Revista Opinión

XX. 1822: Adiós a Brasil.

Publicado el 29 abril 2018 por Flybird @Juancorbibar

EL ACERVO DEL MUSEO IMPERIAL de Petrópolis, en Rio de Janeiro, guarda uno de los intercambios de correspondencia más tristes jamás registrados en la historia brasileña. Son las cartas entre don Pedro I, después de abdicar al trono brasileño, y su hijo, el futuro emperador Pedro II, entonces un niño de sólo cinco años, que su padre dejaba en Brasil sin esperanzas de volver a verlo.

     Padre e hijo no tuvieron tiempo de despedirse en la madrugada del 7 de abril de 1831, fecha de la abdicación de don Pedro I. Amenazado por los tumultos que tomaban las calles de Rio de Janeiro y los aledaños de la Quinta da Boa Vista, en São Cristóvão, el emperador se esfumó en la oscuridad y se refugió en la fragata inglesa Warspite, que lo esperaba a alguna distancia de la playa de Caju. Iba acompañado de su mujer, la emperatriz Amélia, y de la pequeña reina de Portugal, Maria da Glória. Antes de partir, en un gesto de gran significado político que habría de enriquecer su ya debilitada imagen personal, nombró a su ex adversario José Bonifácio de Andrada e Silva tutor de los cuatro huérfanos reales que quedaban atrás: don Pedro II y sus hermanas Januária, de nueve años, Paula Mariana, de ocho, y Francisca, de seis. Cuando salió de palacio, los niños estaban durmiendo. El historiador Tobias Monteiro cuenta que don Pedro se acercó a la cama de cada uno de ellos y los besó en silencio, conteniendo las lágrimas a duras penas.

     El impacto de esta ruptura familiar, forzada por los acontecimientos políticos, puede ser medido por la correspondencia entre padre e hijo en los años siguientes. La primera carta es del pequeño don Pedro II, un crío flacucho, melancólico y solitario, que quedó huérfano de madre con sólo un año y ahora perdía también a su padre. En ausencia de la familia, cabría a las élites brasileñas prepararlo para asumir el trono a los catorce años y servir al Estado en el largo y relativamente estable Segundo Reinado, entre 1840 y 1889, año de la Proclamación de la República. El emperador niño supuestamente escribió esta primera carta con la orientación de sus criadas al despertarse la mañana siguiente y descubrir que su padre, su hermana mayor y su madrastra se habían ido para siempre. En ella, pide a don Pedro que, a pesar de la distancia, no lo olvide:

Mi querido padre y mi señor

Cuando me levanté y no encontré a Su Majestad Imperial y a mamá para besarle la mano, no me pude consolar ni puedo, mi querido papá. Pido a Su Majestad Imperial que nunca se olvide de este hijo que siempre ha de guardar obediencia, respeto y amor al mejor de los padres tan pronto perdido para su hijo. Beso respetuoso las augustas manos de Su Majestad Imperial. Este de Su Majestad Imperial añorante y obediente hijo, Pedro.

     La segunda carta guardada en los archivos del Museo Imperial es la respuesta de don Pedro I, escrita el 12 de abril de 1831, cinco días después de la abdicación, ya a bordo del navío inglés:

Mi querido hijo y mi emperador. Mucho le agradezco la carta que me escribió. Mal la pude leer porque las lágrimas eran tantas que me impedían ver. […] ¡Dejar hijos, patria y amigos, no puede haber mayor sacrificio! […] Acuérdese siempre de su padre, ame a su patria y la mía, siga los consejos que le den aquellos que cuidan de su educación y cuente con que el mundo le ha de admirar. […] Reciba la bendición de su padre que se retira nostálgico y sin más esperanzas de verle. Don Pedro de Alcántara.

     En otra carta, en el mismo año, el pequeño don Pedro II, atormentado por la nostalgia, pide que su padre le envíe un mechón de pelo como recuerdo. Es una cartita corta, de letra trémula, que él, a pesar de su poca edad, aparentemente intentó escribir solo: “Mi querido padre y mi señor. Tengo mucha añoranza de Su Majestad Imperial y mucha pena de no besarle la mano. Como obediente y respetuoso hijo, Pedro, pido a Su Majestad Imperial un trozo de su cabello […]”.

