Revista Opinión

XVII. 1822: Los huérfanos.

Publicado el 06 abril 2018 por Flybird @Juancorbibar

EN 1820, DOS AÑOS ANTES de la independencia, Francisco Estevão Raimundo Cailhé de Geines – un coronel francés aventurero, jugador profesional y residente en Rio de Janeiro – presentó al intendente general de la policía de la corte, Paulo Fernandes Viana, un memorándum en tono premonitorio: “Toda la revolución que se efectúe en Brasil será la sublevación de los esclavos que, rompiendo sus hierros, incendiarán ciudades y plantaciones y degollarán a los blancos”.

     Al año siguiente circuló en la ciudad un panfleto alertando del riesgo de que se repitiese en Brasil el baño de sangre ocurrido en 1791 en la isla de Santo Domingo, donde hoy se sitúan Haití y la República Dominicana, durante una rebelión de los negros cautivos. “Los esclavos son siempre enemigos naturales de sus señores”, decía su autor, José Antonio de Miranda. “Son controlados por la fuerza y por la violencia”. Y añadía:

En cualquier parte donde los blancos son muchos menos que los esclavos y donde haya muchas razas de hombres, una desmembración o cualquier otro choque entre partidos pueden ir unidos a la sentencia de muerte y a un bautismo general de sangre para los blancos, como pasó en Santo Domingo y podrá pasar en todo lugar en que los esclavos sean superiores en fuerza y número a los hombres libres.

     Un poco más tarde, en abril de 1823, Maria Bárbara Garcez Pinto, dueña de esclavos en la Ensenada Baiana, escribía a su marido, que se encontraba en Portugal, diciéndose escandalizada con las noticias de que los negros de la región habían enviado peticiones a las cortes de Lisboa reivindicando la libertad: “Los criollos de Cachoeira hacen requerimientos para ser libres”. En otras palabras, ¡los esclavos negros nacidos en Brasil osaban pedir, organizadamente, la libertad! “[…] Están chiflados, y a látigo se les trata…”.

     En 1824, el minero Felisberto Caldeira Brant Pontes, futuro marqués de Barbacena, defendía en un informe a Londres la importación de mercenarios europeos, “hombres altos y claros”, para promover el blanqueamiento de la población brasileña y evitar que “los naturales del país se reduzcan a enanos color de cobre”. Brant también se preocupaba por la “peste revolucionaria” que podría propagarse “en un país con tantos negros y mulatos”.

     Estos documentos revelan el clima de miedo entre la parcela más privilegiada de la sociedad brasileña durante la independencia. “Son indicios del pesimismo sobre el futuro de Brasil que prevalecía en la época”, según observó el historiador Hendrik Kraay, profesor de la Universidad de Calgary, en Canadá. En el gran enfrentamiento de opiniones e intereses observado en el periodo, la amenaza de una rebelión esclava era vista como un peligro más urgente y temible que todas las demás dificultades. Era éste el enemigo común, el verdadero fantasma que sobrevolaba el horizonte del joven país. Y contra él se unieron los nacidos aqueste y allende mar, monárquicos y republicanos, liberales y absolutistas, federalistas y centralistas, masones y católicos, comerciantes e industriales, civiles y militares.

     Todos estos grupos, que formaban hasta entonces la dispersa y desorganizada élite brasileña, eran conscientes de que el enorme foso de desigualdad abierto en los tres siglos anteriores de explotación de mano de obra esclava podría revelarse incontrolable si las nuevas ideas libertarias que llegaban de Europa y Estados Unidos animaban a los cautivos a rebelarse contra sus opresores. El sentimiento de miedo funcionó como amalgama de grupos antagónicos en la época de la independencia, según la historiadora Maria Odila Leite da Silva Dias. Ante una amenaza mayor – la de la rebelión esclava y el previsible caos resultante de una guerra civil de naturaleza étnica – conservadores y liberales convergieron en torno al emperador para preservar sus intereses. De esta forma, Brasil consiguió romper sus vínculos con Portugal sin alterar el orden vigente. “La solución monárquica […] ofrecía la garantía de una revolución desde arriba hacia abajo, prescindiendo de una gran movilización popular”, resumió la historiadora Emília Viotti da Costa.

