Revista Opinión

XIV. 1822: El Trono y la Constituyente.

Publicado el 25 enero 2018 por Flybird @Juancorbibar

EL DÍA 12 DE OCTUBRE DE 1822, fecha de la aclamación del emperador Pedro I, amaneció nublado y lluvioso en Rio de Janeiro. Pero ni la lluvia ni las ráfagas de viento consiguieron alterar la primera gran fiesta cívica del Brasil independiente. Tras el amanecer, la ciudad fue despertada por una ensordecedora salva de cañones disparados desde las fortalezas situadas en la entrada de la bahía de Guanabara y desde los navíos de guerra anclados en el puerto. A las nueve llegaron al campo de Santana - actual plaza de la República - dos brigadas del Ejército. Una de ellas estaba mandada por José Maria Pinto Peixoto, aquel mismo oficial que promovió una rebelión contra don Pedro la víspera del famoso viaje del príncipe a Minas Gerais a comienzos del año. De rebelde, y promovido de teniente coronel a brigadier, se había convertido en uno de los más fieles aliados de don Pedro y así permanecería el resto de su vida. Las calles estaban ocupadas por la multitud y de los balcones pendían colchas, toallas bordadas y otros aderezos. Los moradores vistieron sus mejores ropas y salieron a las ventanas para ver el espectáculo. "Señoras que, por la elegancia de sus vestidos, en los que sobresalían los colores verde y amarillo y la riqueza de sus adornos, ofrecían una escena capaz de despertar sentimientos de alborozo en el alma más tibia", describió el periódico O Espelho.

En el centro de la plaza fue erigido un palacete especialmente para la ocasión. Ostentaba los nuevos símbolos nacionales creados por un decreto de don Pedro el día 18 de septiembre. En verde y amarillo, el escudo de armas y el distintivo, también llamado "orla nacional", combinaban elementos de la heráldica portuguesa, como la esfera armilar (representación de la bóveda celeste y del imperio) y la cruz de la Orden de Cristo, con motivos tropicales: una rama de café y otra de tabaco alrededor de un campo verde. Era una simbología con doble sentido. El verde representaba las florestas, pero también era el color tradicional en el escudo de la real familia de Braganza. El amarillo remitía simultáneamente al oro de Brasil y al color de la casa de Lorena, usada en Austria por los Habsburgo de la emperatriz Leopoldina.

XIV. 1822: El Trono y la Constituyente.

Don Pedro salió del palacio de Quinta da Boa Vista, en São Cristóvão, a las diez, acompañado por doña Leopoldina y por la hija mayor de la pareja, la princesa y futura reina de Portugal, Maria da Glória, entonces con un año. El nuevo emperador cumplía 24 años aquel día, catorce de los cuales los había pasado en Brasil. La guardia de honor, compuesta por soldados paulistas y fluminenses, abría el cortejo, precedida por ocho batidores. El color y diseño de los uniformes se inspiraban en la vestimenta del Ejército austríaco. Les seguían tres muchachos representando la diversidad racial brasileña: un indio, un mulato y un negro. Detrás venía el coche imperial flanqueado por cuatro pajes y escoltado por un destacamento más de la guardia de honor. Dos coches con autoridades y nobles de palacio cerraban el séquito.

Al llegar al campo de Santana, don Pedro fue recibido con gritos y vivas de la multitud. Al subir al palacete, donde ya estaban los ministros y otras autoridades, oyó un largo discurso del presidente del Senado de la Cámara, José Clemente Pereira, y aceptó solemnemente el título de emperador y defensor perpetuo de Brasil. El pueblo reaccionó con entusiasmo aún mayor, agitando pañuelos blancos. Era una consagración popular como nunca se había visto en Brasil. Muchas personas se abrazaban y lloraban. Según el pintor Jean-Baptiste Debret, que registró la escena, el mismo emperador también lloró, dando "pleno desahogo a la sensibilidad de su alma, oprimida por el aluvión de sentimientos que la asaltaban". Nuevamente la ciudad se estremeció bajo el estruendo de 101 tiros de cañón seguidos de dos descargas de la infantería.

