EL RETRATO MÁS CONOCIDO DE LA MARQUESA de Santos es de autoría del pintor Francisco Pedro do Amaral, discípulo del francés Jean-Baptiste Debret en la Academia Imperial de Bellas Artes. El cuadro muestra una mujer de rostro redondo, ojos grandes y negros, cejas espesas y bien delineadas, labios finos y nariz levemente puntiaguda. Los contornos de la boca le dan un aire serio y enigmático. El cuello es largo y delgado. El cuerpo de curvas generosas indica un peso por encima del que recomendaría el patrón de belleza actual. El conjunto no llega a ser bello ni sensual, pero revela una persona altiva, atrayente y determinada.
Testigos de la época confirman esta impresión. Felisberto Caldeira Brant Pontes, vizconde y después marqués de Barbacena, la definió como “mediocremente bonita”. Condy Raguet, representante de los Estados Unidos en Rio de Janeiro, anotó que ella consiguió encantar a don Pedro “sin poseer una gran belleza que la recomendase”. Otro diplomático, el conde de Gestas, cónsul general de Francia en Brasil, afirmó que poseía “un exterior agradable que puede pasar por belleza en un país donde ésta es rara”. Para el aventurero alemán Carl Seidler, “la marquesa no era absolutamente bonita, y era de una corpulencia fuera de lo común”. El también alemán Carl Schlichthorst añadió que “no le falta bastante gordura, lo que corresponde al gusto general”.
Los pocos textos de autoría de la marquesa que han sobrevivido al paso del tiempo indican que, aunque poderosa, era semianalfabeta, como el resto de casi la totalidad de los brasileños de aquel tiempo. Un ejemplo es la carta sin puntuación y repleta de faltas de ortografía que envió a don Pedro en 1828, ya en la fase final de su romance: “Siñor. Perdoneme que le diga esto no necesito concejos no soi como Su Majetad mis respuestas nasen de mi corazon”.
El romance de don Pedro I con la paulista Domitila de Castro Canto e Melo – nombre completo de la marquesa – se entrelaza y confunde con el Grito del Ipiranga. Es la gran historia de amor que sirve de molde a la proclamación de la Independencia de Brasil. Sus huellas están en los personajes, en el calendario, en el paisaje y en todos los acontecimientos decisivos de la más importante semana de la historia brasileña, como se puede observar en la lista siguiente:
- Uno de los testigos del Grito del Ipiranga, el alférez Francisco de Castro Canto e Melo, era hermano de Domitila. Había salido de Rio de Janeiro con el reducido grupo que acompañaba al príncipe regente a São Paulo y dejó un registro precioso de los acontecimientos a orillas del Ipiranga;
- Santos, la ciudad que el entonces príncipe regente visitó la víspera de la Proclamación de la Independencia, prestaría su nombre al título nobiliario con el que don Pedro premiaría a la amante algunos años más tarde – marquesa de Santos. Esto por sí solo es un misterio, pues Domitila vivía en São Paulo y no consta que tuviese ninguna relación especial con la ciudad del litoral paulista;
- En el lugar exacto de la Proclamación, la colina del Ipiranga, estaba situada la casa de campo del coronel jubilado João de Castro Canto e Melo, padre de Domitila. El historiador Alberto Rangel asegura que don Pedro ya había visitado esa casa. Habría sido su primer compromiso al llegar a São Paulo dos semanas antes;
- Rumores nunca confirmados dicen que don Pedro y Domitila se encontraron en la casa del coronel Canto e Melo en los momentos que precedieron al Grito, razón por la cual el príncipe habría ordenado que la guardia de honor se adelantase y lo esperase en la venta próxima al riacho Ipiranga;
- En otra versión, don Pedro habría descendido la sierra de Mar el día 5 de septiembre con el propósito de encontrarse a escondidas con su amante, lejos de los ojos curiosos de los habitantes de la pequeña ciudad de São Paulo. La visita a las fortalezas y a la familia de José Bonifácio, motivo alegado para el viaje, sería una mera disculpa para el encuentro amoroso;
- Según esas habladurías, Domitila habría viajado a Santos el mismo día 5 de septiembre en una expedición aparte, teniendo la precaución de no participar en ninguna ceremonia u homenaje prestados al príncipe en el litoral paulista.