     Las tensiones latentes mantenidas bajo control por la corona portuguesa en el periodo colonial afloraron de forma violenta debido a los ecos de la Revolución Francesa y a su desdoblamiento en Portugal y Brasil. Fue como si una olla a presión entrase de repente en proceso de ebullición sin una válvula que dejase escapar el vapor. El nuevo ambiente de las ideas revolucionarias y la movilización para las luchas de la Independencia inocularon en los esclavos esperanzas de mejora que no se concretaron. “En Portugal se ha proclamado una Constitución que nos iguala a los blancos”, anunció el negro Argoim, líder de una rebelión esclava que movilizó a 21 mil hombres en el interior de Minas Gerais en 1821, al tener conocimiento de la Revolución Liberal de Oporto. “¡Vedad vuestra esclavitud: ya sois libres. En el campo del honor derramad la última gota de sangre por la Constitución que han hecho nuestros hermanos en Portugal!”. Los rebeldes luego se darían cuenta de que la revolución de Portugal era liberal sólo en la metrópoli y nada más atañía a los blancos.

     Otro ejemplo de las expectativas despertadas en los esclavos es el gran número de peticiones que esa parcela de población dirigió a la Asamblea Constituyente de 1823. En una de ellas, Inácio Rodrigues y un grupo de esclavos pidieron que los diputados sirviesen de mediadores en una larga disputa judicial que entablaron con su propietaria, Águeda Caetana, acusada de tratarlos de forma violenta e inhumana. Por esto, reivindicaban la manumisión en los tribunales. Los parlamentarios se ocuparon del caso durante tres sesiones. Los adjetivos usados en sus pronunciamientos rebelan la forma peyorativa con que los blancos veían a los cautivos de entonces: “miserables, desgraciados, infelices, huérfanos, pródigos, mentecatos, desvalidos”. Al final, los diputados llegaron a la conclusión de que no era tarea de ellos resolver la disputa y enviaron el caso al emperador Pedro I que, a su vez, también se negó a interferir en el proceso alegando respeto al derecho de propiedad.

     En la Guerra de Independencia, miles de cautivos reclutados por el Ejército y por la Marina defendieron la causa brasileña esperando, a cambio, obtener la libertad. “Pusieron armas en manos de negros nuevos cuando los recuerdos de la patria, del navío negrero y del mercado de esclavos aún les estaban frescos en la memoria”, anotó la inglesa Maria Graham refiriéndose al peligro de incorporar esclavos recién llegados de África – los negros nuevos – a las fuerzas nacionales en lucha contra los portugueses. Terminada la guerra, todo continuó como antes. Los esclavos quedaron así en la condición de huérfanos de la Independencia, tanto como los indios, los libertos, los mulatos, los mestizos, los analfabetos y los pobres en general que componían la vasta mayoría de los brasileños y cuyas condiciones de vida permanecieron inalteradas.

     Hacía más de trescientos años que el incesante tráfico de negros africanos sostenía la prosperidad de la economía colonial. Los esclavos eran el motor de las explotaciones de algodón, tabaco y caña de azúcar, y también de las minas de oro y plata que drenaban riqueza para la metrópoli. Sólo durante el siglo XVIII habían entrado en Brasil casi 2 millones de esclavos para trabajar en las regiones auríferas de Minas Gerais, Goiás y Mato Grosso. La presencia de tantos cautivos era potencialmente explosiva. El pavor a las rebeliones de esclavos quitaba el sueño a las familias blancas, acaudaladas y bien educadas.

     En la llamada Revuelta de los Alfayates, ocurrida en Salvador a mediados de 1798, los revoltosos fijaron manifiestos manuscritos en lugares públicos de la ciudad exigiendo “el fin del detestable yugo metropolitano de Portugal”, la abolición del esclavismo y la igualdad para todos los ciudadanos, “especialmente mulatos y negros”. Los más radicales pregonaban el ahorcamiento de parte de la población blanca de Salvador. La represión del gobierno portugués fue durísima. Fueron encarcelados 47 sospechosos, de los que nueve eran esclavos. Tres de ellos – todos mulatos libres – acabaron decapitados y descuartizados. Los pedazos de sus cuerpos fueron espetados en estacas por las calles de la capital, donde permanecieron hasta descomponerse totalmente. Dieciséis prisioneros consiguieron la libertad. Los demás fueron desterrados a África. Entre 1807 y 1835, los esclavos promovieron más de dos decenas de revueltas y conspiraciones en Bahia. En una de ellas, seiscientos negros salidos de los astilleros, donde trabajaban en la construcción y reparación de barcos pesqueros, atacaron Salvador y su región gritando “Libertad, vivan los negros y sus reyes… y mueran los blancos y mulatos”.

