Revista Opinión

XI. 1822: Loco por el dinero.

Publicado el 11 enero 2018 por Flybird @Juancorbibar

XI. 1822: Loco por el dinero.

EN UNA VISITA OFICIAL A LA abadía de Westminster, en Londres, en su condición de presidente de la República de Brasil, el marañonense José Sarney se acercó a una tumba de 1860 situada en el suelo de la parte central de la nave y, sin que sus acompañantes lo percibiesen, pisó con firmeza sobre la lápida. Acto seguido, mirando al nombre grabado en el mármol, susurró: “¡Corsario!”. Fue un momento de ira y venganza. “La pisé, y con gusto”, contó Sarney a un interlocutor tras volver a Brasil. “Es un sujeto por el que no tengo ninguna simpatía”, reforzó en un artículo periodístico. ¿Qué habría hecho el misterioso ocupante del túmulo para merecer un tratamiento tan irrespetuoso por parte de un presidente brasileño?

     Sepultado a los 84 años con honores en Westminster, el escocés Thomas Alexander Cochrane es al mismo tiempo héroe y villano de la Independencia brasileña. El más famoso de los mercenarios contratados por don Pedro, fue el primer almirante de la hasta entonces desorganizada e ineficiente Marina de guerra brasileña. Bajo la mira de sus cañones, las fuerzas portuguesas se rindieron en Bahía, Marañón y Pará, evitando que en 1823 Brasil se fragmentase en dos o tres países menores. También con su ayuda, el naciente imperio brasileño consiguió vencer al año siguiente a la Confederación del Ecuador, movimiento de tendencia republicana y separatista organizado en Pernambuco con el apoyo de los estados vecinos. A pesar de estos grandes hechos, hoy su legado es motivo de controversia entre los brasileños.

     Lord Cochrane, como fue conocido en su época, es particularmente odiado en San Luis de Marañón, ciudad que saqueó sin pudor durante la Guerra de Independencia. “¡Cochrane, falso libertador del norte!”, lo definió el historiador Hermínio de Brito Conde en una obra publicada en 1929. “Es un nombre sombrío ligado a la historia de la ciudad”, añadió Astolfo Serra, autor de la Guía histórica y sentimental de São Luís de Maranhão. “Fue simplemente esto en San Luis: ¡un auténtico pirata! No liberó la ciudad, la saqueó brutalmente”. Las críticas se repiten en el sur del país. “Ningún justo reconocimiento cabe a su nombre (Cochrane) por parte de la posteridad de Brasil”, fulminó el historiador Francisco Adolpho de Varnhagen. Aún siendo el primer almirante de la Armada nacional, está situado en el Museo Naval, de la calle Don Manuel en el centro de Rio de Janeiro, en un minúsculo cuadro junto a la galería que narra hechos y personajes de la historia de la Marina brasileña. Nunca, en casi doscientos años, un barco de guerra brasileño importante fue bautizado con su nombre.

     En la época de la Independencia, Cochrane era una celebridad internacional, comparable hoy a los grandes astros de Hollywood. O, en una comparación más próxima a los brasileños, al rey Pelé en los campos de fútbol y a Ayrton Senna en las pistas de Fórmula 1. Héroe de los mares, alto, delgado, rubio e intrépido, sus hazañas eran celebradas en romances y folletines, discutidas en los periódicos británicos y blanco de la envidia y curiosidad en todo el mundo. Su ascensión rumbo al estrellato comenzó como oficial de la Real Marina Británica durante las guerras napoleónicas. Su primera hazaña ocurrió en 1800. Con apenas 25 años, al mando de la goleta Speedy – una embarcación equipada con catorce pequeños cañones y 84 marineros, relativamente modesta ante los grandes navíos de guerra de la época – consiguió capturar al navío español El Gamo, un barco mucho mayor, armado con 32 cañones de grueso calibre y una tripulación de trescientos hombres.