Ninguno de estos rumores ha sido comprobado, pero hay fuertes evidencias de que el día 7 de septiembre de 1822 don Pedro tenía una agenda paralela a la de los asuntos de Estado en la cama de la mujer que fue la mayor de todas sus muchas pasiones, arrolladora al punto de comprometer su imagen y el propio desenlace del Primer Reinado.
Un año mayor que el príncipe, Domitila nació en São Paulo el día 27 de diciembre de 1797. Su padre, azoreño de la isla Terceira y coronel retirado de caballería, se decía amigo de don Juan VI y era conocido como “quebra vinténs” (rompe-ochavos). A simple vista, el mote se debería a la gran fuerza física del coronel, capaz de quebrar una moneda de cobre con los dedos. Carlos Oberacker Jr., biógrafo de la emperatriz Leopoldina, afirma, sin embargo, que en lenguaje popular de la época “vintém” era sinónimo de virginidad. El apodo sería, por tanto, una referencia a la vida sexual del “quebra vinténs”.
En enero de 1813, todavía una adolescente de quince años, Domitila se casó con el alférez minero Felício Pinto Coelho de Mendoça. Comenzó ahí una impresionante historia reproductora que la llevaría a concebir por lo menos dieciséis veces, de las cuales vinieron catorce hijos de tres hombres diferentes. En 1819, ya madre de dos hijos con Felício, quedó embarazada en un aparente caso extraconyugal. El marido la acusó de adulterio con el coronel Francisco de Assis Lorena, hijo del gobernador que había construido la famosa “calzada de Lorena”, la carretera recorrida en la sierra de Mar por don Pedro el día de la Independencia. En el Brasil de aquella época, las traiciones generalmente resultaban en crímenes de honor – siempre que el rival no fuese el emperador de Brasil, como se verá en los párrafos siguientes. En un país profundamente católico y conservador, la vigilancia de la moralidad de las familias era severa y a veces cruel.
Según una costumbre del siglo XVI heredada de Portugal, en el Brasil colonia se tenía el perverso hábito de poner a escondidas, durante la noche, un guiñapo con pequeños cuernos colgado en la puerta de los maridos y mujeres traicionados. El hombre víctima de traición era llamado “corno” o “corno manso”, expresión usada todavía hoy entre los brasileños. Era una forma de exponer en público, de forma traicionera y encubierta por la noche, lo que todo el mundo sabía por los cuchicheos en las calles y esquinas. En el caso de Domitila, no hay noticias de que la pareja hubiera sido víctima del famoso guiñapo de cuernos, pero el desenlace fue el previsible: además de procesarla por adulterio, el marido traicionado intentó matarla a cuchilladas. A pesar de gravemente herida, Domitila sobrevivió y se refugió en casa de su padre, donde el príncipe regente la encontró dos semanas antes del Grito del Ipiranga.
Según el historiador Alberto Rangel, Domitila fue presentada a don Pedro por el hermano de ella, que lo acompañaba desde Rio de Janeiro. La víspera de la entrada en São Paulo, el 24 de agosto de 1822, el príncipe habría ido a visitar a la familia Canto e Melo, en la casa vecina a la colina del Ipiranga. Domitila vivía un momento de gran angustia y tensión. Además de haber intentado matarla, el exmarido reivindicaba la guarda de los hijos de la pareja. Por eso, con la ayuda de su hermano, intercedió ante don Pedro para que interfiriese a su favor en el proceso. Después de este primer encuentro, cuyos detalles son desconocidos, habría habido otro, casual, en una de las calles de la ciudad.
El príncipe pasaba a caballo cundo se cruzó con Domitila siendo transportada por dos esclavos en una litera. El galante don Pedro se apeó del caballo y la saludó, enalteciendo su belleza. Después, dispensó a los esclavos y, ayudado por la guardia de honor, sostuvo él mismo una de las varas de la litera. Domitila no perdió la oportunidad: “¡Qué fuerte es Su Alteza!”, habría reaccionado. A lo que don Pedro respondió: “Nunca más Su Excelencia tendrá negritos como esos”. Seguidamente, la llevó a hombros hasta su casa. Menos de una semana después, la lluviosa noche rasgada por relámpagos del 29 de agosto de 1822, ambos durmieron juntos por primera vez en los aposentos de Domitila situados en la calle Ouvidor, actual José Bonifácio, en el centro de São Paulo.
