BRASILEÑOS Y PORTUGUESES QUE HOY SE encuentran en las panaderías de São Paulo y en los restaurantes de Lisboa, toman cerveza juntos en las playas de Natal y Fortaleza, confraternizan en los partidos del Vasco de Gama en Rio de Janeiro o se deleitan con las mismas telenovelas y miniseries de TV retransmitidas en las dos orillas del Atlántico no tienen idea del clima de odio y enfrentamiento que envolvió a estos dos pueblos el año de la Independencia de Brasil. Mientras en la metrópoli y en su antigua colonia crecía la radicalización de los discursos y escritos, en las calles las personas eran cazadas a golpe de porra y puntapiés o incluso asesinadas a sangre fría. "Empapad la tierra con la sangre de los tiranos portugueses", pregonaba el médico y periodista Cipriano Barata en el periódico Sentinela da Liberdade en abril de 1823. "Desgarrad de una vez las entrañas de esos monstruos".
La semana del Día de la Permanencia - Dia do Fico, en Brasil -, grupos armados de portugueses recorrían las calles de Rio de Janeiro en actitud desafiante ante los brasileños que apoyaban la decisión del príncipe regente de contrariar a las cortes de Lisboa y permanecer en Brasil. "Esta cabronada se lleva a palos", gritaban. En Bahía, la procesión de la tradicional fiesta de San José, santo patrón de los comerciantes portugueses, fue dispersada el día 19 de marzo de 1822 por una lluvia de piedras lanzadas desde lo alto de los mogotes por hijos de esclavos, supuestamente por órdenes de sus señores brasileños. Dos días después, oficiales y soldados lusitanos fueron nuevamente abucheados y obligados a huir bajo una granizada de piedras disparada en el barranco de los Zapateros. Respondieron rompiendo cristales de ventanas y farolas en las calles o atrincherándose en casas y edificios públicos con las armas en la mano.
Mientras tanto, una pintoresca guerra paralela, sin armas, ocurría en las páginas de los periódicos y en las oficinas de registro de nacimientos. Estaba caracterizada por actitudes simbólicas, como el cambio de nombres portugueses por denominaciones indígenas de árboles y animales silvestres para mostrar la adhesión a la causa brasileña. En Bahía, el periodista y abogado negro Francisco Gomes Brandão, futuro vizconde de Jequitinhonha, pasó a firmar como Francisco Gê Acaiaba de Moctezuma con el objetivo de "animar al pueblo y hacer bien visible el resentimiento baiano contra los lusitanos y [...] probar su firme adhesión a la causa de Brasil". La elección del nuevo nombre agasajaba simultáneamente a una tribu indígena (Gê), a un árbol brasileño (Acaiaba) y al penúltimo emperador azteca de Méjico (Moctezuma), capturado por el conquistador español Hernán Cortés. En las páginas del periódico Volantim del 30 de octubre de 1822, casi toda la tripulación y los pasajeros del navío Bonfim, recién llegado de Pernambuco al puerto de Rio de Janeiro, también anunciaban el cambio de nombres. El sacerdote Antônio de Sousa, de Alagoas, avisaba que de allí en adelante sería conocido por Antônio Cabra-Bode. El maestro Joaquim José da Silva pasó a firmar como Joaquim José da Silva Jacaré. El piloto José Caetano de Mendonça añadió Jararaca al apellido. Su colega, José Maria Migués, también añadió al apellido portugués, Migués, el brasileño Bentevi y se justificó:
José Maria Migués, el piloto, anuncia públicamente que los sentimientos liberales con que la naturaleza lo dotó, y la terrible aversión que siempre tuvieron los honrados pernambucanos al monstruoso despotismo, no lo dejan dudar por más tiempo del desprecio que tiene a los viles sarcasmos de los portugueses falsamente denominados defensores de la libertad, una vez que el egoísmo que reina en corazones tan avaros intenta esclavizar al Imperio Diamantino y, queriendo el anunciante no discrepar de la unión sentimental con sus nobles, ruega a los señores brasileños y enemigos del despotismo lo reconozcan por José Maria Bentevi.