     Promovido a comandante de la fragata Pallas, le amargó la vida al emperador Napoleón Bonaparte en el mar Mediterráneo imponiendo derrotas humillantes a la escuadra francesa. Ya en el primer viaje capturó tantos navíos franceses y españoles que sus cargas, distribuidas entre la tripulación como botín de guerra, le produjeron una recompensa de 75 mil libras esterlinas – trescientas veces el salario que recibía de la Marina británica y el equivalente a 30 millones de reales actualmente. Mantuvo las costas de España y Francia en tal estado de alarma que se granjeó del propio Napoleón el apodo de “Le Loup de Mer” (Lobo de los Mares, en francés). Más tarde sería contratado como mercenario para luchar en las guerras de independencia de Chile y Perú, contra los españoles; de Brasil, contra los portugueses; y de Grecia, contra los turcos del Imperio Otomano. En todas ellas su actuación fue decisiva.

     Una de sus especialidades era embestir contra flotas de navíos mucho mayores y mejor equipados usando barcos incendiarios que, al entrar en contacto con el enemigo, explotaban y dispersaban llamas en todas direcciones. En la era de la navegación a vela los navíos de guerra eran altamente vulnerables al fuego. Construidos en madera, con el casco revestido de alquitrán, velas de paño, cuerdas untadas con grasa para facilitar su manejo y depósitos repletos de pólvora, casi todo podía entrar en combustión y saltar por los aires en segundos. Cochrane sabía aprovecharse de esta vulnerabilidad como nadie. Curioso e interesado en las nuevas tecnologías, también fue un gran inventor. Sus innovaciones incluían lámparas de convoy usadas en navíos, propulsores a vapor, máquinas de alta presión y armas químicas.

     Otras características, no obstante, contribuyeron a añadir a su fama un trazo de polémica. Cochrane era obstinado, narcisista y fanático del dinero. Se desentendía con frecuencia de sus superiores. Elegido miembro del parlamento por el distrito londinense de Westminster gracias a la repercusión de sus hazañas navales, inició una campaña de denuncia contra el almirantazgo británico, acusando al alto mando naval de corrupción, abuso de poder y mala administración. Su actitud lo hizo aún más popular entre sus subordinados y electores, pero atrajo la ira de la aristocracia británica. Lord St. Vincent, blanco también de sus acusaciones, definió a Cochrane como “un romántico avaricioso del dinero y mentiroso”.

     En 1814, la suerte se volvió contra él. Ese año, Cochrane se vio envuelto en un escándalo en la bolsa de Londres. Todo comenzó con una burda manipulación de información en una época en que las noticias tardaban semanas en viajar de una capital europea a otra. Un hombre que se hacía pasar por coronel francés apareció en la ciudad inglesa de Dover y anunció que Napoleón Bonaparte había muerto. La noticia era falsa. Napoleón no sólo estaba bien vivo sino que continuaría ejerciendo su poder e influencia en el destino de Europa hasta su derrota definitiva en la batalla de Waterloo, al año siguiente. El rumor, sin embargo, hizo disparar el precio de las acciones en la bolsa. Algunos inversores, obviamente implicados en el complot, hicieron una fortuna vendiendo sus papeles rápidamente. Cochrane era uno de ellos. La investigación descubrió que el supuesto coronel había ido a la casa del almirante antes de la apertura de la sesión, donde se cambió de ropas para esconder el uniforme francés, también falso. En base a esta evidencia, Cochrane fue considerado culpable de conspiración, multado y condenado a un año de prisión.

     Su popularidad en Londres, sin embargo, era tan grande que fue reelegido para el parlamento mientras aún estaba en la cárcel. Dispuesto a asumir el nuevo mandato, huyó de prisión la madrugada del 6 de marzo de 1815, cuando le faltaban cuatro meses para completar la condena, y se dirigió al parlamento. Acabó capturado allí mismo y devuelto a las rejas hasta cumplir el resto de la pena. Ya en libertad, continuó teniendo el apoyo de los electores, pero su carrera política y militar en Inglaterra había llegado a su fin. Expulsado de la Marina, perdió también el título de nobleza que le había sido concedido en sus tiempos de gloria – el de Caballero de la Orden del Baño. Comenzaba ahí, sin embargo, la segunda y más notable fase de su carrera: la de libertador de pueblos alrededor del mundo.

