Meg Cabot es una escritora estadounidense con chispa, garra y buenos argumentos. Como tanto monta que monta tanto, escribe literatura juvenil, chick-lit un pelo adulta y, bajo el seudónimo de Patricia Cabot (Patricia es su segundo nombre), novelones histórico-románticos sobre damiselas de armas tomar y caballeros bien parecidos.
Autoras como ella no abundan, y menos en el panorama lijero en el que nos movemos, plagado de señoras que se suben al carro en busca de gloria y creen que con hablar de un ángel, un demonio y un vampiro guapos, y una humana tonta ya está todo hecho. Cabot es una escritora con cabeza, con criterio, con buenas armas y bagaje; pero, sobre todo, es una tía que no desprecia la inteligencia de sus lectores. No muerde la mano que le da de comer, de hecho, le pone cremita todos los días y la mima: lo hace con gusto, sin prisa y con ganas de renovarse. A tus pies, Meg. Y perdónanos, porque hemos pecado, porque España no te quiere como debería, o al menos como te mereces, y es que aquí, además de ver muy pocos de tus frutos publicados, algunos con portadas horrendas (Diario de mis besos), hemos sufrido el revés de tu descatalogación. Los diarios de la princesa ni llegaron a publicarse completos, ni los que vieron la luz están disponibles en las librerías. Si mi memoria no falla, de diez que componen la serie fueron cuatro títulos los publicados: breves (¡demasiado!), divertidos a rabiar, ingeniosos, simpáticos, inocentones, sencillos y tremendamente adictivos.
Cuentan la historia de Mia Thermopolis, una chica típicamente americana que vive una vida atípicamente adolescente, porque un día se despierta y le comunican que ella es la princesa heredera de Genovia, un diminuto país europeo. Y, claro, que te suelten la bomba de repente cuando eres el bicho raro del instituto, tu madre sale con el profesor de álgebra, tu mejor amiga se dedica a psicoanalizarte y el chico que te gusta no sabe ni que existes… no es plato de buen gusto. Menudo plan. Y si además Meg Cabot se encarga de liarla parda, sálvese quien pueda de la locura más ágil, maravillosa, entretenida y desternillante.
Queda claro que soy una fan declarada de las desventuras de Mia y los desahogos constantes en su diario. Por eso debe quedar claro también que no soy muy fan de que la editorial Montena dedicara cero publicidad a la serie y ni siquiera aprovechara el tirón de las dos películas que se produjeron basadas en los diarios, que contaron con actores de la talla de Julie Andrews (Mary Poppins en abuelita), Héctor Elizondo o la guapísima Anne Hathaway. ¿Por qué tuvieron tanta mala suerte unos libros como estos, bien escritos, bien trabajados, con personajes inolvidables y valores tan positivos? A veces se publican obras buenísimas que pasan sin pena ni gloria por las librerías porque no era su momento, claro, pero en ocasiones basta con pelar la primera capa de la cebolla para darse cuenta de que un buen trabajo por parte de la editorial lo es casi todo. Los diarios de la princesa no contaron con una buena campaña de publicidad y tenían pinta de librillos infantiles y facilones, cuando en realidad su público objetivo era 100% adolescente. Quién sabe si su suerte sería otra si se hubieran publicado ahora, en la era dorada de los blogs. Sólo sé que quiero los libros que me faltan, ¡caramba! Y un poquito de respeto por el lector aunque todo esto, al fin y al cabo, sea un negocio.
Martes, 23 de septiembre
A veces tengo la impresión de que lo único que hago es mentir. Mi madre cree que reprimo mis sentimientos al respecto. Yo le digo: “No, mamá. No es así. A mí me parece que es algo natural. Si tú eres feliz, yo soy feliz”. Y mamá dice: “Creo que no eres sincera conmigo”. Entonces va y me da un libro. Me dice que quiere que escriba mis sentimientos en este libro, puesto que, en su opinión, es evidente que no estoy dispuesta a compartirlos con ella. ¿Quiere que escriba mis sentimientos? Muy bien, voy a escribir mis sentimientos: ¡NO PUEDO CREER QUE ME ESTÉ HACIENDO ESTO!
Como si no supiera ya todo el mundo que soy un bicho raro. Soy casi el bicho más raro de toda la escuela. Reconozcámoslo: mido 1’79 m, soy plana, lisa como una tabla, y voy al primer curso, el de los novatos. ¿Se puede ser más bicho raro? Si el resto de la escuela lo descubriera, me moriría. Sí, así es, me moriría. ¡Oh, Dios! Si de verdad existes, por favor, no dejes que lo descubran. En Manhattan viven 4 millones de personas, ¿cierto? Eso significa que, de ellas, 2 millones son hombres. Pues bien, de DOS MILLONES de hombres, ella tiene que salir con el señor Gianini. No puede salir con alguno que yo no conozca. No puede salir con alguno que se haya ligado en D’Agostinos o algún otro lugar. No, claro. Tiene que salir con mi profesor de álgebra. Gracias, mamá. Muchas gracias.