Un mito recurrente respecto de la Independencia de Brasil se refiere al carácter pacífico de la ruptura con Portugal. Según esa visión, todo se habría resumido a una negociación entre el rey don Juan VI y su hijo don Pedro con algunas escaramuzas aisladas y casi sin víctimas. Es un error. La Guerra de Independencia fue larga y extenuante. Duró 21 meses, entre febrero de 1822 y noviembre del año siguiente. En este periodo, miles de personas perdieron la vida en las rozas, colinas, mares y ríos en que se trabó el conflicto. El número de combatientes fue mayor que el de las guerras de liberación de la América española en la misma época. Sólo en Bahía cerca de 16 mil brasileños y 5 mil portugueses intercambiaron tiros durante un año y cuatro meses.
Desgraciadamente, no existen estadísticas fiables respecto del número de muertos, pero las evidencias indican haber sido mayor de lo que se imagina. En Piauí, entre doscientos y cuatrocientos brasileños cayeron en cinco horas de combate en la trágica y simbólica Batalla de Jenipapo, ocurrida el día 13 de marzo de 1823. En Bahía, de doscientas a trescientas personas murieron en las calles de Salvador entre los días 18 y 21 de febrero de 1822, pero curiosamente no se sabe el número de víctimas en la mayor de todas las batallas, la de Pirajá, trabada en los alrededores de la ciudad el día 8 de noviembre del mismo año. En este caso, existen vagas referencias a "más de doscientos enemigos" muertos - o sea, portugueses. Otros quinientos lusitanos habrían muerto en un ataque a la isla de Itaparica en enero de 1823. En Pará, 255 hombres murieron entre los días 20 y 21 de octubre de 1823 en las bodegas de un navío anclado en los muelles de Belém y convertido en prisión improvisada bajo el Sol abrasador de la Amazonía.
La suma de estos números imprecisos con informaciones todavía más confusas sobre los enfrentamientos en otras regiones hace razonable suponer que la Guerra de Independencia brasileña costó entre 2 mil y 3 mil víctimas. Es una cifra relativamente baja comparada con los 25 mil muertos de la Guerra de Independencia de Estados Unidos, de 1775 a 1783. Aun así, sería precipitado y simplista afirmar que la separación de Portugal resultó de un proceso pacífico y negociado entre la colonia y su antigua metrópoli.
La guerra fue entablada en dos frentes simultáneos. En el sur, las tropas portuguesas resistieron más de un año en Montevideo, capital de la provincia Cisplatina, entonces parte del Imperio brasileño. Sitiadas por el general Carlos Frederico Lecor, barón y futuro vizconde de Laguna, se rindieron el 18 de noviembre de 1823. El otro frente de combate se extendió por las regiones Norte y Nordeste, cuyas provincias se dividieron en 1822. Fuertes reductos de los comerciantes portugueses, Pará y Marañón simplemente ignoraron el Grito del Ipiranga y declararon apoyo ilimitado a las cortes de Lisboa. Piauí y Alagoas también permanecieron obedientes a Portugal por algún tiempo. Rio Grande do Norte y Ceará se sumergieron en un periodo de gran confusión, de cual saldrían fieles a Rio de Janeiro. Pernambuco se resistió, pero también se adhirió a la causa de don Pedro I. La suerte de la Independencia, sin embargo, se decidiría en Bahía, posición estratégica escogida por los portugueses para resistir y, en su caso, reconquistar a partir de allí las demás provincias consideradas rebeldes.