     Las guerras napoleónicas habían dejado al antiguo imperio colonial español en América del Sur hecho jirones. Desde el Caribe a la Tierra de Fuego, en el extremo sur del continente, los “caudillos”, como entonces eran conocidos los jefes políticos locales, se habían aprovechado de la situación para organizar ejércitos en defensa de los territorios bajo su control. En Argentina, el proceso de independencia comenzó en 1810, con la llamada Revolución de Mayo, y concluyó el 9 de julio de 1816, con la Declaración de Tucumán, que proclamó la total separación de las Provincias Unidas del Río de la Plata de España. En el norte, Simón Bolívar había establecido en 1811 la República de Nueva Granada, que después se dividiría en Colombia y Venezuela. En 1817, una expedición liderada por el general José de San Martín, héroe de la independencia argentina, cruzó la cordillera de los Andes, derrotó a los españoles en la batalla de Chacabuco y puso a Chile bajo el liderazgo de Bernardo O’Higgins, un chileno hijo de irlandeses. El paso siguiente sería la liberación de Perú, cuya autonomía fue proclamada en 1821.

     Para consolidar estos avances, sin embargo, faltaba el dominio de los mares. Con una línea de litoral tan extensa como la de Brasil, Chile y Perú, continuaban hostigados por los navíos españoles, que perjudicaban el abastecimiento y el comercio en las ciudades costeras. La tarea de expulsarlos fue confiada a Cochrane. El almirante aceptó la invitación, pero antes de partir concibió un llamativo plan: secuestrar al emperador Napoleón Bonaparte, que desde 1815 estaba prisionero de los ingleses en la isla de Santa Elena, una roca solitaria situada en el Atlántico Sur. Cochrane creía factible atacar por sorpresa la isla, rendir a los carceleros ingleses y convencer al general francés  para que le acompañara hasta Chile. Allí, Napoleón sería proclamado emperador de una confederación formada por las excolonias españolas, lo suficientemente grande para contraponerse al peso geopolítico de los Estados Unidos en el hemisferio americano.

     Curiosamente, el proyectado secuestro de Napoleón era un plan semejante al concebido en 1817 por los líderes de la Revolución Republicana en Pernambuco. En mayo de aquel año, los revolucionarios pernambucanos enviaron a los Estados Unidos al comerciante Antonio Gonçalves da Cruz, el Cabugá, con el objetivo de reclutar ex-oficiales franceses exiliados en territorio norteamericano. Con su ayuda, esperaban liberar a Napoleón de los ingleses y llevarlo a Recife, donde el emperador lideraría la revolución contra el rey don Juan VI para, seguidamente, volver a París y reasumir el trono de Francia. Al igual que éste, el plan de Cochrane fracasó. El almirante pasó todo el mes de agosto de 1818 en la ciudad francesa de Boulogne en compañía de su mujer, Kitty, a la espera del navío a vapor Rising Star, que había mandado construir en Inglaterra para luchar en Chile. La construcción del navío, sin embargo, se retrasó y, ante las noticias de que los españoles estaban ganando terreno contra los chilenos, decidió seguir para su destino final, sin parar en Santa Elena.

     En su condición de mercenario al servicio de la libertad en pocos meses el genial Cochrane consiguió destrozar a la armada española en el litoral chileno y peruano con maniobras osadas que cogían al enemigo por sorpresa y no le daban tiempo a reaccionar. Una noche, penetró silenciosamente en el puerto de Valdivia, una fortaleza marítima natural en la costa chilena formada por rocas altísimas, donde los españoles suponían que sus barcos estaban seguros. Protegidos por la oscuridad, Cochrane y su tripulación desembarcaron en pequeños botes de remo, escalaron las rocas, rindieron a los centinelas y capturaron todos los navíos, cañones, armas y municiones. Con este único golpe de audacia, aniquilaron el poder naval español en la región.