XIV. 1822: El Trono y la Constituyente.

Terminada la ceremonia, Leopoldina y su hija se marcharon en un carruaje. Don Pedro prefirió disfrutar por completo de su nueva condición de héroe nacional. Salió a pie, en medio de la muchedumbre, a pesar de la amenaza de lluvia. Caminó hasta la capilla Imperial bajo un palio sostenido por representantes de varias cámaras y acompañado por la guardia de honor, jueces, funcionarios públicos y gente del pueblo. Durante el recorrido pasó por cinco arcos triunfales, mientras "nubes de flores" eran arrojadas desde todas las ventanas, según un testigo. Al llegar a la iglesia, fue saludado por el obispo y asistió al Te Deum, ritual de acción de gracias. La etapa siguiente transcurrió en el Pazo Imperial, actual plaza XV, donde fue nuevamente recibido por una salva de 101 cañonazos. Finalmente, la ceremonia del besamanos, una antigua tradición de la monarquía portuguesa en la que los súbditos hacían cola para besar la mano del soberano y presentarle respetos.

La fiesta se repetiría el día 1 de diciembre, fecha de la coronación de don Pedro. El emperador apareció bajo una túnica verde, calzando botas de montar - de caña larga, hasta las rodillas, y espuelas - y usando una capa también verde en forma de poncho forrada de raso y bordada en oro. Un amito (pequeño lienzo sobre los hombros, prendido por un cordón alrededor del cuello) hecho con barbillas de tucán recordaba el arte plumífero de los indígenas brasileños. Una vez más, la elección de colores y cintas revelaba el cuidado en señalar una ruptura bajo control. El día 1 de diciembre era también el aniversario de la familia real de Braganza. Fue ese día, en 1640, al término de los sesenta años de la Unión Ibérica con España, cuando el primer rey de la dinastía, don Juan IV, llegó al trono portugués. El mensaje, por tanto, era claro: Brasil se separaba de Portugal, pero los vínculos que unían a la monarquía en los dos países se mantenían.

Proclamada la Independencia, aclamado y coronado el emperador, todavía gravitaban muchas incertidumbres y preocupaciones en el horizonte del nuevo Brasil. El ambiente estaba más por el enfrentamiento que para celebraciones. "El imperio era nuevo y frágil", observó el historiador británico Brian Vale. "Bajo el clima de euforia por la victoria subyacían las tensiones políticas y un incipiente republicanismo". Realmente, había dos guerras en marcha en los años que siguieron al Grito del Ipiranga - una externa y otra interna. La primera, resultado del choque de intereses entre brasileños y portugueses, se resolvería en los campos de batalla, como se vio en capítulos anteriores, y después con negociaciones diplomáticas. La otra guerra sería entre los propios brasileños en razón de las profundas diferencias de opinión respecto de la forma de organizar y conducir el nuevo país.

Monárquicos absolutistas y liberales, republicanos y federalistas, abolicionistas y esclavistas, entre otros grupos, se enfrentarían por primera vez en la Asamblea General Constituyente y Legislativa, cuyo objeto era organizar el nuevo país. Allí aparecieron los temas que dominarían la arena política del Primer Reinado y también reivindicaciones enteramente nuevas, como la libertad religiosa y de pensamiento, los derechos individuales y a la propiedad, la prensa sin censura y el gobierno ratificado por el consentimiento general. La Constitución sería la fiadora de un nuevo "pacto social", expresión igualmente nueva en el vocabulario político brasileño. La agitación tenía como foco irradiador los periódicos. En el Correio do Rio de Janeiro, el periodista João Soares Lisboa defendía "Pedro I sin II". O sea, la monarquía sería una solución transitoria. Después, república.

