Revista Ilustración
Ha muerto Agustín García Calvo. Hoy, precisamente, el día de la muerte. El día de todos los santos. No creo que esto se deba a la casualidad, era demasiado clásico, demasiado estricto, demasiado brillante. Todo estará pensado de antemano. La historia de Agustín García Calvo es la historia de España, la de todos nosotros desde hace cuarenta o cincuenta años. Puede que más. AGC es para mí la lucidez frente a la miseria moral de la sociedad, de nuestra casta política. Es ese ejemplo que deberíamos haber seguido y al que olvidamos en un recóndito despacho de una facultad cualquiera en una ciudad cualquiera. Conocí a AGC hace algunos años, paseando por los jardines del castillo de Zamora, de noche. Estaba sentado bajo una farola leyendo un libro. Se acercó y comenzamos a charlar. No le conocía en persona, pero la figura de AGC era ya legendaria y todo el mundo sabía reconocerlo, si no por su valía, sí por su aspecto y, sin embargo, era respetado porque nadie podía mantener un duelo verbal con él sin salir vilipendiado. Defendí la poesía actual, postmoderna, frente al discurso arcaico de AGC. Entonces él comenzó a hablarme de autores, de libros, de clásicos y menos clásicos. Y me convenció. Del todo. Al día siguiente compré libros de su editorial, traducciones de griegos imposibles, autores del siglo XVII y XVIII y olvidé en un estante a quienes, por entonces, yo creía especiales con su lenguaje tan cercano al mío. Reconozco el aprendizaje de aquella noche. Nunca más volví a hablar con él, nunca más compartí una lección de tamaño maestro. Pero aquella, sí, fue inolvidable. Y, hoy, el día de su muerte, la cuento para que Internet se encargue de llevarla a todas partes, como su voz, su obra y, sobre todo, su legado. Artístico e intelectual. Y político. La razón de ser de cada uno de sus movimientos. Descanse en paz.