Revista Cultura y Ocio

Yo, José de Espronceda (1ª parte)

Por Cayetano
Yo, José de Espronceda  (1ª parte)
En Madrid, 22 de mayo de 1842
Nací en Pajares de la Vega, una pedanía cercana a Almendralejo, un pueblecito de Badajoz. En realidad, “me nacieron”, porque nadie me pidió opinión para traerme a este mundo. Y menos en ese momento tan poco oportuno. Digamos que yo aparecí justo en el año equivocado, en 1808, cuando mi patria estaba agitada por culpa de la invasión de las tropas de Napoleón, un paréntesis terrible tras el que iba a sobrevenir una etapa histórica aberrante, en la que el absolutismo reaparecería con toda su monstruosa faz tras expulsar a los franceses: el largo reinado de Fernando VII, el rey felón, que llegó a traicionar a sus propios padres con tal de hacerse con el poder. 
Ya de muy joven mostré mi oposición a tal sistema despótico y cruel.  A los quince años creé, junto a mis incondicionales amigos, Ventura de la Vega y Patricio de la Escosura, una sociedad secreta, la de los Numantinos, un nombre muy apropiado por sus connotaciones de resistencia frente al opresor. Y todo ello, por el tremendo impacto que nos había causado la ejecución de Rafael de Riego, el militar liberal ahorcado como un delincuente vulgar en la Plaza de la Cebada de Madrid. Desde ese momento, como Aníbal hizo frente al poderío de Roma, juré lealtad a los principios del liberalismo progresista y un odio a muerte hacia el absolutismo monárquico y sus secuaces.  Fui denunciado por mis actividades intelectuales y condenado a exiliarme de Madrid durante cinco años, aunque más tarde me rebajaron la pena y fue reducida a tres meses, que llegué a cumplir en un monasterio de Guadalajara donde mi padre estaba destinado. Al salir de allí me sentía incómodo porque continuamente vigilaban mis movimientos. Estaba claro que iban a por mí. Un día, un buen amigo me avisó de que estaba en marcha una operación para detenerme. Decidí pues adelantarme a los acontecimientos e irme de España voluntariamente. En 1827 viajé a Portugal, donde me enamoré locamente de Teresa Mancha. Tan solo contaba yo con diecinueve años. Luego conocí otros países, como Inglaterra y más tarde Francia, donde me establecí en condición de exiliado liberal.  Allí conocí a gente fascinante.  En París formé parte de las oleadas revolucionarias de 1830.
Yo, José de Espronceda  (1ª parte)
Estando allí, tuve noticia de que mi amada Teresa dejaba Portugal y, casi con toda seguridad, viajaba hacia España y se iba a casar por disposición de su padre con un acaudalado comerciante. Al parecer, su familia estaba atravesando un mal momento económico.  Aquello fue muy duro para mí.  Allí en París, henchido de sentir revolucionario, me debatía entre dar mi vida por el ideario de la libertad o salir hacia España y recuperar a mi amada. El amor o la revolución. Ese era mi dilema. Si volvía a Madrid, lo más seguro era que me apresaran. Si no iba, tal vez perdía a Teresa para siempre. La incertidumbre sobre lo que debía o no debía hacer, me llevó a buscar el consejo de mis amigos, los que se reunían en aquel viejo café, cuna de tantos jóvenes revolucionarios que dieron generosamente su vida por una Francia libre de opresores.  Allí, un escritor, también joven, aunque no tanto como nosotros, como de unos treinta años, me dijo: 
-No se lo piense dos veces, querido amigo. El futuro tiene muchos nombres. Para los débiles es lo inalcanzable. Para los temerosos, lo desconocido. Para los valientes es la oportunidad.  -La verdad es que temo precipitarme y equivocarme. Tampoco sé si debo acudir a la llamada del amor o quedarme aquí y cumplir con las obligaciones que me dicta la razón.  -Lo que le pasa a usted, estimado joven, es que es un perdido romántico.  -¿Qué significado tiene para usted ser romántico?- le pregunté-. He oído algunas veces esa palabra, pero no con un significado único.  -Mi querido amigo –me replicó-. El romanticismo es el liberalismo en literatura. Es también una forma apasionada de entender la vida, la política o el amor. Hágame caso, obre según le dicten sus sentimientos. Déjese llevar por la emoción, por los impulsos. Sea coherente en vida y en obra. Ame y luche. Y sobre todo, escriba, escriba mucho, con tesón, como en el amor y en la lucha. Hay que entregarse plenamente y con dedicación a todas las causas en las que uno cree. 
Aquel escritor era sincero. Todos los que le conocíamos sabíamos de sus encontronazos con los críticos por su osadía al publicar “Cromwell”, un drama que armó un escándalo monumental porque se saltaba los convencionalismos existentes sobre lo que debía ser una obra de teatro. No respetaba las sacrosantas unidades de tiempo y de lugar, era excesivamente larga y obligaba a continuos cambios de decorados. De hecho todavía nadie se había atrevido a llevarla a escena.  Estaba pues ante una persona apasionada con lo que hacía y cuyos consejos se correspondían fielmente con sus actuaciones.  Aquello me proporcionó una energía como jamás había experimentado nunca. Y me facilitó el impulso necesario para tomar una decisión al respecto. Antes de irme de aquel café, el escritor que cito me dijo:  -Me ha dado usted joven, sin saberlo ni quererlo, una idea fantástica para una obra que estoy madurando en mi cabeza, una novela protagonizada por jóvenes revolucionarios, utópicos, soñadores y también pobres víctimas de esta sociedad que entre todos debemos contribuir a cambiar. Y usted va a ser, con otro nombre por supuesto, uno de esos jóvenes altruistas y magníficos que luchará contra un orden injusto para librar a Francia de miserables.
Yo, José de Espronceda  (1ª parte) Escena de Los Miserables, en el Abc Café
No sé si al final, aquel escritor llegó a escribir la novela que se propuso. Al día de hoy, no que yo sepa. (*) Pero no tuve que viajar hacia España, afortunadamente para mí, porque al poco de aquella conversación en el café, me enteré de que mi amada no estaba en España sino en Londres. La situación de estrechez por la que atravesaba su familia le habían hecho desposarse finalmente con Gregorio del Bayo, un rico comerciante, mucho mayor que ella, quien proporcionaba a su esposa una situación holgada, no así el amor y el calor que ella esperaba encontrar en un hombre.  Viajé pues a Londres.
Cuando nos vimos, enseguida renació en ella el amor que en otros tiempos me tuvo.  Y nos dispusimos a recuperar todo el tiempo perdido. Nos veíamos a escondidas y dábamos rienda suelta a nuestra pasión, como lo que éramos: dos jóvenes fogosos y enamorados a los que la vida les había privado de lo esencial y puesto en una situación muy difícil.  Y soñábamos despiertos.  Y trazábamos planes para el futuro.  Y preparábamos la fuga. Solo faltaba elegir el momento preciso.  Con ocasión de un viaje a París que Teresa debía realizar en compañía de su marido, ella abandonó el hotel donde estaba hospedada, acudió al lugar que convinimos y nos escapamos juntos. Fue un tiempo maravilloso. El más importante de mi vida.
_________ (*) Aunque es muy posible que Espronceda conociera al autor de Los Miserables, obra que en efecto se publicará con posterioridad a la muerte del poeta español, el encuentro con él en el café donde supuestamente se juntaban los jóvenes revolucionarios es pura ficción. 
Continúa...
Fragmento de un capítulo de En la frontera.

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