El debate se expresaba también en el modo de vestir, en los adornos y en el vocabulario. El lazo verde y amarillo, adoptado después del Grito del Ipiranga, definía la frontera entre brasileños y portugueses. El uso de una flor en la solapa, la siempreviva, indicaba la adhesión a las ideas republicanas y federalistas. Otra flor, la camelia, era el símbolo de los abolicionistas. El sombrero de paja hecho de taquaruçu (bambú gigante), expresaba el espíritu indigenista más exaltado. Costaba tres patacas, o 960 réis, mientras que un sombrero de fieltro, redondo, de fabricación europea, símbolo del partido conservador, llegaba a Rio de Janeiro por 8 mil réis. Los diputados constituyentes usaban chaqueta y chistera (sombrero redondo de copa alta). Era la indumentaria de la aristocracia brasileña. Los portugueses eran llamados " pés de chumbo" (pies de plomo), " chumbáticos", " chumbistas" o " chumbeiros". Respondían llamando a los brasileños " cabras". También estaban los " corcundas" (chepados), definición de los absolutistas, opositores de los " constitucionais " (constitucionales).

Convocada por don Pedro en junio de 1822, la Constituyente sólo sería instaurada un año más tarde, el día 3 de mayo de 1823, pero acabaría disuelta seis meses después, el 12 de noviembre. Entre la convocatoria y la disolución fueron diecisiete meses de tumulto, en que las pasiones políticas brasileñas se expresaron por vez primera de forma desenfrenada. Las discusiones giraban en torno al papel del emperador.

Un grupo sostenía que la legitimidad y el poder del soberano eran delegados por la nación brasileña. Aclamado por el pueblo, el emperador habría de someterse a la constitución, a ser elaborada por los representantes del pueblo. Por tanto, no podría invocar derecho divino o dinástico (como heredero de la corona portuguesa) para ejercer su autoridad de forma arbitraria. Era el grupo de los llamados liberales, tenidos por demócratas y antimonárquicos, ligados a las corrientes más revolucionarias de la masonería, como el abogado Joaquim Gonçalves Ledo, el clérigo Januário da Cunha Barbosa, el brigadier Domingos Alves Branco Muniz Barreto y el juez de derecho portugués José Clemente Pereira. La segunda corriente, los liberales moderados del ministro José Bonifácio, mantenía que la autoridad del emperador, proveniente de la tradición y de la herencia histórica, se sostenía por sí misma. Era, por tanto, superior a la de la Constituyente y a la de todo el resto de la sociedad brasileña.

La primera crisis de la Constituyente irrumpió ya antes de su institución. Estaba relacionada con la llamada cláusula del juramento previo. El 17 de septiembre de 1822, tres días después del retorno de don Pedro de su histórica jornada en São Paulo y en los márgenes del Ipiranga, José Clemente Pereira, presidente del Senado de la Cámara, envió una circular a las cámaras de las demás provincias. Gestado en las reuniones de la masonería en Rio de Janeiro, el documento proponía aclamar a don Pedro emperador de Brasil el día 12 de octubre. Pero había una salvedad importante. No sería un emperador cualquiera, sino un "emperador constitucional", cuyos poderes estarían limitados por una constitución. Además, tendría que jurar la Constitución aún antes de que fuese elaborada. Esta era la cláusula del juramento previo. José Bonifácio usó toda su influencia como ministro y jefe de la masonería para impedir que don Pedro jurase, a ciegas, una constitución que todavía no existía. Llegó a amenazar con encarcelar a Clemente Pereira en una fortaleza de Rio de Janeiro en caso de que insistiese en incluir la cláusula del juramento el día de la aclamación.

Avanzado y liberal en la defensa de las cuestiones sociales, Bonifácio se reveló en el poder tan autoritario y conservador como el propio don Pedro. Usó mano de hierro para silenciar a sus adversarios, ordenó prisiones y deportaciones de portugueses sospechosos de conspirar contra la autoridad del emperador y mantuvo una atenta vigilancia sobre el grupo más radical de la masonería. Ledo, Clemente y Januário fueron detenidos y exiliados. La prensa volvió a circular bajo censura. Bonifácio criticaba a los "furiosos demagogos y anarquistas", miembros de una "facción oculta y tenebrosa" que querían la destrucción del trono al "implantar y diseminar desórdenes, terror y anarquía, perturbando igualmente la reputación del gobierno y rompiendo así el sagrado eslabón que debe unir todas las provincias de este gran Imperio a su centro natural y común". Según él, el objetivo de la nueva constitución sería "centralizar la unión y prevenir de los agitadores que resultan de principios rebeldes". El blanco de estas críticas eran, obviamente, los republicanos. Fue en este ambiente de represión y silencio en el que se implantó la Constituyente.