Don Pedro y Domitila nunca más serían los mismos. Ambos pagarían un alto precio por la pasión avasalladora que los consumió desde entonces. Ella reforzaría en él la imagen de un hombre promiscuo e inconsecuente, capaz de negociar en la cama los altos intereses del Estado a cambio de favores sexuales. Al saber del nuevo romance, el emperador Francisco I, padre de la emperatriz Leopoldina, anotó en el margen de la comunicación que recibió del barón Wenzel de Mareschal, representante de la corte de Viena en Rio de Janeiro: “Qué miserable hombre es mi yerno”. Domitila igualmente pasaría a la posteridad de forma peyorativa, como la amante interesada que habría seducido al príncipe y futuro emperador en busca de cargos, dinero, promociones y privilegios de toda naturaleza. “Don Pedro inició en São Paulo con doña Domitila de Castro la aventura romántica de mayor repercusión de su vida, su gran amor, sobrepasando la alcoba para reflejarse en las relaciones de familia, en la política, en el comportamiento del futuro monarca, en su concepto dentro y fuera de Brasil”, afirmó Octávio Tarquínio de Sousa.
En realidad, don Pedro inició en São Paulo no sólo uno, sino dos romances. Además de Domitila, comenzó a enamorar a su hermana, Maria Benedita, ocho años mayor que él y casada con el portugués Boaventura Delfim Pereira. Ella concibió del emperador a comienzos de 1823, pero, en este caso, no hubo delito de honor. Al contrario, el marido traicionado fingió no tener conocimiento de la historia. Además de soportar todo en silencio, bautizó con su nombre al hijo bastardo de don Pedro con Maria Benedita. Rodrigo Delfim Pereira nació en Rio de Janeiro el 4 de noviembre de 1823 y murió en 1891, a los 67 años, en Lisboa.
Como recompensa, Boaventura fue promovido al cargo de superintendente de la Real Hacienda de Santa Cruz, después administrador de las Imperiales Casas y Haciendas, montero (o chambelán) de la emperatriz Leopoldina y, por fin, barón de Sorocaba, título que ostentó por el resto de su vida con su mujer, de quien nunca se separó. Comportamiento muy diferente tuvo la propia Domitila. El romance paralelo habría sido el motivo de un misterioso atentado que Maria Benedita sufriría la noche del 23 de agosto de 1827, cuando su carruaje fue alcanzado por dos tiros de pistola en la ladera de la Gloria, en Rio de Janeiro. Una investigación rápidamente archivada por orden de don Pedro apuntó a la ya entonces marquesa de Santos como sospechosa de ser la ordenante de la tentativa de homicidio contra su hermana.
La ascensión de Domitila en la corte de don Pedro fue meteórica. El primer fruto de su nueva relación con don Pedro vino de los tribunales. La actuación promovida por su exmarido Felício, que hasta la víspera de la Independencia se atrasaba en la justicia de São Paulo, se resolvió rápidamente por la providencial buena voluntad de la Iglesia católica. Por mediación del monarca, el proceso canónico de anulación de matrimonio quedó listo en apenas 48 horas y, sin ningún pudor, invirtió el contenido de las acusaciones. La sentencia, firmada el 5 de marzo de 1824 por el canónigo José Caetano Ferreira de Aguiar, culpó al exmarido de adulterio y malos tratos, mientras que Domitila era señalada como esposa de “buena conducta” – decisión sorprendente, una vez que, a esas alturas, Brasil entero sabía que era la amante de don Pedro.
Aunque pasara de acusador a reo, el exmarido dejó de defenderse en el proceso para facilitar la resolución. A cambio de la buena conducta y de la promesa de jamás volver a importunar a su exmujer, fue nombrado administrador de la factoría imperial de Periperi. La segunda parte del trato fue quebrantada una única vez, cuando Felício inadvertidamente escribió una carta a un amigo en la que criticaba la relación de Domitila con el emperador. El contenido de la correspondencia llegó a conocimiento de don Pedro que, enfurecido, cabalgó cerca de sesenta kilómetros para aplicarle una zurra con sus propias manos. Después, obligó al alférez a firmar un papel en el que se comprometía nuevamente a nunca más incomodar a Domitila. Esta vez, Felício no sólo cumplió el acuerdo sino que, algún tiempo después, se sometió a la humillación de pedir a su exmujer que intercediese ante el emperador para ser promovido a sargento mayor de la localidad de Pilar da Serra.