La ruptura formal entre Brasil y Portugal aconteció a comienzos de 1822, después del Día de la Permanencia, cuando las cortes declararon a don Pedro y a sus ministros rebeldes y comenzaron los preparativos militares para atacar la antigua colonia. El día 17 de junio, el representante brasileño en Londres, Felisberto Caldeira Brant Pontes, comunicó al gobierno de Rio de Janeiro que seiscientos hombres armados en cuatro navíos habían salido de Lisboa hacia Bahía. El día 20 de agosto, un nuevo informe anunciaba la partida de 1.500 soldados a bordo de una escuadra armada que incluía al navío Dom João VI, con 74 cañones. El 18 de septiembre, una tercera expedición estaba siendo preparada con 2 mil hombres. En Londres circulaban rumores de que toda la guarnición portuguesa de Montevideo sería trasladada a Bahía, con el objetivo de hacer de Salvador una ciudad inexpugnable a los ataques brasileños.
Al tener conocimiento de noticias tan alarmantes, los brasileños se prepararon para la guerra. El día 1 de agosto de 1822, don Pedro y su gobierno declararon "enemigas" las tropas que fuesen enviadas de Portugal a Brasil. Lanchas y navíos portugueses tal vez capturados deberían ser incendiados o hundidos. El príncipe también determinaba la fortificación de los puntos más vulnerables y recomendaba que, en caso de desembarco exitoso de las tropas enemigas, las autoridades deberían recurrir a la "cruda guerra de cuarteles y guerrillas" mediante la retirada de poblaciones, rebaños y víveres hacia el interior, hasta la victoria final contra los invasores. El día 11 de diciembre, un decreto confiscó todos los bienes y propiedades de los portugueses que no se hubiesen adherido a la independencia. Al día siguiente, los navíos brasileños fueron autorizados a capturar en alta mar cualquier barco de bandera portuguesa y a apropiarse de la carga que transportasen.
Debido a la tardanza en las comunicaciones con Europa, la guerra en los primeros meses generó un juego del escondite, repleto de rumores, en que ninguno de los dos lados sabía exactamente lo que el adversario planeaba ni cuáles eran las fuerzas de que disponía. La única certeza era que tanto Portugal como Brasil se encontraban en estado de penuria, con las arcas públicas vacías y sin dinero para contratar y pagar oficiales y soldados, comprar armas y municiones y soportar un conflicto que exigía esfuerzos en ambos hemisferios.
En este enfrentamiento de desharrapados, sin embargo, Portugal tenía de inicio una ventaja: era un país centenario, organizado y reconocido por sus vecinos europeos, que le podían hipotecar apoyo político o ceder préstamos. Esa organización se extendía a Brasil, cuyas Fuerzas Armadas - aunque precarias - todavía eran portuguesas hasta la víspera de la Independencia. Toda la línea de mando, compuesta en su mayoría por oficiales nacidos en Portugal, respondía a las órdenes de Lisboa. Brasil, al contrario, comenzaba todo de cero. Hasta 1822, no tenía Ejército ni Marina de guerra. El propio gobierno, que acababa de constituirse con José Bonifacio al frente del Gabinete, funcionaba de forma desorganizada e improvisada. Las órdenes de Rio de Janeiro no eran acatadas por la mayoría de las provincias, todavía fieles a Portugal. Sin reconocimiento internacional, las perspectivas de apoyo diplomático eran nulas. Préstamos, sólo con intereses desorbitados.
El nuevo gobierno sabía que, en un territorio con más de 8 mil kilómetros de litoral y separado de la metrópoli por el océano Atlántico, el dominio de los mares sería absolutamente crucial para asegurar la Independencia. Era una lección que los colonos norteamericanos aprendieron rápidamente y que se reveló decisiva en la guerra contra Inglaterra. En diciembre de 1775, antes aún de la declaración de independencia, una de las primeras medidas del congreso de los Estados Unidos fue ordenar la construcción de trece cruceros con poder de fuego suficiente para enfrentarse a la poderosa Marina británica. La fuerza naval se constituyó desde entonces en un pilar estratégico de la defensa norteamericana. En 1814, los Estados Unidos botaron la primera embarcación militar movida a vapor, el Demologos, construido bajo la supervisión de Robert Fulton, inventor de la nueva tecnología. Seis años más tarde, en 1820, ya tenían el mayor barco de guerra del mundo, el North Carolina, con tres cubiertas y 102 cañones.
