin pausa caía. Y la palabra asustada, agobiada, miraba desde una esquina lo que sucedía. Era pobre la palabra, vivía en una aldea en el campo y le quitaron la poca tierra que tenía y tuvo que emigrar a la ciudad y ahí la convirtieron en obrera a la fuerza. Quería decir algo y la acallaban a golpes. Organizaba huelgas y la acribillaban una y otra vez. Y la palabra queriendo gritar y los dueños de las fábricas queriéndola silenciar, porque les incomodaba la palabra que, después de todo, sólo quería ser ella misma. Pero antes que la palabra pudiera ser palabra, asomó el segundo reloj de arena para ser testigo de otros cambios, profundas transformaciones, que transfigurarían el mundo para siempre, decían. Y los españoles se arrimaron a América o Abya Yala, como la designan los pueblos originarios. Por la violencia llegaron, por la violencia se ganó la independencia y por la violencia se constituyó el Estado-nación chileno. Y el Estado dijo la misma palabra europea: civilización, orden y progreso.
Y la palabra mapuche sin entender, porque ella seguía sin poder decir lo que quería, que no era poco. Quería decir que parecía que algo andaba mal, que el progreso y la libertad no eran para todos. Y la seguían acallando a golpes, y la palabra porfiada, como son las palabras cuando tienen la razón, murmuraba furiosa escondida en un bosque de araucarias. Es que las cosas hay que contarlas, porque no se cuentan solas, decía en medio de la lluvia sureña. Clandestina estaba la palabra por querer solo ser ella misma. Y el segundo reloj implacable seguía perdiendo arena y ganando confianza y ganando tierra, y ganando dinero. Y ya poco o nada se hablaba de la libertad y del progreso y de un futuro augusto para todos. Menos aún para los mapuche, porque –como clamaba la palabra chilena: “es cierto que el bárbaro es valiente; pero ¿qué salvaje no lo es? Es cierto que el indio defiende su suelo; pero lo defiende porque odia la civilización, ódia la lei, el sacerdocio, la enseñanza. La patria que él defiende es la de su libre i sanguinaria holgazanería, no la santa patria del corazón, herencia de nuestros mayores, santificada por sus leyes, sus tradiciones i sus tumbas”
En el parlamento chileno, en el parlamento de la civilización se decía esta palabra. Y también signaba que había “llegado el momento de emprender seriamente la campaña contra esa raza soberbia y sanguinaria, cuya sola presencia es una amenaza palpitante, una angustia para las riquezas de las ricas provincias del sur”. El diario El Mercurio lo decía. Y la palabra se vistió de militar y despojó al mapuche del 90% de su territorio y creó 3 mil campos de concentración donde lanzó sin misericordia al mapuche y su palabra. Y el reloj sin detenerse, y el desconcierto inicial de la palabra se convirtió para siempre en rabia, en movimiento, pero otro tipo de movimiento: un movimiento social que aglutinaba a muchas palabras, a millares de palabras. Y la palabra mapuche supo que no estaba sola.
Pero apareció el tercer reloj y le llamaron globalización, entonces el reloj fue un reloj inmensurable, con más arena, porque los ricos necesitaban todo el tiempo del mundo, todo el tiempo del universo para seguir enriqueciéndose. Querían otros relojes, infinitos, relojes nucleares demandaban. Y armaban diarios y radios, televisoras e internet para decir sus palabras que eran las palabras de la globalización, de la riqueza, de la injusticia, de la mentira, de la uniformidad cultural, de la exclusión. Palabras influyentes, eran. Y la palabra chilena, por no ser menos, aportaba su grano de arena al tercer reloj, inventando el modelo neoliberal, desarrollando la industria forestal en territorio mapuche. ¡¿Qué importa?! decía la palabra chilena, después de todo aquí no se trata de aniquilar a los mapuche, sino que de anexarlos a la modernidad. Es decir, un retorno al primer reloj, a la modernidad que prometía el progreso.