El 16 de enero de 1827, también el exsuegro Felício Moniz Pinto Coelho da Cunha (padre del alférez) se juzgó con derecho a escribir a Domitila en busca de favores. Le pidió ayuda para vender a los ingleses sus terrenos mineros en la provincia de Minas Gerais. El precio estimado era de 1 millón de cruzados, pero el exsuegro prometía pagar a la marquesa una comisión “como si fuesen vendidos por 2 millones”. No se sabe si la venta se realizó, pero la carta comprueba que Domitila era “accesible a sospechosos negocios lucrativos”, en opinión de Octávio Tarquínio de Sousa.
Algunos meses después de iniciada la relación, Domitila se mudó de São Paulo a Rio de Janeiro por invitación de don Pedro que, en una carta, le anunciaba la decisión de ir a buscarla con la familia, “que aquí no ha de morir de hambre, muy especialmente mi amor, por quien estoy preparado para hacer sacrificios”. El emperador la albergó al principio en una casa amarilla situada en el relativamente modesto barrio de Mato Porcos, actual Estácio, pero luego fue trasladada a un lujoso palacete adosado al muro del palacio de Quinta da Boa Vista, donde hoy funciona el Museo del Primer Reinado. El historiador Alberto Rangel afirma que en los aposentos del emperador existiría una salida secreta por la que él escapaba durante la noche para encontrarse a escondidas con su amante.
Discreta al inicio, la presencia de la “favorita” (designación dada a Domitila por el diplomático austríaco Wenzel de Mareschal) más tarde se volvió motivo de escándalo en Rio de Janeiro. En septiembre de 1824, le fue impedida la entrada al Teatrinho Constitucional de São Pedro, donde se presentaban los actores de la Compañía Apolo y sus Bambalinas. Al saber de la noticia, don Pedro dio órdenes para que el intendente general de la policía, Francisco Alberto Teixeira de Aragão, nombrado por influencia de Domitila, suspendiese las representaciones de la pieza teatral, sacase a los actores del edificio y mandase quemar sus pertenencias en una hoguera frente a la iglesia de Santana.
Otro incidente aconteció en Semana Santa de 1825. Cuando Domitila subió a la tribuna reservada a las damas del Pazo para asistir a las ceremonias religiosas, las señoras de la nobleza se retiraron en protesta. Para reparar la ofensa, días después, don Pedro la elevó al puesto de dama de honor de la emperatriz Leopoldina. De esta forma, confería a su amante el derecho de ocupar un lugar privilegiado en todas las reuniones, paseos, viajes y otros eventos de la corte. El 12 de octubre, cumpleaños de don Pedro, le dio el título de vizcondesa de Santos, “por los servicios prestados a la emperatriz”, según el decreto. En la misma fecha al año siguiente la promovió, finalmente, a marquesa de Santos, título con el que pasaría a la historia.
Las regalías y los privilegios se extendieron a la familia de la amante. Sus hermanos y parientes recibieron empleos, títulos y prebendas de don Pedro. Su padre murió el 2 de noviembre de 1826 y fue enterrado con honores de Estado en el convento de Santo Antônio. El pomposo funeral, al que fue invitado todo el cuerpo diplomático y las más altas autoridades del Imperio, costó 628.280 réis, el precio de seis esclavos o seis caballos de raza, pagados por don Pedro I, que también anunció que honraría todas las eventuales deudas que el muerto hubiese dejado en la plaza.
La comunidad extranjera de Rio de Janeiro quedó impresionada con el poder de la amante de don Pedro. El diplomático norteamericano Condy Raguet decía, con cierta exageración, que ningún despacho imperial se obtenía sin el patrocinio de Domitila. “La pasión del emperador por esa mujer llega al punto de hacerle olvidar la moral y las buenas costumbres”, añadió Lorenzo Westin, cónsul general de Suecia. “Ella saca partido de esto para enriquecerse”. Charles Stuart, negociador británico del tratado de reconocimiento de la Independencia de Brasil por Portugal en 1825, afirmó que se debía “a la influencia de la señora Domitila de Castro la remoción de un obstáculo que habría hecho malograr todas las negociaciones”. Mareschal, el representante de Austria, decía que “quien pretende favores o gracias le hace la corte, es el canal de las promociones”.