Brasil no tenía nada de esto. Según los cálculos del historiador naval británico Brian Vale, a comienzos de 1822 don Pedro podía contar con, como máximo, ocho navíos de guerra fiables con un total de doscientos cañones, mientras que los portugueses tenían catorce embarcaciones equipadas con el doble de poder de fuego. Además, controlaban Salvador, el principal polo de la industria naval portuguesa hasta entonces. En Rio de Janeiro, las instalaciones navales y un número considerable de embarcaciones portuguesas habían caído bajo control de los brasileños tras la expulsión de la División Auxiliadora del general Avilez. Todo esto, sin embargo, se encontraba en avanzado estado de abandono, con fortificaciones en ruinas, barcos semipodridos, cuerdas y maderamen carcomidos por el bálano y otros gusanos marinos.
La organización de una fuerza naval fiable y poderosa era, por lo tanto, la mayor prioridad del primer gabinete organizado por José Bonifacio. Embarcaciones de diseño anticuado, que habían llegado de Portugal con la corte en 1808 y estaban abandonadas en los muelles, fueron reparadas a toda prisa. Los listados comenzaron a recorrer el país con el objetivo de recoger fondos para la compra de navíos, armas y municiones. Para dar ejemplo, el emperador y la emperatriz hicieron las primeras donaciones. La respuesta fue inmediata. Era la primera vez que los brasileños se movilizaban en torno a una causa común. Hasta incluso personas humildes enviaban contribuciones a Rio de Janeiro, algunas de pequeño valor, pero muy simbólicas, como anillos de boda y noviazgo.
El día 12 de febrero de 1823, don Pedro entregó solemnemente al país el bricbarca Caboclo, de dieciocho cañones, primer buque comprado gracias a la cooperación nacional. Al mes siguiente, una barco más, la fragata Nightingale fue rebautizada como Guaraní e incorporada a las fuerzas imperiales con sus velas restauradas y la carga completa de carbón que traía de Inglaterra. En los diques de Rio de Janeiro el movimiento era incesante. El propio emperador solía pasar el día allí. Llegaba al amanecer, subía a los astilleros y distribuía órdenes hasta el anochecer.
Desgraciadamente, sólo voluntad y sacrificio no eran suficientes para vencer a Portugal. Además de precisar de un número mucho mayor de barcos, Brasil se enfrentaba con una dificultad adicional: faltaban oficiales y marineros para mandar y defender las embarcaciones. En esa época, había en el país cerca de 160 oficiales de marina, casi todos portugueses venidos con la corte de don Juan en 1808. Aparte de pocos, no eran de fiar. Nadie tenía la seguridad de cómo reaccionarían si se tuviesen que enfrentar a sus compatriotas en una batalla. Los temores se confirmaron en enero de 1823, cuando el primer oficial y la tripulación de la goleta Maria Teresa, encargados de proteger a otros tres barcos con armas y municiones destinadas a los brasileños de la provincia Cisplatina, se rebelaron, prendieron al comandante y entregaron los navíos y la carga a las fuerzas portuguesas acuarteladas en Montevideo.
Las dificultades del mar se reproducían en tierra. El Ejército brasileño heredó la estructura de las fuerzas portuguesas de la época de la colonia, organizadas en cuerpos de primera, segunda y tercera líneas. Las tropas de primera línea, formadas por militares profesionales que recibían un sueldo por permanecer en el servicio activo, estaban dominadas por oficiales fieles a Portugal. Las otras dos - segunda y tercera líneas - eran fuerzas de reserva, constituidas por regimientos de milicias y suplentes, sólo convocadas en caso de emergencia. Sus integrantes, en su mayoría brasileños, no recibían sueldo y normalmente formaban parte de los grupos de guardaespaldas o seguridad que los coroneles locales mantenían en sus haciendas. Aunque fuesen más leales a la causa brasileña que las tropas de primera línea, tenían la desventaja de estar mal entrenadas y estar dispersas por el territorio, sin un mando unificado y seguro.