     De todos los problemas brasileños de la Independencia, la esclavitud fue el más camuflado y peor resuelto. Sirvió también para exponer una singular contradicción en el pensamiento de los hombres más revolucionarios de la época. Documentos, manifiestos y discursos hablaban de libertad, derechos para todos y participación popular en las decisiones, pero sus autores convivían naturalmente con la esclavitud, como si la defensa de esas ideas no se refiriese a los negros. Inácio José de Alvarenga Peixoto, líder de la Conspiración Minera, era dueño de 57 esclavos. Cipriano Barata, el incendiario periodista baiano defensor de ideas libertarias que le valieron muchos años de prisión, tenía cinco negros cautivos. Los revolucionarios republicanos de Pernambuco en 1817, aunque defendían los derechos de los hombres contra la tiranía de los reyes, debatieron divulgar un documento en el que tranquilizaban a los dueños de fábricas y grandes propietarios rurales. Bajo el nuevo régimen, explicaban, la esclavitud sería mantenida: “La sospecha se ha insinuado a los propietarios rurales: creen que la benéfica tendencia de la presente revolución liberal tiene por fin la emancipación indistinta de los hombres de color y esclavos […]. Patriotas, vuestras propiedades, aun las más opuestas al ideal de justicia, serán sagradas”.

     En un comunicado secreto al ministro británico George Canning, el 31 de diciembre de 1823, el cónsul general de Inglaterra en Rio de Janeiro, Henry Chamberlain, se decía sorprendido por la fuerza del tráfico de esclavos en Brasil:

No hay diez personas en todo el imperio que consideren este comercio como un crimen o lo afronten bajo otro aspecto que no sea el de ganancias o pérdidas. […] Acostumbrados a no hacer nada, a ver trabajar sólo a los negros, los brasileños en general están convencidos de que los esclavos son necesarios como animales de carga, sin los cuales los blancos no podrían vivir.

     Por convicción, algunos de los hombres más poderosos de la época defendían el fin del tráfico negrero y la abolición de la esclavitud. Por la fuerza de las circunstancias, sin embargo, fueron incapaces de poner en práctica sus ideas. Es el caso de nada menos que del emperador Pedro I, autor de un documento sorprendente de 1823 guardado hasta hoy en el Museo Imperial de Petrópolis. En él, el emperador defiende el fin de la esclavitud en Brasil. Las ideas allí expresadas son claras, lógicas y de una lucidez que podrían ser rubricadas por cualquiera de los grandes abolicionistas que, medio siglo más tarde, dominarían la escena política brasileña.

     “Nadie ignora que el cáncer que roe a Brasil es la esclavitud, es necesario extinguirla”, escribió don Pedro I en el documento de 1823. Según él, la presencia de los esclavos deformaba el carácter brasileño porque “nos hacen unos corazones crueles e inconstitucionales y amigos del despotismo”. Observaba también que “todo señor de esclavos desde pequeño comienza a mirar a sus semejantes con desprecio”. Seguidamente, afirmaba que Brasil podría vivir sin la esclavitud y proponía que el tráfico negrero fuese prohibido como primer paso para la total abolición del cautiverio: “Un hábito que hace contraer semejantes vicios debe ser extinguido”. De este modo, “los señores mirarán a los esclavos como a sus semejantes y así aprenderán por medio del amor a la propiedad a respetar los derechos del hombre, que el ciudadano que no conoce los derechos de sus conciudadanos tampoco conoce los suyos y es desgraciado toda la vida”.