     En total, padre e hijo intercambiaron 39 cartas entre 1831 y 1834, año de la muerte de don Pedro I (Pedro IV de Portugal), en Queluz.  En el acervo del Museo Imperial hay también una carta que la joven emperatriz Amélia escribió a su hijastro don Pedro II al partir para Europa:

Hijo mío del corazón y mi Emperador. ¡Adiós, niño querido, delicia de mi alma, alegría de mis ojos, hijo que mi corazón había adoptado! ¡Adiós para siempre! […] ¡Ah, querido niño, si yo fuese tu verdadera madre, si mi vientre te hubiese concebido, ningún poder valdría para separarme de ti, ninguna fuerza te arrancaría de mis brazos! […] Pero tú, ángel de inocencia, y de hermosura, no me perteneces sino por el amor que dediqué a tu augusto padre. ¡Adiós pues, para siempre!

     Después, en la misma carta, Amélia hacía una llamada a las madres brasileñas para que, en su ausencia, adoptasen al “huérfano coronado”.

     A pesar de la fuerte carga emocional contenida en algunos textos, ésta es, obviamente, una correspondencia de Estado, que excede los límites de la comunicación trivial entre dos personas comunes y mortales. Como ocupantes o herederos de los tronos de Brasil y Portugal, Amélia, don Pedro I y don Pedro II eran también instituciones, y sus mensajes, cuidadosamente escritos y observados por los asesores que los rodeaban, indican hoy los rumbos que pretendían dar a la política en los dos países. En una carta de 1833 (dos años después de su abdicación), don Pedro I aconseja a su hijo mantener el sistema de monarquía constitucional, el único capaz de evitar la guerra civil y la “desmembración” de Brasil. También le sugiere que tome clases de historia y geografía. “Estudia y […] hazte digno de gobernar tan grande Imperio”, afirma. Es un tono meditado y cuidadoso, de quien escribe consciente de la repercusión que tales orientaciones tendrían en la vida política brasileña y en la biografía del propio autor. Ejemplo de esto es el consejo que un don Pedro más serio, más sabio y maduro – muy diferente al “Diablillo” de las antiguas cartas a la marquesa de Santos – envía a su hijo el 11 de marzo de 1832:

El tiempo en que se respetaba a los príncipes únicamente por ser príncipes se acabó. En el siglo en que estamos, en que los pueblos están bastante instruidos de sus derechos, es menester que los príncipes igualmente sean y reconozcan que son hombres y no divinidades, y que les es indispensable tener muchos conocimientos y buena opinión para que puedan ser antes amados que incluso respetados.

     Cuatro razones contribuyeron de forma decisiva en la abdicación de don Pedro I en 1831. Las dos primeras, ya vistas anteriormente, fueron los escándalos de su vida privada y su notoria oscilación entre los intereses brasileños y portugueses. Su relación con la marquesa de Santos y la muerte de la popular emperatriz Leopoldina, llorada hasta por los esclavos y las personas más humildes, causaron perturbación en un país aún muy católico y conservador, cuya población consideraba ese tipo de comportamiento intolerable. Las condiciones del tratado de reconocimiento de la Independencia, en las que se acordaba indemnizar a los portugueses, eran señaladas por los brasileños como la prueba definitiva de que el soberano se inclinaba más a agradar a sus compatriotas de nacimiento que a los de su patria de adopción. Todo esto hizo que don Pedro perdiese rápidamente el aura de héroe de la Independencia conquistada en 1822.