Durante los siete años de duración del romance, Domitila concibió por lo menos cinco veces de don Pedro. En la primera, algunas semanas después del Grito del Ipiranga, abortó o dio a luz a un niño prematuro. De la segunda, nació Isabel Maria, el 23 de mayo de 1824 – dos días después del anuncio de la sentencia de divorcio en que la madre era señalada como una “esposa de buena conducta”. Don Pedro no la reconoció inmediatamente como hija, pero dos años después, cuando el poder de Domitila llegó a su auge, le brindó todos los honores posibles. Isabel consiguió el título de duquesa de Goiás y el derecho a ser llamada “Alteza”, tratamiento normalmente reservado a las princesas, fue condecorada con la Ordem do Cruzeiro y de Santa Isabel y cambió el nombre de tres de los navíos de la nueva Marina de guerra brasileña. Cuando don Pedro abdicó al trono, Isabel Maria estudiaba en el Sacré Coeur de París, uno de los colegios más caros y exclusivos de la época, cuyo predio alberga hoy el Museo Rodin. Otros dos hijos murieron prematuramente. La última hija, Maria Isabel de Braganza, futura condesa de Iguazú, nació el 28 de febrero de 1830, cuando el emperador ya había expulsado a Domitila de Rio de Janeiro para casarse con la segunda emperatriz, Amélia.
El romance de don Pedro con la marquesa de Santos originó uno de los conjuntos de documentos más pintorescos de la historia brasileña. Son las más de 170 cartas que el emperador escribió a su amante entre 1822 y 1829. Al comienzo, el trato es cariñoso, como “Mi amor de mi corazón”, “Mi amor, mi Titila” y “Mi amor y mi todo”. Las firmas varían entre “El Diablillo”, “Fuego, Fueguito”, “Pedro” y “El Emperador” – éste usado en las cartas de celos o cuando el romance se enfriaba. Con mucha frecuencia, él se refería a Domitila de forma paternal, como “hija” o a sí mismo como “tu hijo”. Por las cartas se sabe que don Pedro colmaba a su amante de regalos. La lista incluye carne de caza, un cuarto de vaca, la mitad de un pavo, perdices y otras aves, una cestita de fresas, quesos e higos, capullos de rosa, trozos de cintas, ramos de flores, papel, rosas y lirios blancos; y también joyas carísimas, como un medallón con la efigie del emperador (cuatro contos de réis) y una pulsera de cuentas de oro con cierre de brillantes.
El estilo de los mensajes varía de acuerdo con la temperatura del romance. Algunos eran fútiles y hasta infantiles. Otros, repletos de pasión, erotismo y celos. “Te mando un par de medias negras, y no te las pongas sin otras por debajo”, le pedía don Pedro el 2 de diciembre de 1827. “Muy corto te está el vestido de algodón. […] Bien me quieras y a nadie más…”. Hay también cartas sinceras que dejan entrever el lado humano del monarca: “Yo soy emperador, pero no me vanaglorio de ello, pues sé que soy un hombre como los demás, sujeto a vicios y virtudes como todos lo están”.
Están por último las cartas groseras, con descripciones y vocabulario más propios de una tienda al borde de la carretera que de un palacio imperial. El historiador Alberto Rangel observó que los lectores de hoy deberían estar agradecidos a don Pedro I por “no saber ocultar ni mantener o disfrazar sus sentimientos con […] buenas palabras”. Alguna de esa correspondencia se ocupa de detalles curiosos respecto de la anatomía del emperador en un lenguaje crudo. “Tu cosa está sin novedad, está bien, y las zonas han disminuido, ahora ya no los tengo tan delgados y por eso la orina sale clara”, anunciaba don Pedro en una carta sin fecha. “Tu cosa” eran, obviamente, los genitales del emperador y el texto da a entender que, mientras se relacionaba con la marquesa, aparentemente contrajo una enfermedad venérea, dolencia común en la época. En otra carta, don Pedro volvería a referirse a sus propios genitales de forma aún más divertida – “máquina triforme”. También insinúa haber traicionado a su amante y se dice arrepentido:
Desgraciado de aquel hombre que una vez desajusta la máquina triforme, porque después, para volver a arreglarla, cuesta diablos, y mucho más desgraciado soy yo por haber hecho […] este desarreglo con ofensa hacia ti, hija mía. […] No hablo de cosas pasadas, pues el remedio es la enmienda, sólo hago llorar por haberlas hecho. […] Es un apuro decir la verdad y no quererte esconder nada que me obligue a hacerte esta participación.