     Luego, no obstante, comenzaron las desavenencias por el dinero. Cochrane acusaba al general José de San Martín de no pagarle las recompensas concertadas antes de la contratación. Sin llegar a un acuerdo, el almirante robó una embarcación en la que San Martín había guardado todo el tesoro público de Perú como precaución ante un ataque que los españoles preparaban en las montañas. Parte del dinero fue usada para pagar los salarios de la tripulación. El resto se lo embolsó Cochrane. Además, contrariando las órdenes de San Martín y O’Higgins, emprendió algunas acciones de pura piratería saqueando dos ciudades y capturando un convoy de mulas que, sin tener nada que ver con la guerra, transportaba una carga de oro y plata perteneciente a una compañía norteamericana. Con la misión cumplida y las relaciones rotas en la América española, Cochrane volvió su atención hacia Brasil.

     En 1822, iniciada la Guerra de Independencia, el gobierno brasileño necesitaba desesperadamente un líder que organizara su Marina. Los almirantes disponibles tenían poca experiencia en combate. Peor: todos eran portugueses y, por tanto, sospechosos en relación a la causa brasileña. El candidato más probable, el vicealmirante Rodrigo José Ferreira Lobo, comandante de la flota en el río de la Plata, tenía fama de incompetencia y cobardía. Era también odiado por buena parte de los brasileños por la brutalidad con que había reprimido la Revolución Pernambucana de 1817. La sugerencia de contratar a lord Cochrane partió de Felisberto Caldeira Brant Pontes, representante brasileño en Londres. “Sólo su nombre es suficiente para aterrorizar a nuestros enemigos”, escribió Brant a José Bonifacio el 6 de mayo de 1822. “A decir verdad, yo nunca confiaría en los marineros portugueses, pero si son mezclados con británicos y norteamericanos la situación puede mejorar”. En la carta, Brant añadía un detalle fundamental: “Dicen que le gusta mucho el dinero…”.

     El día 13 de septiembre, una semana después del Grito del Ipiranga, un mensaje secreto de José Bonifacio llegó a las manos del agente brasileño en Buenos Aires, Antônio Manuel Corrêa da Cámara, con instrucciones para ir a Chile y entregar a Cochrane la invitación para unirse a las fuerzas brasileñas contra los portugueses. “El gobierno le hará todas las promesas que sean recíprocamente ventajosas, dándole además a entender que tanto mayores serán estas ventajas e intereses cuanto mayor sea la presteza con que él se presente en este puerto”, escribía el ministro en clave de urgencia. La orden fue cumplida el día 4 de noviembre. “La gloria lo llama”, escribió Cámara al almirante escocés. “Un príncipe generoso y una nación entera están esperándolo”. El día 11 de diciembre, el gobierno de Brasil publicó un decreto por el cual “todas las presas (cargas) tomadas en la guerra serán propiedad de quien las capture”. Era todo lo que Cochrane necesitaba para decidirse.

     El almirante llegó a Rio de Janeiro el 13 de marzo de 1823. Traía a bordo a una nueva amiga, la viajera inglesa Maria Graham, de 37 años, que había quedado viuda algunos meses antes cuando su marido, capitán de la Marina británica, murió al cruzar el terrible cabo de Hornos, en el extremo sur del continente. En Brasil, Graham se convertiría en amiga y confidente de la emperatriz Leopoldina y sería contratada como preceptora de la princesa Maria da Glória. También dejaría un registro precioso de la realidad brasileña de la época en forma de grabados y diarios de viaje. Algunos biógrafos insinúan que habría habido una relación amorosa entre Cochrane y Maria Graham, aunque el siempre cuidadoso historiador británico Brian Vale dice que no hubieron evidencias de eso.