     Un tercer motivo de la abdicación fue la larga y extenuante guerra contra Argentina por el control de la provincia Cisplatina, el actual Uruguay, también llamada Banda Oriental por su localización geográfica, al este del río de la Plata. “Uno de los despojos del desmembrado imperio colonial español”, en definición de los historiadores István Jancsó y André Roberto de A. Machado, la provincia fue invadida en 1816 por las tropas del príncipe regente don Juan, en represalia contra España que, aliada de Napoleón, tomó de Portugal la ciudad de Olivenza en 1801. Cinco años más tarde, fue oficialmente incorporada al Imperio brasileño para alivio de las oligarquías locales. Sin la protección de la antigua metrópoli española, los hacendados vivían hasta entonces aterrados por las bandas armadas que invadían sus propiedades para robar ganado. La tregua fue, no obstante, pasajera.

     En 1825, Juan Antonio Lavalleja inició una insurrección con el objetivo de separar la Cisplatina de Brasil e incorporarla a las Provincias Unidas del Río de la Plata, conglomerado de regiones relativamente autónomas de cultura española que daría origen a la República Argentina. Don Pedro reaccionó declarando la guerra a los argentinos sin evaluar adecuadamente las consecuencias de su movimiento. Con el Imperio virtualmente roto, envuelto en problemas financieros, políticos y diplomáticos, el emperador no estaba en condiciones de movilizar los recursos necesarios para mantener la campaña militar en el sur. Impopular desde el comienzo, la guerra segó la vida de cerca de 8 mil brasileños. Además de drenar los recursos del tesoro nacional, azotó a las demás regiones con los temidos reclutamientos forzosos, en los que los jóvenes eran capturados a la fuerza para integrar las tropas en un conflicto que los brasileños, en rigor, no identificaban como de su interés.

     El Imperio acabó derrotado de forma humillante en 1827, cuando las fuerzas argentinas y uruguayas masacraron a los brasileños en la localidad de Ituzaingó. La paz vendría el 27 de agosto de 1828 con la firma del tratado arbitrado por Inglaterra que dio la independencia a Uruguay. El nuevo país nacía para servir de tapón, o parachoques, entre los intereses de Brasil y Argentina en el estratégico desfiladero del rio de la Plata, región que Portugal y España se habían disputado de forma encarnizada durante los tres siglos de la colonización. El emperador fue identificado como el gran culpable de la derrota. “La pérdida del territorio uruguayo fue un duro golpe a su imagen de depositario de la herencia de los Braganza en el conjunto de América, de cuya integral preservación su responsabilidad era intransferible”, observaron István Jancsó y André Roberto de A. Machado. “El hechizo que hizo del príncipe el libertador y Defensor Perpetuo de Brasil, por aclamación de los pueblos, se rompió”.

     Dos efectos colaterales de la Guerra Cisplatina fueron el agravamiento de la crisis financiera y la indisciplina en los cuarteles. En 1828 más de la mitad del presupuesto público se gastaba en los departamentos militares. Sin recaudación de impuestos suficiente para cubrir los gastos, fue necesario buscar nuevos préstamos externos. La inflación se disparó. En los ocho primeros años de país independiente, las emisiones de dinero más que se duplicaron, saltando de 9.171 contos en 1822 hasta 20.350 en 1830. En 1829, el papel moneda circulaba en São Paulo con una devaluación superior al 40%, haciendo que un billete de mil réis fuese cambiado por menos de seiscientos réis. Nadie creía en el dinero brasileño.

     La agitación en los cuarteles, a su vez, era consecuencia de la contratación de un número cada vez mayor de mercenarios extranjeros para suplir a las tropas nacionales. Al llegar a Brasil, los nuevos soldados eran sometidos a una dura disciplina, que incluía el azote con vergajos – exactamente como el país acostumbraba a tratar a sus esclavos negros. Esto resultó en una explosión de odio en las calles de Rio de Janeiro en 1828. Un soldado alemán fue prendido y condenado a recibir azotes por una pequeña falta disciplinaria. Antes de que el castigo llegase a su fin, sus compañeros se rebelaron y liberaron al prisionero. Un oficial que intentó controlarlos fue asesinado. Todos los batallones extranjeros de la ciudad, formados por irlandeses, franceses, suizos y alemanes, inmediatamente se solidarizaron con los rebeldes. Embriagados y sin control, los mercenarios comenzaron una oleada de saqueos por toda la ciudad, sólo contenida con mucho esfuerzo. El saldo del enfrentamiento fue pavoroso: cuarenta personas muertas del lado brasileño contra 120 soldados extranjeros.