Amenazados y perseguidos, los radicales abrieron la mano en la cláusula del juramento previo, pero luego surgiría una segunda crisis, relacionada con el derecho de veto del emperador. José Bonifácio defendía el veto absoluto, por el cual don Pedro podría anular o cambiar cualquier artículo de la nueva constitución. El flanco de Clemente Pereira y Gonçalves Ledo discrepaba. El emperador no tenía derecho a veto alguno. Sólo le correspondería cumplir, como cualquier otro ciudadano brasileño, lo que la Constituyente determinase. Un tercer grupo, más moderado, proponía el veto suspensivo, por el cual el emperador podría postergar por tiempo indeterminado la aplicación de un artículo con el que no estuviese de acuerdo. Causa principal de la disolución de la Constituyente en noviembre de 1823, esta divergencia, al contrario que la primera (respecto al juramento previo), nunca sería superada.

Los miembros de la Constituyente eran escogidos con los mismos criterios de elección que los diputados de las cortes de Lisboa. Los electores eran sólo hombres libres, con más de veinte años, con por lo menos un año de residencia en la localidad en que vivían y propietarios de tierra. A ellos correspondía escoger un colegio electoral que, a su vez, designaba a los diputados de cada región. Éstos a la par tenían que saber leer y escribir y poseer bienes y "virtudes". En una época en que la tasa de analfabetismo alcanzaba a más del 90% de la población, sólo uno entre cien brasileños era elegible. En el caso de los nacidos en Portugal, tenían que residir por lo menos doce años en Brasil.

Del total de cien diputados elegidos, sólo 88 tomaron posesión. Era la élite intelectual y política de Brasil, compuesta por magistrados, miembros del clero, hacendados, dueños de fábricas, altos funcionarios, militares y profesores. De este grupo saldrían más tarde 33 senadores, 28 ministros de Estado, dieciocho presidentes de provincia, siete miembros del primer consejo de Estado y cuatro regentes del Imperio, siendo que algunos de ellos ocuparon más de uno de esos cargos. "Casi todas las principales personalidades políticas del Imperio, en la primera mitad del siglo, formaron parte de una Asamblea Constituyente por ninguna otra superada en cultura, probidad y civismo", señaló el historiador Manuel de Oliveira Lima.

Muchos de los electos habían representado a Brasil también un año antes en las cortes de Lisboa, como era el caso de Antônio Carlos Ribeiro de Andrada, que en la Constituyente compartiría argumentos con sus hermanos José Bonifácio y Martim Francisco. Una excepción curiosa fue el médico y periodista baiano Cipriano Barata que, a pesar de ser elegido con el mayor número de votos, se negó a tomar posesión. Alegaba que todo no era más que una partida de cartas marcadas controlada por el emperador. En su periódico Sentinela da Liberdade llegó a convocar a la población para formar "un sólo cuerpo macizo con el fin de hacer oposición y disolver cualquier trama que pueda ser inventada para desorganizar el sistema liberal".

El lugar de reuniones fue la antigua prisión pública, que en 1808 había sido remodelada por el virrey conde de los Arcos para albergar parte de la corte portuguesa de don Juan. El día de la apertura de sesiones don Pedro llegó al edificio en un carruaje tirado por ocho mulas. Disertó a cabeza descubierta, lo que por sí sólo indicaba alguna concesión al nuevo poder constituido en las urnas. La corona y el cetro, símbolos de su poder, también fueron dejados sobre una mesa.

