Contábamos con llegar a Yangon a primera hora de la mañana y disfrutar de casi todo el día libre en la ciudad. Incluso tenía trazada la ruta que íbamos a seguir por el viejo centro colonial antes de iniciar nuestro circuito, pero en estos viajes no siempre sale todo según se diseña sobre papel y la mejor opción es improvisar y saber adaptarse.
Cuando por fin llegamos al Hotel Chatrium después del atasco monumental que sufrimos casi nada más salir del aeropuerto, era pasada media mañana y nuestra maleta se había quedado en Singapur, ya que el tiempo de conexión entre vuelos era escaso y aunque nosotros nos dimos una buena carrera para cambiar de terminal y embarcar, el equipaje se quedó en tierra. Aún así, felicitar a la compañía aérea, Singapore Airlines, por el trato recibido: indemnización económica para posibles gastos en cuanto que aterrizamos en Yangon y entrega de la maleta en el hotel a media tarde. No nos acabábamos de creer la manera impecable en que se resolvió la situación y de la que más de una compañía debería aprender.
El caso es que tras una ducha reparadora, una merecida siesta en una cama de lo más reconfortante, y un refresco en la terraza del hotel, nos pusimos en marcha haciendo caso omiso de las advertencias del tiempo que nos aseguraba lluvia.
Nuestro hotel estaba situado justo enfrente del Lago Kandawgyi y aunque dudamos en acercarnos al centro, preferimos adentrarnos en el enorme parque que alberga y recorrer el camino de madera que lo bordea para disfrutar de sus vistas. No llevaríamos media hora paseando cuando nos cayó el diluvio universal, único momento de todo nuestro viaje en que el monzón hizo su aparición.
Nos refugiamos en alguno de los enormes árboles, esperando que la tormenta no fuera eléctrica, y cuando la lluvia amainó seguimos paseando paraguas en mano. En Myanmar anochece a eso de las 19h., también es verdad que la actividad diaria comienza muy temprano, así que lo mejor es adaptar nuestros horarios a las costumbres del país visitado y regresamos al hotel. Para entonces ya había llegado nuestro equipaje y pudimos cambiarnos de ropa para disfrutar de nuestra primera cena birmana.
Al día siguiente nos esperaba un día intenso de visitas por Yangon que comenzamos con un viaje en el tren circular que recorre todos los alrededores de la ciudad y permite ver y conocer zonas menos turísticas. En los vagones del tren se puede conocer más sobre sus gentes, su forma de vida y es una buena experiencia para establecer un primer contacto.
Nos apeamos cuando llevábamos unos 45 min. en un lugar donde se celebraba un mercadillo callejero de frutas, verduras, pescado, carne, ropa y comida preparada. Por los aromas podías saber a qué parte te acercabas, pero llamaba la atención el colorido y la variedad de frutas y verduras, diferentes a las que estamos acostumbrados a ver.
Ya de camino hacia la Pagoda Chauk Htat Gyi Pa, del Buda reclinado, pasamos justo por delante de la casa de la líder birmana Aung San Suu Kyi, donde tanto tiempo estuvo arrestada y por cuya puerta, hasta hace bien poco, estaba prohibido que pasaran los turistas.
El Buda de la Chaukhtatgyi Paya es gigantesco y fue restaurado el pasado siglo por el mal estado en el que se encontraba. Nos descalzamos para visitar la pagoda, era la primera vez que lo hacíamos en Myanmar, sin calcetines ni nada, pies desnudos. Pies que descalzamos varias veces al día durante nuestro viaje y que poco a poco se fueron acostumbrando al contacto con los diferentes tipos de suelos: fríos, resbaladizos, calientes, ásperos y rugosos, todos acabaron mereciendo la pena.
No fue el tamaño del buda lo que llamó más mi atención, sino las plantas de los pies de este gigante que estaban finamente trabajadas con las imágenes de las 108 lakshanas o atributos suprahumanos de Buda, que lo distinguen de los hombres.
Mediodía, la mañana había transcurrido, no hacía demasiado calor, pero éste era húmedo y la sensación real aumentaba. Me llevé toda una agradable sorpresa cuando nuestro conductor aparcó justo delante del Restaurante Monsoon, ya que era uno de los restaurantes de mi lista, y puedo confirmar que las críticas que circulan por las redes son justas. A pocos metros del Hotel The Strand, es una más que recomendable opción para una comida de estilo birmano, no hace falta más que darse una vuelta por su página web, los platos que muestran nos harán la boca agua. Y si no, que se lo pregunten a Hillary Clinton que en su visita a Yangon se comenta que estuvo comiendo aquí. Por cierto, el servicio de lo más amable, incluso conocen algo de español.