     Todas estas dificultades convergieron en la cuarta y definitiva razón del desgaste del emperador: la permanente inestabilidad política del Primer Reinado, resultante, en gran medida, del carácter impulsivo y autoritario del soberano. La disolución de la Constituyente, en 1823, la censura a la prensa, la persecución de periodistas, excompañeros de la masonería y adversarios políticos en general, el cruel trato a los mártires de la Confederación del Ecuador y otras decisiones minaron rápidamente la ya precaria red de apoyo que el emperador consiguió tejer al inicio de su reinado.

     En nueve años en el trono brasileño, don Pedro cambió diez veces de gobierno – de media, más de una al año. En total, tuvo 45 ministros en este periodo, un tercio de los cuales era portugués de nacimiento. Su autoridad fue constantemente desafiada por una oposición cada vez más fuerte y bien organizada, que usaba la prensa para propagar sus ideas. En 1830, ya había cerca de veinte periódicos en circulación en Rio de Janeiro y más de cincuenta en todo el Imperio – la mayoría ligados a los liberales adversarios del emperador.

     En 1829, la Cámara de los Diputados intentó aprobar la recusación de dos ministros, el de Justicia, Lúcio Soares Teixeira de Gouveia, y el de la Guerra, el general Joaquim de Oliveira Alves, acusados de mala administración y abuso de poder. El blanco no eran exactamente los ministros, sino el propio monarca. Según la Constitución de 1824 le cabía exclusivamente a él nombrar y cesar a los ministros. En el episodio de la recusación, el parlamento también reivindicaba esta prerrogativa, lo que significaba reducir el poder imperial. Don Pedro venció por escasa mayoría – 39 votos a 32 -, pero la situación se complicó al año siguiente, con la elección de la nueva legislatura, en que la oposición salió reforzada. Sorprendido por el tono agresivo del intercambio de comunicaciones entre el emperador y los opositores, el conde Alexis de Saint-Priest, representante de Francia en Rio de Janeiro, definió la situación política brasileña de la siguiente manera: “Nadie puede gobernar, todo el mundo intriga y las relaciones del gobierno con sus adversarios no son de lucha, sino de conspiración”.

     La crisis política estaba directamente ligada a la disputa entre portugueses y brasileños, fuerte lo suficiente para contaminar al círculo más próximo al emperador. En diciembre de 1829, don Pedro cambió una vez más el gobierno y entregó el cargo más importante a Felisberto Caldeira Brant Pontes, el influyente marqués de Barbacena que, en su condición de representante de Brasil en Londres, tantos servicios prestó al Imperio. Barbacena intentó conducir un gobierno conciliador, empeñado en establecer un puente de diálogo entre un parlamento fortalecido en las recientes elecciones y un soberano cada vez más celoso de su autoridad. Una de sus exigencias para asumir el cargo, no obstante, fue que don Pedro se librase del supuesto “gabinete secreto”, o sea, de la influencia de sus amigos portugueses, señalada como nociva en su relación con la Cámara y el Senado. Don Pedro cedió y despidió de palacio a Francisco Gomes da Silva, el Chalaza, y a João Rocha Pinto, también mencionado como integrante del “gabinete secreto”. Ambos fueron enviados a Europa donde pasarían a vivir con una generosa pensión vitalicia financiada por el tesoro brasileño.

