Revista Arte
Tal vez el artista más fascinante que haya dado la India en el siglo XX sea Amrita Sher-Gil. Hija de un sij del Punjab y de una judía húngara, anduvo a caballo entre Oriente y Occidente, aunque al final fue el primero el que tiró más de ella.
Todo en Amrita se sale de lo común, empezando por sus padres y cómo se conocieron. Su madre, Marie Antoinette Gottesmann era de origen noble y un buen día leyó un anuncio en el que la Princesa Bamba, que vivía en Londres y era hija del último rey sij del Punjab, buscaba una acompañante con la que ir a visitar la tierra de sus ancestros. Marie Antoinette se apuntó y en ese viaje conoció a Umrao Singh, un aristócrata y estudioso sij, experto en sánscrito y persa.Amrita nació en Budapest en 1913 y no fue hasta 1921, cuando tenía ocho años, que conoció la India. Ese año su familia se trasladó a Shimla, una zona de montañas próxima a los Himalayas, cuya belleza la marcaría para siempre. Fue a raíz de esa estancia que Amrita se daría cuenta de que su verdadera identidad era la india.
Su formación como artista fue plenamente europea. En 1924 estudió en Florencia en la escuela de arte de Santa Anunciata, aunque no soportó ni la rutina, ni la disciplina, ni la rigidez del curriculum y a los seis meses abandonó. En 1929 estudió en Grand Chaumiere, una escuela de arte parisina muy renombrada y de allí pasó a la Ecole Nationaledes Beaux Arts. En esa época, los artistas que más le atrajeron fueron Cezanne y, significativamente, Gauguin.
Para comienzos de los 30, Amrita llevaba camino de convertirse en una artista reconocida en Europa. En 1932 su pintura “Jóvenes muchachas” hizo que la nombraran asociada del Gran Salón de París siendo la primera asiática y la persona más joven en conseguir esa distinción. Amrita estaba tan segura de su valía que ese mismo año, al no haber recibido un premio del que creía que era merecedora, escribió a su madre: “Para mi inmensa extrañeza y la sorpresa de todo el mundo, no gané el Premio (…) No estoy en absoluto deprimida, porque sé que he producido unas obras excelentes.”
Si Amrita hubiera permanecido en París, seguramente hubiera adquirido notoriedad, pero le habría faltado esa genialidad que ahora le reconocemos. Ella misma se dio cuenta de que la India era el sitio al que pertenecía y donde tendría que desarrollarse como pintora. Como escribiría más tarde: “Comenzó a embargarme un intenso anhelo de regresar a la India (…) sintiendo de una manera extraña que hay se encontraba mi destino como pintora.” Más tarde ese sentimiento lo concretaría de una manera propietaria: “Sólo puedo pintar en la India. Europa pertenece a Picasso, Matisse, Braque… La India sólo me pertenece a mí.”