     Además de la viajera inglesa, al anclar en los muelles de Rio de Janeiro, el almirante traía en la bodega de su barco un baúl conteniendo oro y plata por valor de 10 mil libras esterlinas – cerca de 3 millones de reales al cambio actual. Era sólo la mitad del dinero que había obtenido como recompensa por las victorias sobre los españoles en el Pacífico. El resto fue enviado a Inglaterra.

     Al día siguiente de su llegada a Brasil, Cochrane fue invitado por don Pedro I a acompañarlo en la inspección a los navíos anclados en el puerto. Fue una decepción. Los barcos parecían hasta razonables, pero la tripulación estaba compuesta por la “peor clase de portugueses”, en descripción del almirante. “Nunca he tenido bajo mi mando un grupo tan incompetente”. También quedó sorprendido al oír a don Pedro repetir varias veces que los combates se darían contra “las fuerzas parlamentarias portuguesas”. Entendió, por tanto, que se trataba de una guerra “meramente contra las cortes y no contra el rey o la nación portuguesa”, según anotó en su diario.

     El primer combate contra los portugueses, en Bahía, fue un fiasco. Cochrane dejó el puerto de Rio de Janeiro el día 1 de abril con cinco navíos. Otros dos se encontraban en estado tan precario que fueron dejados atrás. En sus memorias el almirante relató que la tripulación de la nave capitana, la Pedro I, estaba compuesta por 160 marineros ingleses y norteamericanos y 130 esclavos recién liberados, más un grupo numeroso “formado por la golfería de la capital”, reclutado a la fuerza en los días anteriores. Al aproximarse a Salvador, fue sorprendido por una flota portuguesa casi tres veces mayor que la suya – catorce navíos equipados con 380 cañones. La fuerza brasileña tenía sólo 234 cañones. Por suerte, los portugueses no eran grandes lobos de mar: al intentar salir por la bocana del puerto, encallaron el mayor de los navíos, la nao Dom João VI, retrasando la batalla en una semana.

     Cuando finalmente comenzó el enfrentamiento, el día 4 de mayo, Cochrane se dio cuenta de cuán frágiles eran los recursos a su disposición. En el lado brasileño, los barcos fueron blanco de numerosos actos de sabotaje por parte de los marineros portugueses. En la corbeta Liberal y en los bricbarcas Real Pedro y Guaraní, la tripulación, toda portuguesa, rechazó entrar en acción, declarando que “¡los portugueses no se baten contra portugueses!”. El depósito de pólvora de la nao Pedro I – el navío en que viajaba el propio Cochrane – fue cerrado con candado, impidiendo que los brasileños llevasen munición al combés durante la batalla. Para empeorar la situación, los cañones funcionaban mal, las velas de tan podridas se rompían al menor soplo de viento y la pólvora era de tan mala calidad que los proyectiles sólo alcanzaban la mitad de la distancia necesaria. Corriendo el riesgo de sufrir una derrota humillante y hasta incluso ser capturado, Cochrane prefirió huir.

     El frustrado ataque a Bahía sirvió de lección. La tripulación portuguesa fue sustituida por nuevos reclutas brasileños y mercenarios ingleses y norteamericanos, más fieles a la causa de la independencia. Los navíos recibieron nuevos equipamientos, armas y munición comprados en Europa. En vez de atacar una segunda vez a los barcos portugueses, Cochrane decidió bloquearlos en el puerto de Salvador, impidiendo que sus adversarios – ya sitiados por el Ejército brasileño en Recôncavo – recibiesen abastecimiento y refuerzos. Fue una sabia decisión. Menos de dos meses después, el día 2 de julio de 1823, toda la escuadra lusitana, compuesta por diecisiete barcos de guerra y 75 mercantes, dejó la capital baiana rumbo a Portugal. Cochrane salió en su persecución consiguiendo capturar dieciséis barcos y hacer 2 mil prisioneros.