     El astuto Chalaza más tarde encontró una forma de vengarse de Barbacena. Al desembarcar en Europa se dedicó a recoger indicios de corrupción contra el nuevo ministro. Una de las irregularidades estaba relacionada con el primer préstamo externo contraído por Brasil, por valor de 3 millones de libras esterlinas, negociado por Barbacena y otro diplomático brasileño, Manuel Rodrigues Gameiro Pessoa, futuro vizconde de Itabaiana, en un banco inglés el 20 de agosto de 1824. Aunque eran diplomáticos del Imperio – o sea, funcionarios públicos -, Barbacena y Gameiro recibieron una comisión de 59.998,10 libras esterlinas, equivalente al 2% sobre el total del préstamo. Otro porcentaje del mismo valor habría sido pagado a los banqueros y negociadores ingleses. Según la declaración de Chalaza, Barbacena también había manipulado los tipos de cambio y engordado muchos de sus gastos mientras era representante de Brasil en Europa. El efecto de la intriga envenenó de tal modo las relaciones del emperador con el ministro que Barbacena acabó cesado y humillado públicamente, aunque las denuncias nunca fueron debidamente comprobadas.

     Fuera del gobierno, Barbacena reforzó el ya poderoso bloque de la oposición. Además de publicar en los periódicos detalles molestos de la negociación del segundo matrimonio de don Pedro con Amélia (ya citados en el capítulo 18), envió al emperador, el día 15 de diciembre de 1830, una osada carta, en la que avisaba que su ex aliado podía acabar sus días “en alguna prisión de Minas, en calidad de loco, y realmente sólo un loco sacrifica los intereses de una nación, de su familia y de la realeza en general a los caprichos y seducciones de criados mercachifles portugueses”. Finalmente, alertaba de que, en caso de que el soberano continuase comportándose de aquella forma – “portugués y absoluto de corazón” -, su ruina sería inevitable. “La catástrofe, que plazca a Dios no sea general, aparecerá en pocos meses; tal vez no llegue a seis”. La profecía se cumpliría antes del  plazo previsto. Don Pedro caería menos de cuatro meses después.

     Los últimos meses del reinado de don Pedro fueron de tumultos y sobresaltos en todo el país. Una ola de rumores comentaba que el emperador preparaba un golpe absolutista, mediante el que cambiaría la Constitución de 1824 con el objetivo de reforzar aún más sus propios poderes y subyugar al parlamento. Los rumores tenían fundamento. Algún tiempo antes, don Pedro llegó a hacer una consulta a dos de sus auxiliares más próximos – su confesor, fray Antônio da Arrábida, y Francisco Vilela Barbosa, el marqués de Paranaguá – respecto de la conveniencia de reformar la constitución. Fray Arrábida le desaconsejó llevar el proyecto adelante de manera enfática: “Queme, Señor, el papel que contenga este requisito, que sólo pensado se juzgaría crimen. […] Él nos arrastraría a la más espantosa ruina”.

     Un evento en Francia contribuyó a agriar los ánimos. Fue la caída del rey Carlos X, un defensor tardío del absolutismo real, en julio de 1830. En su lugar, los franceses colocaron en el trono al liberal Luis Felipe, también llamado “el rey burgués” porque tenía el apoyo de la nueva clase de ricos y comerciantes sin títulos de nobleza que, desde la Revolución Francesa, agitaba los cimientos del poder en el país. El cambio, intensamente celebrado por los liberales brasileños, produjo una tragedia en São Paulo. La noche del 20 de noviembre, el periodista italiano Juan Bautista Líbero Badaró fue asesinado de un tiro en el estómago en la puerta de su casa. Badaró era redactor del periódico Observador Constitucional, que sostenía la causa de los liberales y ayudó a organizar una manifestación de júbilo por los acontecimientos de Francia. Sus últimas palabras fueron: “Muere un liberal, pero no muere la libertad”. El crimen incendió los ánimos de los paulistas y puso a la otrora fiel provincia contra el emperador. Un periódico exaltado llegó a señalar a don Pedro I como ordenante del asesinato.