Tras un largo y tranquilo almuerzo nos dirigimos a los alrededores de la Pagoda Sule donde se encuentran varios edificios coloniales, algunos ya rehabilitados y convertidos en oficinas gubernamentales, como el Ayuntamiento, el antiguo Parlamento o las oficinas del Tribunal de Justicia.
La Pagoda Sule está situada en el centro de la ciudad, en un caótico cruce de calles y ruidos que, como por arte de magia, desaparecen en cuanto que te descalzas y subes las escaleras que te conducen a su anillo anterior. Budas, algún monje, un goteo de fieles que han venido a entregar sus ofrendas, otros que están en el interior de la pagoda como pasando el rato o haciendo compañía, salen a nuestro encuentro durante nuestro recorrido circular, mientras desde lo alto nos vigilan un sinfín de estupas y pagodas doradas.
Es hora de dirigirse hacia la Pagoda Shwedagon, las mejores horas son cuando comienza a caer la tarde y el anochecer. Sólo en esta pagoda pasamos unas tres horas, dando vueltas a la gran estupa central y también, perdiéndonos por las numerosas callejuelas que parten de ella en forma de estrella y que nos conducen a pequeños templos. Esas horas y las sensaciones al caer la noche que allí experimenté de forma casual, esos momentos espontáneos, vividos sin buscarlos, merecieron la pena la visita a Yangon. Sólo por ellos merecía la pena. No me esperaba algo tan impresionante. La noche anterior la había contemplado en la lejanía desde el hotel, pero cuando subimos y pudimos hacernos una idea de todo el complejo, me pareció, verdaderamente, magnífica.
Es el lugar más sagrado de Myanmar y su estupa, de unos 100 metros de altura, está bañada en oro. Dicen que también tiene diamantes y rubíes, no en vano, la fundación de esta pagoda dispone de un capital económico millonario gracias a las donaciones de sus creyentes y que, paradójicamente, sólo emplean en la pagoda. Centenares de pagodas doradas rodean a la gran estupa, las más, coronadas con un ramillete de campanillas y hojas de loto metálicas que no dejan de tintinear con el viento. Las gentes van y vienen con sus ofrendas, hay monjes orando o contemplando el paso de visitantes en los pequeños templos. De vez en cuando nos sorprende una fila serpenteante de pequeños monjes que nos dejan boquiabiertos con su disciplina y una infinidad de detalles, de pequeñas cosas que suceden, no dejan de llamarme la atención.
Me quedo maravillada con las largas coletas que lucen algunas birmanas, el pelo les llega a los pies. Me resultan graciosos esa especie de fuente con buda que hay para cada uno de los días de la semana y donde se entregan ofrendas dependiendo del día de nuestro nacimiento. La forma de venerar a nuestro buda es echarle por encima tantos cacitos de agua como años tengamos. Sé lo que estáis pensando, pero no, no lo hice ... demasiados cacitos.
El cielo ya estaba de color azul noche y la estupa y las pagodas resplandecían con mayor intensidad, la Pagoda Shwedagon era como una gran joya que destacaba en un joyero repleto de oro y blanco. No nos cansábamos de contemplarlas y la verdad es que producían un efecto hipnotizante. Había menos luz y parecía que la actividad aumentaba: grupos de personas oraban en voz alta en uno de lo templos, monjes lo hacían en solitario delante de algún pequeño buda, birmanos venían con sus ofrendas, no sabía hacia donde mirar.
No, no sabía hacia donde mirar, si lo hacía en una dirección, me perdía lo que sucedía en la otra y fue entonces, cuando casi abrumada, mirando hacia un y otro lado, las vi aparecer.
Una fila de niñas, algunas muy pequeñas, niñas monjas, eran pequeñas monjas con la cabeza rapada, vestidas de rosa y naranja. Pasaron delante de mí sin apenas tiempo a reaccionar.
Las seguí. Se detuvieron a pocos metros delante de una de las hornacinas que dan techo a los centenares de budas que hay en todo el complejo de la Pagoda Shwedagon. Se arrodillaron en tres filas, tremendamente disciplinadas para su corta edad, y comenzaron a orar con una serie de cánticos que parecían mantras y que todavía resuenan en mi memoria.
Aquella imagen me erizo la piel de la misma forma que hace años me sucedió cuando, por primera vez y en visita nocturna, contemplé el Tesoro en Petra. No me pasa muy a menudo, sólo con los pequeños momentos que me dejan marca y estas pequeñas monjas me dejaron bien grabado su recuerdo. No sé cuanto tiempo estuvimos hasta que decidimos volver a recoger nuestros zapatos y regresar en taxi al hotel. Como broche final a nuestra estancia en Yangon habíamos recibido la mejor de las experiencias.
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Bon Voyage!