Además, en todo Brasil predominaba una aversión generalizada al servicio militar. Los soldados eran reclutados de forma arbitraria por coroneles y caudillos locales. En las ciudades de Vila Rica (actual Ouro Preto), Sabará y São João del-Rei, hubo casos en que la población fue convocada para reunirse en la plaza central con la excusa de que allí habría una ceremonia religiosa o un comunicado importante. Al aproximarse, sin embargo, los chavales eran sorprendidos por los soldados de la corte que los enlazaban con cuerdas y los enviaban a Rio de Janeiro.
Los nuevos reclutas llegaban a la capital encadenados unos a otros por el cuello y vigilados por guardias a caballo. Algunos, los más rebeldes, llevaban también los pies esposados. Viajaban días seguidos sin comer. En 1826, ya bastante después de terminada la Guerra de Independencia, Ceará ofreció 3 mil reclutas al emperador. Embarcados para Rio de Janeiro en la bodega de un navío, 553 de ellos murieron de hambre y sed durante el viaje. En los cuarteles la disciplina era brutal. Los infractores y perezosos eran castigados con palizas, latigazos o planchadas (azotes con la hoja de la espada usada como plancha).
El pavor al servicio militar entre la población pobre del interior era tan grande que muchos jóvenes se amputaban dedos de los pies y de las manos en la tentativa de huir del reclutamiento. Por esta razón, un decreto del 7 de enero de 1824 ordenaba que no fuesen dispensados los candidatos que "tuvieren falta de dientes, de un dedo en la mano derecha o del ojo izquierdo". Quien tenía dinero o prestigio recurría a los jefes locales para obtener la dispensa. Al pasar por la ciudad de Castro, en Paraná, en 1820, el botánico francés Auguste de Saint-Hilaire encontró a los moradores locales en una gran agitación. Más de mil personas se habían refugiado en Rio Grande do Sul, intentando escapar al reclutamiento. "Las casas estaban vacías y abandonadas", registró el francés. "En la práctica, el reclutamiento forzado alcanzaba sólo a las clases más humildes y desprotegidas", explicó el historiador militar gaucho Juvêncio Saldanha Lemos. "Pero fueron esos hombres los que, humilde y anónimamente, ampararon la Independencia".
Sin tiempo, dinero ni condiciones de construir barcos y entrenar y reclutar hombres en territorio brasileño, la solución fue buscar refuerzos en Europa. El momento era particularmente favorable para este tipo de iniciativa. Con el final de las guerras napoleónicas, los países europeos eran un granero de buenos oficiales, marineros y navíos militares. En 1822, Inglaterra tenía 134 navíos de guerra en los mares, menos del 20% de los 713 encargados en 1813, cuando Napoleón estaba en el auge de su poder. El resto de la flota permanecía ocioso en los puertos. De los 5.450 oficiales, el 90% estaba desempleado o vivía en régimen de medio sueldo.
Fue en ese manantial en el que el brasileño Felisberto Caldeira Brant Pontes comenzó su pesquería. Las ofertas brasileñas no eran de las mejores. Un teniente recibiría ocho libras esterlinas al mes, un tercio menos de lo que ganaba en la Marina británica en tiempo de guerra. En compensación, tendría un contrato de, como mínimo, cinco años. Al final de este plazo, si optase por volver a Inglaterra, tendría derecho a una pensión vitalicia equivalente a la mitad del salario en activo. En septiembre de 1822, Brant informó desde Londres que un antiguo oficial británico, James Thompson, había ofrecido dos fragatas equipadas con armamento, oficiales y marineros. José Bonifacio mandó comprar las dos. Un mes más tarde, Brant recibió instrucciones para comprar cuatro más pagando con préstamos o bonos del tesoro nacional.