En tono más cariñoso, don Pedro comunica el envío de un regalo el 12 de octubre de 1827 (fecha del cumpleaños de él): “Hija mía, ya que no puedo arrancarme el corazón para mandártelo, recibe estos dos pelos de mi bigote, que me arranqué ahora mismo”. Alberto Rangel cuenta que junto a la correspondencia de don Pedro conservada en la Biblioteca Nacional de Rio de Janeiro existe “un paquete de papel, conteniendo pelos de sospechoso origen”, que serían “más recónditos” que los del bigote citados en esta carta.
Mientras Domitila crecía en prestigio, la emperatriz Leopoldina se sumergía cada vez más profundo en el abismo depresivo que la llevaría a la muerte en diciembre de 1826. La primera humillación impuesta por don Pedro a su mujer fue la elevación de la amante al cargo de dama de honor de la corte. Significaba “infligir a la emperatriz el más odioso de los disgustos, esto es, su presencia, desde que salía de sus aposentos privados”, según observó la inglesa Maria Graham, profesora de la princesa Maria da Glória. Desesperada por las demostraciones públicas de infidelidad de su marido, Leopoldina llegó a pedir a su padre, Francisco I, que la aceptase de vuelta en Viena. Ante la demora de la respuesta, especuló con abandonar el palacio, recogerse en el convento de la Ayuda en Rio de Janeiro y allí aguardar la respuesta de su padre.
El culmen de las humillaciones fue el viaje de dos meses que el emperador emprendió a Bahia entre febrero y abril de 1826, muy diferente de las precarias cabalgadas a Minas Gerais y São Paulo en vísperas del Grito del Ipiranga. La flota, compuesta por cuatro navíos, transportaba más de doscientas personas, que incluían a la amante Domitila, la emperatriz Leopoldina, la princesa Maria da Glória, diversos barones, vizcondes, secretarios particulares, miembros del clero, funcionarios públicos y militares de alta patente. Las provisiones para el viaje, compradas en Rio de Janeiro, incluían ochocientas gallinas, trescientos pollos, doscientos patos, veinte pavos, cincuenta palomos, 260 docenas de huevos, treinta cerdos adultos y quince lechones, treinta carneros, seis cabras, diez cajas de vino francés, siendo cuatro de Château Margaux y seis de Larose Médoc, además de una gran cantidad de frutas, verduras, legumbres, galletas, café, té, jalea, chocolate y quesos.
Durante la travesía entre Rio de Janeiro y Salvador, don Pedro solía pasear por el combés acompañado de Domitila y de la princesa Maria da Glória. También cenaban juntos, mientras que Leopoldina hacía sus comidas sola en sus aposentos. En la capital bahiana, el emperador y su amante se hospedaron en el mismo inmueble. Leopoldina, en otro vecino. “El viaje de la corte a Bahia provocó un gran escándalo, pues el emperador, al hacerse acompañar por la emperatriz, su hija mayor y su amante titular, chocó lógicamente con todo el mundo”, señaló Wenzel de Mareschal.
Una última humillación le estaba reservada a Leopoldina ya en su lecho de muerte. En diciembre de 1826, mientras la emperatriz agonizaba en el palacio de Quinta da Boa Vista, la marquesa de Santos intentó usar su prerrogativa de dama de la corte para entrar en el cuarto. Fue detenida en la puerta por la marquesa de Aguiar y por el ministro Francisco Vilela Barbosa, marqués de Paranaguá. “Por favor, mi señora, aquí no”, le dijo el marqués. Ofendida, Domitila se retiró, pero se quejó a don Pedro que, en represalia, destituyó a Vilela Barbosa del ministerio y castigó a todos los funcionarios implicados en el episodio. La muerte de Leopoldina, sin embargo, fue un golpe fatal en el romance del emperador con la marquesa.
Viudo, don Pedro sabía que, para mantener el prestigio del trono brasileño frente a las potencias extranjeras, necesitaba casarse nuevamente con una princesa europea. Domitila, obviamente, era un contratiempo en las negociaciones y debía ser apartada de la corte lo más rápidamente posible. “Matrimonio prometedor, con el actual estado de las cosas, no se consigue sin tiempo ni paciencia”, avisó desde Londres el marqués de Barbacena, encargado de buscar una candidata en Europa. Atemorizadas por la mala reputación del emperador, señalado como un mujeriego incorregible cuya conducta habría sido la responsable de la muerte de Leopoldina, por lo menos diez princesas rechazaron la proposición de casarse con él en segundas nupcias.