Luego, no obstante, el emperador fijó los límites de la tarea encomendada a los diputados: "Una Constitución que, poniendo barreras inaccesibles al despotismo, tan regia y aristocrática como democrática, ahuyente la anarquía y plante el árbol de aquella libertad a cuya sombra debe crecer la unión, la tranquilidad y la independencia de este Imperio, que será el asombro del mundo nuevo y antiguo". Finalmente, añadió que la asamblea debería elaborar una constitución que fuese "digna de Brasil y de mí".

La expresión fue copiada del preámbulo de la Constitución francesa de 1814, en la que el rey Luis XVIII intentaba recuperar algún espacio de poder para la monarquía un cuarto de siglo después de la Revolución Francesa. Los liberales se alarmaron con el mensaje. A su entender, bastaba con que la Constitución fuera digna de Brasil, cabiendo al emperador cumplirla como todo el mundo. "Juzgar si la constitución que se haga es digna de Brasil sólo nos compete a nosotros como representantes del pueblo", afirmó el diputado minero José Custódio Dias.

En un artículo del Sentinela da Liberdade, Cipriano Barata resumía la posición de los liberales de la siguiente forma:

Quien presta servicios, los presta a la nación y nunca al emperador, que sólo es una parte de la nación [...]. Nuestro emperador es un emperador constitucional y no nuestro dueño. Es un ciudadano que es emperador por favor nuestro y jefe del Poder Ejecutivo, pero no por eso autorizado a arrogarse y usurpar poderes que pertenecen a la nación. [...] Los habitantes de Brasil desean ser bien gobernados, pero no someterse a un dominio arbitrario.

La Constituyente funcionaba cuatro horas al día, desde las diez de la mañana hasta las dos de la tarde. En un país hasta entonces no habituado a proponer, discutir y aprobar leyes, los trabajos tardaban en coger ritmo. "Reclamaciones, quejas y súplicas llovían de toda la vastedad de Brasil", relató el historiador Octávio Tarquínio de Sousa. Había gente presa, sin causa formal, en todas las regiones. Y todos se creían con derecho a recurrir a la Constituyente en busca de justicia. Los funcionarios mal remunerados pedían aumentos de salario. Ningún requerimiento era ignorado. Luís Caetano, dueño de una taberna en Itaguaí, en el interior de Rio de janeiro, reclamó haber pagado al estado 12.800 réis anuales por la licencia para ofrecer café a sus parroquianos cuando ya desembolsaba 4.800 réis por el derecho a servir comida. El tema consumió largas discusiones hasta que la asamblea llegó a la obvia conclusión de que no le competía decidir cuestiones tan triviales.

Con tantos asuntos paralelos, sólo el 1 de septiembre, cuatro meses después de instaurada, la asamblea consiguió finalmente leer el proyecto de Constitución que se debería discutir y aprobar. No dio tiempo. En los dos meses que le restaban de vida fue engullida por un increíble torbellino de crisis. El gabinete de José Bonifácio caería a mediados de julio. El motivo fue aparentemente banal. Luís Augusto May, redactor del periódico Malagueta, que se oponía a don Pedro, fue invadido en su casa la noche del 6 de junio de 1823 por un grupo que le dio una paliza y lo dejó con una de las manos inmovilizada. El atentado fue atribuido al grupo de José Bonifácio. Más tarde se descubrió que los responsables eran amigos de don Pedro. Con todo, acusado de excesivo rigor en el trato a sus adversarios, el ministro sería cesado el día 16 de julio.

En realidad, había una razón mayor y más grave para el cambio de gobierno. Bonifácio chocó con los poderosos intereses de los latifundistas y señores de esclavos al sugerir en la Constituyente la prohibición del tráfico negrero y la abolición gradual de la esclavitud en Brasil. Su proyecto, que nunca llegó a ser presentado, se componía de un preámbulo con 22 páginas y 32 artículos titulado "Exposición a la Asamblea General Constituyente y Legislativa del Imperio de Brasil sobre la Esclavización". Dos años más tarde, ya en el exilio en París, Bonifácio explicaría las razones de su propuesta:

La necesidad de abolir el comercio de esclavización, y de emancipar gradualmente a los actuales cautivos es tan imperiosa que juzgamos no haber corazón brasileño tan perverso, o tan ignorante que la niegue, o desconozca. [...] Cualquiera que sea la suerte futura de Brasil, no puede progresar y civilizarse sin cortar, cuanto antes, por la raíz este cáncer moral, que le roe y le consume las últimas energías de vida, y que acabará por darle una muerte desastrosa.