     Una fragata brasileña, la Niterói, bajo el mando del capitán John Taylor, cruzó el océano Atlántico persiguiendo a los portugueses hasta las inmediaciones de la desembocadura del río Tajo, en Lisboa. Llevaba a bordo a un voluntario de apenas quince años: el gaucho Joaquim Marques Lisboa, futuro almirante y marqués de Tamandaré, héroe de la Guerra de Paraguay y actual patrón de la Marina de guerra de Brasil. Un acoso tan intrépido dejó a los portugueses atemorizados. Percibieron, por primera vez, que su excolonia llevaba el cuchillo entre los dientes: a pesar de las enormes dificultades, a naciente Marina brasileña no sólo reunía condiciones de defender la independencia, sino que, en caso de que las hostilidades continuasen por mucho tiempo, podría armarse de valor y atacar a la propia metrópoli en Europa. Durante algunos meses, esto fue motivo de rumores y sobresaltos en Portugal.

     Habiendo cumplido su misión en Bahía, Cochrane dirigió su atención hacia las dos últimas provincias brasileñas que aún se mantenían fieles a Lisboa, Marañón y Pará. En rigor, a esas alturas, sólo Pará permanecía portugués. A finales de julio de 1823, todo el interior de Marañón estaba ocupado por un ejército de 8 mil voluntarios marañonenses, piauienses y cearenses adeptos a la Independencia. La rendición de la capital, São Luís, era sólo cuestión de tiempo. Cochrane, sin embargo, consiguió atribuirse él solo toda la gloria usando la astucia para acelerar un hecho ya consumado e inevitable. Al aproximarse a São Luís, izó la bandera británica, en vez de los colores brasileños. Los militares que vigilaban el puerto creyeron que se trataba de un navío inglés, neutral en el conflicto, y enviaron a su encuentro el bricbarca Dom Miguel con mensajes de bienvenida. Al subir a bordo, sin embargo, el oficial encargado de entregar los papeles se dio cuenta de que estaba en un navío brasileño. Fue preso inmediatamente, pero Cochrane decidió liberarlo con la condición de que llevase una carta al gobernador militar, Agostinho de Faria, en la que exigía la capitulación de la ciudad. Al día siguiente, el 28 de julio, la junta de gobierno, ya sabedora de la aproximación del Ejército brasileño por el interior, anunció la adhesión de la provincia al imperio de Brasil.

     En Belém, la astucia fue todavía mayor. Por indicación del almirante, el día 10 de agosto de 1823, el capitán inglés John Pascoe Grenfell fondeó su navío – el mismo bricbarca Dom Miguel capturado en São Luís y rebautizado Maranhão – frente a la ciudad y mandó avisar a los portugueses de que, más allá de la línea del horizonte, esperando órdenes para atacar, estaba toda la flota imperial brasileña bajo el mando del propio Cochrane. Era un farol. El único navío en la región era el capitaneado por Grenfell. Cochrane se había quedado en São Luís. Aislados y sin comunicaciones por tierra con las demás capitales, los portugueses prefirieron no correr el riesgo y entregaron la capital paraense sin disparar un solo tiro.

     Después de la rendición, Belém se sumergió en el caos. Escenas de vandalismo dieron cuenta de la ciudad. Un marinero portugués hirió a Grenfell de un navajazo en las costillas. Por la falta de sitio en las cárceles, un grupo de 256 paraenses fue encerrado el día 20 de octubre en la bodega del navío Diligente, anclado bajo el ardiente Sol en los muelles del puerto. Al atardecer del día siguiente se descubrió que sólo cuatro prisioneros continuaban vivos. Los cuerpos de los demás 252 estaban apilados unos sobre otros, transformando la bodega del Diligente en una tumba flotante. Otros tres también morirían al día siguiente, dejando un único superviviente.