     Si, un año después de la Independencia, hasta el emperador estaba contra la esclavitud ¿por qué continuó existiendo en Brasil durante tanto tiempo? La respuesta muestra que no siempre la voluntad de quien está en el poder es suficiente para cambiar el curso de la historia. Existen presiones que las circunstancias ejercen sobre ellos y limitan sus acciones y decisiones. Brasil estaba de tal forma viciado y dependiendo de la mano de obra esclava que, en la práctica, su abolición en la Independencia se reveló impracticable. Defendida en 1823 por Bonifácio y por el propio don Pedro, sólo vendría 65 años más tarde, ya al final del siglo.

     El tráfico de esclavos era un negocio gigantesco, que movía centenas de barcos y miles de personas a ambos lados del Atlántico. Incluía agentes en la costa de África, exportadores, armadores, transportistas, aseguradores, importadores y mayoristas que revendían en Rio de Janeiro a cientos de pequeños traficantes regionales que, a su vez, se encargaban de redistribuir la mercancía en las ciudades, haciendas y minas del interior del país. Los lucros del negocio eran astronómicos. En 1810, un esclavo comprado en Luanda por 70 mil réis, era revendido en el Distrito Diamantino, en Minas Gerais, por hasta 240 mil réis, o tres veces y media el precio pagado por él en África. En 1812, la mitad de los treinta mayores comerciantes de Rio de Janeiro se componía de traficantes de esclavos.

     Ante este escenario, mantener la esclavitud y proteger a los grandes propietarios contra una eventual rebelión de los cautivos fue una de las monedas de cambio que don Pedro y su ministro José Bonifácio de Andrada e Silva usaron en 1822 para la defensa de su proyecto monárquico constitucional. Bonifácio, un abolicionista convencido, envió a Pernambuco en julio de 1822 un emisario con la promesa de que, a cambio de apoyo, el gobierno imperial protegería a los fabricantes de azúcar de una eventual rebelión esclava. Para confirmar los temores de la “azucarocracia” pernambucana, en febrero del año siguiente, el gobernador militar de la provincia, Pedro da Silva Pedroso, lideró una rebelión de negros y mulatos, en la cual prometía represalias contra blancos y “encalados”. El trauma de la “pedrosada”, como fue conocido el movimiento, sirvió de lección para que las élites locales se identificasen de una vez por todas con el régimen imperial.

     En la Bahia de 1822, según el historiador Luís Henrique Dias Tavares, para la mayoría de los propietarios de esclavos, tierras, plantaciones de caña, destilerías, ganaderías y pudientes era indiferente que Brasil fuese monárquico absolutista o constitucional, se separase o permaneciese vinculado a Portugal, con una única condición: la garantía de que la esclavitud permaneciese intocable. “Valía para esa clase social baiana lo que fuera más seguro para que no quebrase el tráfico negrero y el sistema de trabajo esclavo”, escribió Dias Tavares. “Las proclamas de las villas del Recôncavo […], en junio de 1822, veían en el reconocimiento de la autoridad del príncipe regente don Pedro el mejor y más seguro camino hacia la independencia sin la ruptura del orden. O sea, sin afectar al tráfico de esclavos y a la esclavitud”.

     La esclavitud estaba de tal forma enraizada en Brasil que resistió a todas las presiones ejercidas contra ella por Gran Bretaña, la mayor potencia económica y militar de la época y cuya opinión pública exigía la inmediata abolición del tráfico negrero. En 1810, el entonces príncipe regente don Juan firmó con Inglaterra un tratado comercial que incluía una cláusula sobre el tema. “Una abolición gradual del tráfico de esclavos es prometida por parte del regente de Portugal y los límites del mismo tráfico, a lo largo de la costa de África, serán determinados”, rezaba el documento. Nada pasó. En 1815, en el Congreso de Viena, bajo presión de todas las partes, los representantes portugueses pactaron un acuerdo por el cual quedaba prohibido el comercio negrero en aguas al norte del Ecuador y se comprometían también a implicarse en nuevas negociaciones con el objetivo de acabar definitivamente con el tráfico entre África y Brasil. Don Juan ratificó el tratado en junio de 1815. Y, una vez más, todo quedó en el papel.