     Atemorizado por el rumbo de los acontecimientos, don Pedro decidió ir a Minas en compañía de la emperatriz Amélia. Esperaba que los mineros lo acogiesen con el mismo entusiasmo de la épica jornada que antecedió a la Independencia en 1822. Juzgaba que de allí volvería regenerado y fortalecido, exactamente como ocurrió la víspera del Grito del Ipiranga. Esta vez, sin embargo, cosechó un resultado opuesto. Fue un viaje lento y triste. Saliendo de Rio de Janeiro el 29 de diciembre, don Pedro sólo llegó a Vila Rica (actual Ouro Preto), la capital de la provincia, casi dos meses después, el 22 de febrero. Encontró un clima tan malo entre la población que estuvo en la ciudad sólo dos días. En Barbacena, el paso de la comitiva coincidió con la celebración de las exequias de Líbero Badaró. En vez de celebrar la presencia del soberano, las campanas de las iglesias doblaron el toque de difuntos. En otras localidades, las casas en que estuvo hospedado fueron apedreadas tras su salida.

     Al volver a Rio, el 11 de marzo, casi tres meses después de su partida, fue recibido con frialdad por los brasileños. Los portugueses, en contrapartida, decidieron homenajearlo. La organización de las manifestaciones le cupo a una organización llamada Columnas del Trono, defensora del absolutismo real, que pregonaba “el emperador sin tramojo”, o sea, sin el parlamento. Fue el estopín de un enfrentamiento que pasaría a la historia como la “Noche de las Garrafadas” y tuvo como epicentro la calle Quitanda, reducto del comercio lusitano.

     Al anochecer del día 11, un grupo de portugueses puso faroles en sus casas y encendió hogueras dando vivas al emperador. Los brasileños respondieron al día siguiente con manifestaciones capitaneadas por el periodista paraibano Antônio Borges da Fonseca, federalista y redactor del periódico O Repúblico, que se oponía a don Pedro. El domingo, día 13, la situación se puso más tensa cuando el grupo de Borges da Fonseca apagó algunas hogueras y rompió a pedradas cristales de ventanas y faroles de las casas portuguesas. Los adeptos al emperador reaccionaron de forma violenta, atacando a los brasileños con piedras, trozos de vidrio y botellas rotas. Varias personas resultaron heridas.

     Los tumultos continuaron durante tres días y contribuyeron a desgarrar definitivamente las relaciones del emperador con la Asamblea Legislativa. El día 17, una reclamación firmada por 24 parlamentarios liderados por el senador paulista Nicolau Pereira de Campos Vergueiro fue entregada a don Pedro. Exigía medidas contra los portugueses que habían atacado a brasileños en la Noche de las Garrafadas. En caso contrario, decía el texto, quedaría el pueblo brasileño autorizado a “vengar él mismo por todos los medios su honor y orgullo maculados”. Era, en la práctica, un ultimátum. Más que eso, “un anuncio de revolución”, como observó el historiador Tobias Monteiro. Don Pedro ignoró el documento. La revolución comenzó en seguida.

     El día 1 de abril, cuando un grupo de gente pasaba frente al Pazo Imperial, en el centro de la ciudad, el emperador se asomó a una ventana para saludar a sus fieles. En otras circunstancias, era costumbre que todos se quitaran el sombrero en señal de respeto al monarca. Esta vez, nadie se descubrió. El día 3 se reanudaron los desórdenes. A plena luz del día, bandas armadas recorrían las calles amenazando a las personas y rompiendo ventanales. La calle Direita fue escenario de tumultos y asesinatos.

     El día 5, don Pedro destituyó una vez más al gobierno, investido apenas tres semanas antes y formado sólo por brasileños. En su lugar nombró a un equipo de gobierno sin autoridad ni apoyo político. El día 6, la multitud comenzó a aglomerarse en el campo de Santana, tradicional punto de manifestaciones políticas. El objetivo era forzar al emperador a restablecer el Gobierno disuelto el día anterior. Al tener conocimiento de la exigencia, que le fue canalizada por tres jueces, don Pedro se mantuvo inflexible. “Todo lo haré para el pueblo, pero nada por el pueblo”, respondió. De vuelta a la plaza, los jueces fueron recibidos por la multitud con gritos de “Muerte al traidor” y “¡A las armas!”.