     Mientras tanto, después de obtener la rendición portuguesa en São Luís, Cochrane se dedicaba al saqueo metódico de la ciudad haciéndose de un patrimonio en la época estimado en 100 mil libras esterlinas – equivalentes a cerca de 30 millones de reales en valores de hoy. Incluía todo el dinero depositado en el tesoro público, en la aduana, en los cuarteles y en otros departamentos, además de propiedades particulares y mercancías almacenadas a bordo de 120 navíos y embarcaciones menores anclados en el puerto. Prácticamente, el almirante trató a la capital de Marañón como si fuese toda ella un territorio enemigo conquistado – y no una parte de Brasil liberada de la ocupación portuguesa. Los habitantes se rebelaron pero, bajo la mira de los cañones, acabaron forzados a aceptar sus exigencias. Los bienes y mercancías aprehendidos fueron despachados para Rio de Janeiro, donde Cochrane esperaba que fuesen confirmados como botín de guerra para ser repartidos entre él y sus oficiales.

     A pesar del comportamiento brutal y mezquino en São Luís, Cochrane fue recibido en Rio de Janeiro como un héroe nacional y agraciado por don Pedro con la recién creada Ordem do Cruzeiro do Sul y el título de marqués de Marañón – decisión que a los marañonenses incluso hoy les suena a ofensa. Los festejos por las victorias en el Norte y en el Nordeste, no obstante, duraron poco. Como ya pasara en Chile y Perú, las relaciones de Cochrane con las autoridades brasileñas se agriaron por razones financieras. Contrariando las expectativas del almirante, no todos los bienes capturados en Salvador, São Luís y Belém, evaluados en 250 mil libras esterlinas en total (cerca de 75 millones de reales actualmente), fueron aceptados en Rio de Janeiro como botín de guerra. Parte fue devuelta a sus dueños originales. Las reclamaciones de Cochrane fueron dirigidas a la Justicia.

     En ese intermedio, a pesar de las divergencias y a cambio de nuevas recompensas, el almirante ayudó al Imperio a subyugar a la Confederación del Ecuador bloqueando el puerto de Recife. Al término de los combates en Pernambuco, Cochrane volvió a São Luís, donde creía tener cuentas que ajustar. Según sus cálculos, el gobierno de Marañón todavía le debía 85 mil libras esterlinas (cerca de 25 millones de reales de hoy), pero anunció que se conformaba con recibir 21 mil libras (cerca de 6 millones de reales), menos de un cuarto del total, si el pago era inmediato. Nuevamente bajo la amenaza de los cañones, las autoridades tuvieron que entregar el dinero, que el almirante usó para comprar algodón de los propios productores marañonenses y enviarlo a Inglaterra.

     El día 18 de mayo de 1825, habiendo extorsionado a los marañonenses por segunda vez, Cochrane dio por terminada su participación en la guerra de la Independencia de Brasil. Su última acción fue lamentable. En una repetición del comportamiento que tuvo en Perú, secuestró un barco brasileño, la fragata Piranga, de cincuenta cañones, y se la llevó a Inglaterra. Construida en 1817 en Bahía con el nombre de União y rebautizada en 1822 con la denominación indígena del riachuelo de la Independencia (Piranga), era la misma fragata que los militares portugueses pretendían usar en el secuestro de don Pedro en la semana de la Permanencia. Abandonada en el puerto inglés de Spithead sólo volvería a Brasil seis meses más tarde.

     Mientras, Cochrane partía hacia Grecia, donde la lucha contra los turcos otomanos le reportaría más de 100 mil libras. Murió en 1860, ya rehabilitado por el gobierno británico y transformado en héroe nacional con derecho a exequias en Westminster. Catorce años después, en 1874, el Imperio brasileño acordó pagar a sus herederos más de 40.298 libras esterlinas, poniendo fin a una disputa de medio siglo. Su reputación de héroe de la Independencia, sin embargo, estaba irremediablemente manchada.

   Laurentino Gomes


XI. 1822: Loco por el dinero.

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