Bonifácio, obviamente, cometió un error de cálculo. Creyó que, una vez acallados los radicales republicanos y preservado el poder del emperador, conseguiría avanzar en las reformas sociales que, en su opinión, Brasil tanto necesitaba para considerarse una nación plenamente soberana. Era una ilusión. Dependiente hasta la médula de la mano de obra esclava, la aristocracia rural brasileña aceptaría cualquier cosa de la Constituyente, menos cambios en las estructuras sociales que sostenían la economía brasileña y garantizaban sus privilegios. Brasil era esclavista y así permanecería por más de 65 años, hasta la firma de la Ley Áurea en 1888.

Con la caída del gabinete, Martim Francisco, hermano de José Bonifácio, sería sustituido en el ministerio de Hacienda por Manuel Jacinto Nogueira da Gama, futuro marqués de Baependi, rico hacendado y gran propietario de esclavos. Ya fuera del gobierno, Bonifácio y sus hermanos se pasaron inmediatamente a la oposición. Juntos crearon el periódico O Tamoio, que dirigió duras críticas al gobierno, lo que contribuyó a agriar aún más las relaciones de la Constituyente con el emperador.

Las horas que precedieron al cierre de la Constituyente pasaron a la historia como la "Noche de la Agonía". El día 11 de noviembre, los diputados se declararon en sesión permanente en un último intento de resistir a las presiones de don Pedro y de la tropa que rodeaba el edificio. Todos pasaron la noche en vela. A las once de la mañana siguiente, el ministro del Imperio, Francisco Vilela Barbosa, coronel del Ejército, entró en el recinto. Su indumentaria mostraba el desenlace del gran drama: iba uniformado y con la espada al cinto. El diputado baiano Francisco Gê Acaiaba de Montezuma preguntó cuáles eran las exigencias del emperador. Restricción de la libertad de prensa y expulsión de los Andrada de la Constituyente, respondió Vilela. Los diputados se negaron.

Dos horas después llegó un oficial con una orden del emperador. La asamblea quedaba disuelta porque "traicionaba su solemne juramento de salvar a Brasil", según la justificación de don Pedro. Antônio Carlos, última voz en pronunciarse en el recinto, avisó: "Ya no tenemos nada que hacer aquí. Lo que resta es cumplir lo que Su Majestad ordena...". Era la primera de las muchas veces que el parlamento brasileño habría de plegarse a la fuerza de las armas. A la salida, catorce diputados fueron presos. Entre ellos estaban los tres hermanos Andrada, que serían deportados a Francia, y el padre Belchior, testigo del Grito del Ipiranga.

En la declaración de disolución de la Constituyente, don Pedro prometió dar al país una constitución "doblemente más liberal de la que la extinta Asamblea acabó de hacer". Y fue, de hecho, lo que ocurrió. La primera Constitución brasileña, otorgada por el emperador el día 25 de marzo de 1824, era una de las más avanzadas de la época en la protección de los derechos civiles. "Aunque tuviese imperfecciones, era la mejor de entre todos los países del hemisferio occidental, con excepción de los Estados Unidos", afirmó el historiador Neill W. Macaulay. Fue la Constitución brasileña más duradera. Exitosa al organizar el Estado y discriminar las fronteras entre los diferentes poderes, sucumbió sólo en 1891, sustituida por la primera Constitución republicana.