Ya en la cuarta negativa, don Pedro se mostraba profundamente constreñido. “Cuatro rechazos recibidos en silencio son suficientes para mostrar al mundo entero que yo busqué cumplir mi deber intentando casarme”, escribió a su exsuegro, Francisco I. “Recibir un quinto rechazo implica deshonra no sólo a mi persona, sino al imperio; por tanto, estoy firmemente decidido a desistir de la empresa”. En agosto de 1828, envió nuevas instrucciones al marqués de Barbacena indicando que, para no correr el riego de nuevos rechazos, podía ser más flexible en las negociaciones:
Mi deseo, y gran fin, es obtener una princesa que por su nacimiento, hermosura, virtud, instrucción, venga a hacer mi felicidad y la del Imperio. Cuando no sea posible reunir las cuatro condiciones, podréis admitir alguna disminución en la primera y en la cuarta, mientras que la segunda y la tercera sean constantes.
En resumen, la novia podía no ser muy noble y hasta un poco ignorante, mientras que fuese bonita y virtuosa. Y fue, de hecho, lo que sucedió.
Con la ayuda de sus diplomáticos en Europa, el suertudo don Pedro encontró no sólo una princesa virtuosa, sino una mujer bellísima en la flor de sus diecisiete años. Su nobleza, no obstante, era de segunda línea. Nacida en Milán el 31 de julio de 1812, Amélia Augusta Eugênia Napoleona de Beauharnais era nieta de la emperatriz Josefina, primera mujer de Napoleón Bonaparte. Su padre, Eugênio de Beauharnais, fue uno de los grandes generales del imbatible Ejército francés y consiguió de Napoleón, como recompensa por sus victorias, el título de virrey de Italia. Su linaje estaba, por tanto, contaminado por lazos familiares con el “ogro usurpador”, el emperador francés que durante un cuarto de siglo humilló a los tronos europeos.
Como estirpe, los Beauharnais no igualaban a los Habsburgo austríacos de la primera emperatriz, Leopoldina – éstos, sí, nobles de primera línea, admirados, respetados y reconocidos por todas las monarquías europeas. Nada de esto, sin embargo, parecía incomodar a don Pedro. Al final, él admiraba a Napoleón, de quien ya había sido pariente una vez, en su primer matrimonio, como se vio antes. Y, por encima de todo, Amélia era una mujer deslumbrante. “El original es muy superior al retrato”, avisó Barbacena al anunciar el resultado de la negociación finalmente exitosa, en mayo de 1829, en una carta acompañada del retrato de la princesa. “Mi entusiasmo es tan grande que sólo me falta estar loco”, respondió el emperador brasileño.
Amélia llegó a Rio de Janeiro en octubre de 1829, casi tres años después de la muerte de Leopoldina. Al desembarcar, llevaba un vestido color de rosa adornado con encajes. Don Pedro quedó tan impresionado que se desmayó en el combés del navío. Inmediatamente, creó en su honor una de las condecoraciones más bonitas y deseadas del Imperio brasileño, la “Orden de la Rosa”, cuyo lema sería, sugerentemente, “Amor y Fidelidad”. Aunque joven y bonita, sin embargo, Amélia no era una ingenua. La primera disposición de la nueva emperatriz fue poner orden en casa. Cambió criados y camareros e impuso una nueva etiqueta a las malas costumbres de la corte de Rio de Janeiro. Cambió hasta el idioma. Desde su llegada, se habló francés. También apartó de palacio a todos los amigos desacreditados del emperador y echó a la hasta entonces mimada hija de Domitila, la duquesa de Goiás, despachada para un internado en París.
El emperador lo aceptó todo con resignación. Y fue recompensado por ello. La segunda emperatriz le dio a don Pedro una hija más, Maria Amélia Augusta, nacida en 1831 y fallecida en 1853, antes de cumplir los 22 años. Fue, principalmente, una compañera fiel y dedicada hasta el fin de su vida. Después de su llegada, hay vagas referencias a romances pasajeros de don Pedro, como el hijo que tuvo con la monja del convento de la Esperanza en la isla Terceira, en las Azores. Pero nada que se compare al fuego de los años vividos con Domitila. Se puede decir que, en la medida de lo posible, don Pedro fue un hombre sorprendentemente fiel a Amélia.