La compra de barcos y la contratación de mercenarios dieron algún respiro a las esperanzas brasileñas, pero presentaban un nuevo problema. En 1819, para evitar la evasión de oficiales y marineros, Inglaterra había promulgado una ley - llamada Foreign Enlistment Act - prohibiendo que sus ciudadanos prestasen servicios a gobiernos extranjeros en calidad de mercenarios. Preveía sanciones tanto para los infractores ingleses como para los países envueltos en esas contrataciones. Siendo Inglaterra la principal potencia marítima y económica del planeta, todo cuidado era poco. Medidas semejantes fueron adoptadas en otros países como Austria, Prusia y Suiza.
Para burlar estas leyes, los representantes brasileños comenzaron a reclutar mercenarios bajo el disfraz de colonos agricultores. En los documentos, los marineros eran identificados como "trabajadores", mientras que los oficiales aparecían como "supervisores" o "capataces". Al ser enviado a Europa, en agosto de 1822, el alemán Jorge Antonio von Schäffer, amigo y prestamista de la emperatriz Leopoldina, recibió de José Bonifacio instrucciones para contratar "tiradores que bajo el disfraz de colonos serán transportados a Brasil, donde deberán servir como militares por espacio de seis años". Muchos de los contratados, sin embargo, no eran tiradores ni mercenarios profesionales. Eran simples campesinos pobres que embarcaban para Brasil engañados por falsas promesas.
En anuncios publicados en los periódicos alemanes, el astuto Schäffer prometió cielos y tierra en nombre del emperador brasileño a quien estuviese dispuesto a emigrar a Brasil. Los beneficios incluían viaje pagado, un buen lote de tierras, subsidio diario en dinero del gobierno los dos primeros años, caballos, bueyes, ovejas y otros animales, en proporción al número de componentes de cada familia, concesión inmediata de la ciudadanía brasileña, libertad de culto religioso y exención de impuestos durante diez años. Era todo mentira. Al llegar a Brasil, los alemanes reclutados por Schäffer descubrían que, antes de tomar posesión de tan soñada tierra, irían a la guerra. Muchos murieron mientras sus familias esperaban meses antes de ser enviadas a São Leopoldo, en Rio Grande do Sul. Dejadas en la miseria, sólo la firmeza y el espíritu de solidaridad las salvaron de la indigencia o de la muerte mientras esperaban en vano que padres y maridos volviesen de los campos de batalla.
La Guerra de Independencia fue decidida por la bravura de los patriotas brasileños, de los colonos y mercenarios extranjeros, pero también por un cambio abrupto en el rumbo de la política portuguesa. En julio de 1823, llegaron de Europa noticias de que las cortes constitucionales de Lisboa habían sido destituidas después de una rebelión encabezada por el infante don Miguel, hermano menor de don Pedro. Como resultado, el rey don Juan VI era nuevamente restituido en sus poderes de monarca absoluto.
Para los adeptos al constitucionalismo portugués de las provincias del Norte y Nordeste de Brasil fue un jarro de agua fría. La causa por la que habían luchado durante los meses anteriores se disolvió en el aire. La inesperada mudanza en la antigua metrópoli significaba que estaban entregados a su propia suerte. A partir de aquel momento, no recibirían más apoyo militar, financiero o político del otro lado del Atlántico. Mientras tanto, en Rio de Janeiro, el gobierno de don Pedro I se fortalecía con cada nueva victoria militar o adhesión cosechada en las provincias hasta entonces resistentes. Ese mismo mes de julio, los portugueses evacuaron Salvador, donde habían resistido durante un año y cuatro meses. Enseguida, fue el turno para que Marañón y Pará se adhirieran al Brasil monárquico e independiente.
La historia de la rendición portuguesa en las provincias del Norte y del Nordeste estuvo marcada por la presencia del almirante Lord Thomas Cochrane, un escocés loco por el dinero y héroe maldito de la Independencia de Brasil.
Laurentino Gomes