En este misma gramática parda, la palabra chilena del presidente de la Corporación de la Madera, Fernando Raga, espeta: “si tuviéramos un área tranquila, tendríamos la posibilidad de que otras compañías aparecieran, fortaleciendo el sector...por otra parte, la sociedad debe defenderse y hay que cumplir la ley”. O sea, un retorno al segundo reloj y a la palabra de El Mercurio cuando expresaba el imperativo de ocupar el País mapuche para expoliar sus riquezas. Y la riqueza está en tierra mapuche, por ello la palabra racista chilena es iterada una y otra vez para convencernos que la palabra mapuche es arcaica, primitiva, incivilizada, porque “todo lo ha gastado la naturaleza en desarrollar su cuerpo, mientras que su inteligencia ha quedado a la par de los animales de rapiña, cuyas cualidades posee en alto grado, no habiendo tenido jamás una emoción moral”. El Mercurio decimonónico lo decía. Y dos siglos después, repite lo mismo, ahora en la palabra de Juan Agustín Figueroa, ex ministro de agricultura del gobierno del presidente Aylwin, cuando indica que “la propiedad no vale nada. Muchos agricultores han vendido a Conadi. Conadi ha entregado tierras y se han convertido en eriales. El mapuche culturalmente nunca ha sido un agricultor. No se dedica a esta actividad. Se han ido produciendo bolsones de propiedad mapuche, de presencia mapuche y bolsones de violencia mapuche. Esta política de entrega de tierras ha sido el error más craso…”
Y el tercer reloj continúa desperdigando lentamente, muy lentamente, sus dorados granos, porque no quiere que termine el tiempo de los tiempos. Por eso hay que fortalecer la palabra chilena, para que la arena se vuelva densa, espesa, como el racismo del ex presidente de la Sociedad Nacional de Agricultura, Andrés Santa Cruz, quien ha sostenido que no entiende “esa distinción que se hace respecto del pueblo mapuche. Ellos son chilenos de origen mapuche, tal como existen chilenos de origen alemán, español o italiano. ¡Son todos chilenos, mi amigo, y por eso se tienen que atener a las leyes chilenas! Ahora, si no les gusta, entonces váyanse. Ese es mi consejo. ¡Váyanse!”. Entonces la palabra mapuche se queda, se asienta más, se enardece, se territorializa, se fortalece ante la agresión wingka que busca, una vez más, como afirma el ex presidente Sebastián Piñera, incorporarlos “definitivamente al ciclo económico y que sea un ente que logre gozar de la prosperidad". Y la palabra mapuche grita que se niega a reciclar, pero –al mismo tiempo– con la curiosidad de los pájaros en primavera, se pregunta: ¿Y cómo piensan los wingka que lograrán hacernos gozar de su prosperidad? La respuesta proviene del mismo Figueroa quien asevera que “respecto de algunas comunas sería posible una declaración de estado de excepción y aplicar medidas de carácter político-represivo”.
Entonces surge el cuarto reloj, el reloj telúrico, el reloj del movimiento, de todos los movimientos sociales. Y la palabra chilena le llama conflicto mapuche y la palabra mapuche le denomina el conflicto chileno con sus raíces, su identidad, su indianidad. La palabra chilena no quiere nombrarse como mapuche o indígena, sino que como blanco. Como wingka.
La palabra mapuche se convierte en movimiento, pues le arrebataron su tierra, le usurparon su territorio, le intentaron pulverizar su cultura, su Mundo y su País. Y la palabra chilena y la palabra mapuche se enfrentan en un conflicto desigual. Y el Estado chileno se queda sin palabras y por eso no logra entender que los movimientos sociales surgen ante un conflicto irresoluto, por la incapacidad de las instituciones de responder a demandas sociales. Son actores colectivos de carácter heterogéneo, constructores de identidad que interpelan el sistema de relaciones sociales dominantes y actúan predominantemente a través de medios no convencionales de lucha. Además, construyen relatos alternativos a los relatos dominantes. Construyen una palabra alternativa a la palabra chilena.
Y la palabra mapuche señala que la conflictividad es de la esencia de un movimiento. No hay movimiento social sin conflicto. Y la modernidad nació de un conflicto, de un gran cataclismo entre la sociedad tradicional y la sociedad moderna que comenzaba a asomar por entre los intersticios de la antigua época.
Y el cuarto reloj se mueve, se estremece, se esperanza, se vuelve a mover. Y la palabra chilena remite al orden, al estado de derecho, a la ley. Y la palabra mapuche a la lucha de un País ocupado, el País mapuche ocupado militarmente por un país extranjero: el país chileno.
La palabra mapuche designa a la autonomía, a derechos colectivos, a una nación libre. La palabra chilena niega la autonomía, a los derechos colectivos, a una nación libre.
Y así se escribe el conflicto chileno-mapuche, mientras el cuarto reloj, el reloj tectónico, el reloj movimental se acelera, esparciendo su arena al viento, porque la palabra mapuche se tomó por asalto el primer reloj, se tomó por asalto el segundo reloj y se tomó por asalto el tercer reloj y los dio vuelta para que todo empezara de nuevo y así poder comenzar a contar su propia historia, que, finalmente, es la historia de tres relojes de arena que albergaron a palabras que no las dejaban ser.
Hasta que apareció el cuarto reloj y la palabra mapuche supo que ya no estaba sola: eran cientos, eran miles de palabras que se convirtieron en oraciones y en oraciones de oraciones, porque las cosas hay que contarlas, como sea y donde sea. Y la palabra mapuche y la palabra chilena de muchos chilenos no son tan distintas, pero sí hay que enunciar y denunciar aquella palabra chilena dominante, la palabra del poder que originó el conflicto chileno-mapuche y que es una palabra racista que no tiene cabida en el reloj de la historia.
Dr. Tito Tricot - Sociólogo, Director Centro de Estudios de América Latina y el Caribe -CEALC
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