     En las negociaciones para el reconocimiento de la Independencia, la abolición del tráfico se convirtió en una cuestión de honor para el gobierno británico. “Que el gobierno brasileño nos comunique su renuncia (al tráfico africano) y el señor Andrada puede estar seguro de que esa sola y única condición decidirá la voluntad de este país (Inglaterra) y facilitará enormemente el establecimiento de una amistad y de cordiales relaciones entre Gran Bretaña y Brasil”, afirmaba el ministro George Canning en un comunicado al cónsul Henry Chamberlain en Rio de Janeiro. “El mejor camino para lograrlo (el reconocimiento del nuevo Imperio) es la declaración por parte de Brasil de que renuncia al comercio de esclavos”.

     Como resultado de esas negociaciones, don Pedro firmó en 1826 un nuevo acuerdo con Gran Bretaña, en el cual se comprometía a extinguir el tráfico cuatro años más tarde, en 1830. La decisión fue refrendada por una ley brasileña en 1831, que también declaraba libres a todos los esclavos venidos de fuera del Imperio e imponía penas a los traficantes. Como en las ocasiones anteriores, no pasó de una promesa. Nunca se importaron tantos esclavos como después de ese acuerdo. Entre 1830 y 1839 entrarían en Brasil más de 400 mil negros africanos. El motivo fue el crecimiento de los cultivos de café. Las nuevas haciendas necesitaban brazos y el tráfico era la solución. La oferta de nuevos cautivos fue tan grande que hubo una caída de los precios, de setenta libras esterlinas por cabeza en 1830 a 35 libras en 1831. El tráfico sólo acabaría después de 1850. “El interés de los agricultores fue más poderoso que el respeto a los convenios internacionales”, observó el historiador Oliveira Lima.

     Durante el debate para la ratificación del tratado de 1826, el diputado Raimundo José da Cunha Matos, representante de Goiás, resumió las preocupaciones de los señores esclavistas que dominaban el parlamento. Según él, el tratado era “un insulto al honor, a los intereses, a la dignidad, a la Independencia y a la soberanía de la nación brasileña” por las siguientes razones: “ataca a la ley fundamental del imperio; perjudica enormemente al comercio nacional; arruina la agricultura, vital para la existencia de las personas; aniquila la navegación; asesta un golpe cruel a los ingresos del Estado; además de ser prematuro y extemporáneo”. Concluía su justificativa con un argumento sorprendente: los cristianos que compraban esclavos estaban realmente librándolos de la muerte o de algún destino más cruel que la esclavitud en las selvas africanas. Por “destino más cruel”, se entendía en la época el canibalismo, la idolatría y la homosexualidad entre otros “horrores”.

     Una única voz se levantó en defensa del tratado: el paraense don Romualdo Antonio de Seixas, arzobispo de Bahia. Mientras todos los demás parlamentarios se alternaban en el estrado para defender la esclavitud, don Romualdo argumentó que la inmediata suspensión del infame comercio con África era el mejor camino para la construcción de un Brasil más libre y civilizado. Por contrariar los intereses de la aristocracia rural, don Romualdo no fue reelegido en la siguiente legislatura de 1830. Tampoco volvió al parlamento su protegido en Pará, el diputado José Tomás Nabuco de Araújo, que tuvo que conformarse con el cargo de presidente de la provincia de Paraíba. Uno de los nietos de Nabuco de Araújo, el pernambucano Joaquim Nabuco, nacido en 1849, se convertiría en el mayor de todos los abolicionistas brasileños.

     Las expectativas frustradas en 1822 se materializarían en innumerables rebeliones durante los años siguientes por todo Brasil y contribuyeron a aumentar las dificultades de la Regencia, periodo de transición entre la abdicación de don Pedro I en 1831, y la mayoría de edad de su hijo, don Pedro II, en 1840. Movimientos como la Guerra de los Cabanos en Pernambuco (1832-1835), la Balaiada en Marañón y Pauí (1838-1841), la Cabañada en Pará (1835-1840) y la Revuelta de los Malienses en Bahia (1835) tenían un carácter difuso, con reivindicaciones a veces difíciles de entender, pero nacieron siempre de las clases más humildes de la población dejada al margen del proceso de independencia. Es un pasivo que, en rigor, Brasil carga hasta hoy.

Laurentino Gomes


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