Una de las novedades de la Constitución de 1824 era la libertad de culto. La iglesia católica se mantenía como la religión oficial del Imperio pero, por primera vez en la historia brasileña, judíos, musulmanes, budistas, protestantes y adeptos a otras creencias podrían profesar libremente su fe. También aseguraba plena libertad de prensa y de opinión. Nadie podría ser detenido sin acusación formal en investigación policial, ni condenado sin ilimitado derecho a defensa. A pesar de todos estos avances, excluía de los derechos políticos a los esclavos, los indios, las mujeres, los menores de 25 años y a los pobres en general. Sólo podían votar y ser candidatos elegibles los ciudadanos de sexo masculino y "activos", así definidos según el criterio de la propiedad y renta anual. Para votar era necesario confirmar una renta mínima de 100 mil réis. Para ser candidato a diputado, el mínimo eran 400 mil réis. Y para senador, cargo vitalicio, el doble, 800 mil réis.

La mayor de todas las novedades, sin embargo, era el llamado poder moderador. Ejercido por el emperador, se constituía en la práctica en un cuarto poder, que se sobreponía y arbitraba eventuales divergencias entre los otros tres - Ejecutivo, Legislativo y Judicial. El artículo 98 de la Constitución afirmaba que el poder moderador era "la clave de toda la organización política, y está delegado privativamente al emperador, como Jefe Supremo de la Nación, y su Primer Representante, para que incesantemente vele sobre el mantenimiento de la independencia, equilibrio y armonía de los demás poderes públicos". El artículo siguiente afirmaba: "La persona del emperador es inviolable, y sagrada: él no está sujeto a responsabilidad alguna". Leído al pie de la letra, podría dar a entender que don Pedro I mantenía la condición de monarca absoluto, como habían sido su padre, don Juan VI, su abuela, doña Maria I, y su bisabuelo, don José I. Pero era sólo apariencia. El simple hecho de haber una constitución, aunque otorgada, significaba que el poder del emperador, desde aquel día en adelante, tenía límites.

La creación del poder moderador se inspiraba en las ideas del pensador franco-suizo Henri-Benjamin Constant de Rebecque (en cuyo homenaje sería bautizado años más tarde uno de los mentores de la República brasileña, el profesor y teniente coronel Benjamin Constant Botelho de Magalhães). En opinión de Benjamin Constant de Rebecque, cabría al soberano mediar, equilibrar y restringir el choque entre los poderes del Estado. Era, por tanto, una tentativa de reconciliar la monarquía con la libertad, los derechos civiles y la constitución. En el caso de Brasil, entre las atribuciones del emperador estaban la facultad de nombrar y deponer libremente a los ministros, disolver la Cámara de los Diputados y convocar nuevas elecciones parlamentarias. Entre 1824 y 1889, don Pedro I y don Pedro II invocaron al poder moderador doce veces para disolver la cámara - una media de una cada cinco años.

El texto original de la Constitución de 1824 yace actualmente en el Archivo Nacional, en Rio de Janeiro. Su mera existencia es ignorada por cien de cada cien brasileños, con la obvia excepción de abogados constitucionalistas, historiadores y otros estudiosos de las leyes y documentos antiguos. Es un destino muy diferente del reservado a la primera y única constitución de los Estados Unidos, hoy objeto de culto en el santuario en el que está ubicada - el Archivo Nacional norteamericano, situado en Rotunda, en Washington. Guardado en una urna de vidrio a prueba de balas y de humedad, el documento es visitado todos los días por miles de turistas que se aproximan a él con una reverencia casi religiosa. Por la noche, es guardado en un cofre de acero inoxidable revestido por una losa de hormigón de 55 toneladas resistente a un ataque nuclear.

El tratamiento dedicado a los dos documentos tiene su explicación en sus orígenes. La Constitución de los Estados Unidos es una obra colectiva. Considerada la partida de nacimiento de la moderna democracia norteamericana, fue redactada y firmada por 39 representantes del pueblo reunidos en la Convención de Filadelfia, en 1787. La Constitución brasileña hoy olvidada en Rio de Janeiro es obra de la voluntad de un sólo hombre, el rey. Y, por más avanzada que fuera, el pueblo nunca se reconoció en ella.

Laurentino Gomes


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