Antes de caer en los brazos de la adorable Amélia, sin embargo, don Pedro tuvo que librarse de una obstinada Domitila, que insistía en no dejar la corte. Al comienzo de las negociaciones en Europa, ante el rechazo de las otras princesas, aún hubo una recaída en el romance. Domitila salió de Rio de Janeiro hacia São Paulo en junio de 1828, volvió en abril de 1829 y partió definitivamente en agosto, una vez más, embarazada del emperador. Don Pedro nunca llegó a ver a la última hija de la pareja, Maria Isabel, nacida en São Paulo. Los deberes de Estado hablaban más alto. Al final, el tono de las cartas era frio y distante. Las rúbricas del comienzo del romance – “El Diablillo” y “Fuego Fueguito” – dan lugar al seco y protocolario “El Emperador”.
“Siento mucho perder tu compañía, pero no hay más remedio”, avisó don Pedro a Domitila el 10 de julio de 1829, cuando Amélia ya estaba camino de Brasil. La marquesa lo ignoró. El día 17 de agosto mandó notificarle que tenía siete días para dejar Rio de Janeiro bajo amenaza de quitarle todos los beneficios concedidos hasta entonces. También mandó tapiar la salida secreta de la Quinta da Boa Vista que conducía al palacete de la amante y amenazó con reabrir el proceso del misterioso atentado sufrido por Maria Benedita, la baronesa de Sorocaba, en el que Domitila estaba señalada como sospechosa. Esta vez, la marquesa cedió.
La última carta de Domitila a don Pedro es triste y melancólica, como todas las grandes historias de amor que se acaban, pero llena de dignidad. El texto, gramaticalmente correcto, indica que fue escrito por otra persona bajo la dirección de la marquesa:
Señor.
Parto esta madrugada y permítaseme, todavía esta vez, besar las manos de S.M. (Su Majestad) por medio de ésta, ya que mis infortunios y mi mala estrella me roban el placer de hacerlo personalmente. Pediré constantemente al cielo que prospere y haga venturoso a mi emperador. Y en cuanto a la marquesa de Santos, señor, pide por último a S.M. que, olvidando como ella tantos disgustos, sólo se acuerde, a despecho de las intrigas, que ella en cualquier parte que esté sabrá conservar dignamente el lugar a que S.M. la elevó, así como ella sólo se acuerda de lo mucho que le debe a S.M., que Dios vigile y proteja como todos precisamos. De S.M. súbdita, muchas gracias,
Marquesa de Santos
Al regresar a São Paulo, Domitila dejó atrás la vida de escándalos. El día 14 de junio de 1842, ocho años después de la muerte de don Pedro en Portugal, se casó en Sorocaba con el brigadier Rafael Tobias de Aguiar, uno de los grandes jefes liberales de la provincia. Con él tuvo seis hijos más. Terminó su vida como una gran dama de la sociedad paulista. En su mansión, situada a pocos metros del Pátio do Colégio, se realizaban saraos literarios y reuniones benéficas. El poeta bahiano Castro Alves se la presentó. Domitila también se dedicó a las obras de caridad. Entre otras, sostenía a una asociación de prostitutas y madres solteras. Isabel Burton, mujer del escritor, traductor y cónsul británico Richard Burton, que la conoció ya en la vejez, registró:
Conocimos en São Paulo a un personaje fascinante. Era la marquesa de Santos. […] Era ciertamente una gran dama, muy simpática, absolutamente encantadora, sabedora de una infinidad de aventuras de Rio de Janeiro, de la corte y de la familia imperial y de las cosas de aquel tiempo. […] Tenía bellos ojos negros, llenos de simpatía, inteligencia y conocimiento del mundo.
En una de sus visitas, Isabel fue recibida en la cocina por Domitila, “sentada en el suelo fumando, no un cigarro, sino una cachimba”. El hábito de fumar en pipa era común entre las mujeres de la época.
La marquesa de Santos falleció de enterocolitis el día 13 de noviembre de 1867 y fue enterrada en el cementerio de la Consolación, cuyas tierras habían sido donadas por ella a la ciudad de São Paulo. En su testamento, mandó perdonar deudas y distribuir dinero a los pobres, dio la libertad a cuatro esclavos y encomendó setenta misas: veinte por los esclavos muertos y cincuenta por su propia alma.
Laurentino Gomes