Revista Arquitectura

Acta de replanteo

Por Jaumep

Juan Beldarrain, arquitecto afincado en Donosti, autor de una obra interesante que vale la pena conocer, me explicó una anécdota sobre Rafael Moneo que ilustra a la perfección la posición que este arquitecto ocupa. Para Moneo las decisiones de obra jamás son triviales, y del mismo modo que se cuestiona materiales de construcción, tipologías, solares, la relación con la ciudad, el propio trabajo interno del estudio (donde aguantó hasta el límite un estudio horizontal, sin jerarquías ni jefes de proyecto), también lo hace con el propio proceso constructivo hasta los más pequeños detalles: todo esto conforma el proyecto. Juan Beldarrain saltó de Madrid a Donosti para ocuparse de la dirección de obra del Kursaal, ese edificio mágico que desaparece hacia la ciudad y define la fachada marítima y la desembocadura del Urumea, relativamente cerca de un edificio de viviendas del propio Moneo enfrentado con el hotel Reina María Cristina. Durante el proceso de construcción del Kursaal, la compañía de vinos Julián Chivite encargó al arquitecto unas bodegas en Arínzano, cerca de Lizarra. El encargo consistía en un lugar de trabajo donde producir buen vino. Actualmente se alzan paralelas a la ribera del río, distantes, sin recibir demasiadas visitas. No son un escaparate ni tienen demasiada vocación de serlo. La parcela contiene, en medio, una casona, una torre y una ermita. Las bodegas crean un patio que abrazan este complejo de edificios dejando a un extremo la zona de acceso de camiones y creando un espacio de respeto, representativo, entre el cuerpo de nueva planta y los existentes. El resto es conocido por fotos y publicaciones. El proyecto se redactó, discutió y aprobó. Llegó el día del inicio de las obras. Ceremonia solemne: los jefes de la constructora, los promotores repartiendo vino, el alcalde; todos allí. Empezó una fiestecilla: todos se presentaban, saludaban, conocían y reconocían. Moneo desapareció de escena con un topógrafo y algunos peones. Pidió que le marcasen la huella del edificio con cuerdas. Subió a la torre a mirarla: buena parte del éxito del proyecto dependía de la tensión entre las construcciones existentes y la nueva. Unos metros atrás. Enredo de cuerdas. Desplazamiento del edificio. Subidas y bajadas de la torre. Más desplazamientos. Comprobación y recomprobación de la relación con el río, con la torre, con la ermita, con la casa. Al final las bodegas quedaron bien puestas. El topógrafo registró la posición final y la pasó al estudio para que redibujasen todo el emplazamiento del edificio tal como finalmente quedaría. He asistido a varias actas de replanteo más. El arquitecto suele mirar, firmar, marchar. Siempre piensa en lo que vendrá, ajeno a una ceremonia que, de tanto repetirse, ha perdido su sentido: del plano al terreno sin mediación alguna, sin comprobación, sin esta última mirada. No para moneo, que con este gesto tan importante para él, íntimo, ajeno a cualquier mirada extraña, dio toda una lección de ética profesional. Acta de replanteo

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