     A las once y media de la noche, los militares comenzaron a abandonar los cuarteles para unirse al pueblo en el campo de Santana. Entre ellos estaban los oficiales y soldados del Batallón del Emperador, encargado de proteger la Quinta da Boa Vista. Poco después de las tres de la madrugada, abandonado y sin un sólo centinela para guarnecer las puertas del palacio, don Pedro entregó la carta de abdicación al mayor Miguel de Frias e Vasconcelos, ayudante del general Francisco de Lima e Silva (padre del futuro duque de Caixas), que también se había adherido a los rebeldes. Pidió que el texto fuese leído al pueblo y a la tropa reunidos en la plaza: “Usando el derecho que la Constitución me concede, declaro que he muy voluntariamente abdicado en la persona de mi muy amado y apreciado hijo el Sr. Don Pedro de Alcântara. Boa Vista, siete de abril de 1831, décimo de la Independencia y del Imperio”.

     Faltaba poco para la salida del sol cuando el emperador dejó el palacio vestido de paisano – una chaqueta marrón y sombrero redondo. En ausencia de la guardia de honor, dos diplomáticos, representantes de Inglaterra y de Francia, lo acompañaron hasta la fragata Warspite, donde permaneció los seis días siguientes. En este periodo, recibió los respetos del cuerpo diplomático, la visita de antiguos colaboradores y aprovechó para hacer un inventario de los bienes que dejaba en Brasil. Según sus cuentas, había acumulado un patrimonio estimado en mil contos de réis. Era una gran fortuna, pero de lejos la mayor de Brasil. Los estudios hechos por el historiador João Luís Ribeiro Fragoso basados en los inventarios de los hombres ricos de Rio de Janeiro de la época revelan, por ejemplo, que al morir, en 1808, el comerciante portugués Braz Carneiro Leão tenía una fortuna de 1.500 contos de réis, o sea, un 50% mayor que la del futuro emperador. Si se añade la inflación durante el periodo, la diferencia todavía sería superior.

     La lista de bienes de don Pedro incluía casas, terrenos, títulos de inversión, diversos esclavos, sesenta carruajes, diamantes y objetos de oro y plata. Después de inventariar su patrimonio, pidió que le enviasen a bordo un pequeño ajuar para el viaje: dieciocho sábanas, doce fundas de almohada, doce toallas y “dos orinales imperiales”. El 12 de abril, cargó su propio equipaje – en el que había una caja con tenedores y cubiertos de plata y “algunos sacos llenos de oro en polvo” – al mudarse a la fragata Volage, más grande y confortable, en la que zarpó al día siguiente.

     Mientras que el emperador partía para Europa, la abdicación era conmemorada por los brasileños con un entusiasmo todavía mayor que el de la proclamación de la Independencia nueve años antes. El Siete de Abril se convirtió en nombre de plazas y lugares públicos por todo el país – caso de São Paulo, que venera la fecha en una de sus calles más famosas, situada en el centro de la ciudad. También daría popularidad a los acordes del Himno Nacional, que hoy resuenan por los estadios de fútbol del mundo entero en cada partido de la selección brasileña. La música de Francisco Manuel da Silva fue compuesta originalmente en 1822, para su ejecución por banda en conmemoración de la Independencia de Brasil, pero nunca tuvo una gran repercusión popular ni fue adoptada como himno oficial. En 1831, añadió nuevos versos y pasó a llamarse Himno al Siete de Abril, en celebración de la caída de don Pedro I. La letra, atribuida al juez y poeta piauiense Ovídio Saraiva de Carvalho e Silva, decía en sus versos finales:

Nuevas generaciones sostengan / De la Patria el vivo esplendor,

Sea siempre nuestra gloria / El día libertador

     En las décadas siguientes, el Himno al Siete de Abril se reveló de múltiples usos. En 1841 fue ligeramente modificado para homenajear a don Pedro II, recién coronado emperador. Finalmente, en 1890, un año después de la Proclamación de la República, sería adoptado como Himno Nacional, con letra de Joaquim Osório Duque Estrada, escogida en concurso público diecinueve años más tarde.

Laurentino Gomes


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