Una de las costumbres más bochornosas de Hollywood es su afición, innecesaria, desmedida, gratuita, facilona y carente de sentido, por los remakes. Se trata de un recurso utilizado tanto para intentar paliar, por lo general patéticamente, la alarmante escasez de ideas y la cada vez más patente falta de talento de los guionistas y directores del cine norteamericano comercial, como para, por parte de los estudios, obtener la seguridad de recuperar apreciables inversiones en productos de probada rentabilidad, es decir, para evitar riesgos económicos, cumplir el plan de producciones del año sin temor a multiplicar exponencialmente las pérdidas a través de películas “seguras”. Obviamente, desde el desarrollo de los medios domésticos de registro y reproducción audiovisual (vídeo, DVD, Internet, etc.), el remake carece de su sentido primigenio, el único, en realidad, que poseyó, es decir, la intención de facilitar a nuevas generaciones de espectadores la posibilidad de ver de nuevo en pantalla grande historias que, durante las primeras décadas del cine y una vez cumplido el ciclo de producción, distribución y exhibición, se marchitaban en un cajón hasta que el soporte de celuloide se pudría y desaparecía, y con él la película. Así, múltiples generaciones vieron primero cómo antiguas historias mudas cobraban la voz, y después cómo las tramas que ya conocían en blanco y negro volvieron a hacerse en color, o cómo dramas o cintas de acción y aventura de los que se había oído hablar a padres y abuelos volvían a poblar las carteleras para el conocimiento y disfrute de generaciones futuras. Con el vídeo y el DVD, afortunadamente, la historia del cine, o al menos su mayor parte, o su parte más relevante, está al alcance de la mano, y el remake ha pasado a ser otro vestigio del pasado al que Hollywood, y el público menos preparado, le cuesta renunciar, acogotándonos cada cierto tiempo con nuevas versiones, innecesarias y muchísimo peores que las originales, de montones de historias suficientemente ya conocidas y tratadas. Un ejemplo de la antigua costumbre del remake, uno de los paradigmas de las necesidades que cubría esta práctica en determinados momentos, es Tempestad sobre el Nilo (Storm over the Nile), codirigida -con trampa- en 1955 por Zoltan Korda y Terence Young, y que no es sino una versión de la anterior obra de los hermanos Korda, Las cuatro plumas (The four feathers, 1939). E inferior a ella, como suele ser habitual.
Los hermanos Zoltan y Alexander Korda, inmigrantes húngaros, protagonizaron una de las más fructíferas y abundantes etapas de los primeros tiempos del cine británico gracias a sus superproducciones biográficas, aventureras e historicistas, de las que ya se habló en esta casa aquí, aquí o aquí. En 1939, con producción de Alexander y dirección de Zoltan, estrenaron su versión de la novela de A.E.W. Mason, la historia del joven oficial del ejército británico que abandona su puesto justo cuando su regimiento va a partir hacia Egipto para sofocar la rebelión de los derviches en 1898, y la odisea personal que sufre para, tras ser acusado de cobardía, viajar al Sudán para devolver una por una a sus acusadores las plumas blancas que acompañan a las tarjetas firmadas con las que muestran su vergüenza y oprobio. La película, que contaba con Ralph Richardson o C. Aubrey Smith en el reparto, obtuvo una nominación al Oscar, en concreto a la mejor fotografía, en un año tan difícil y repleto de gloriosas películas como 1939. Dieciséis años más tarde, y ya casi como acto de despedida del mundo del cine, ambos hermanos se embarcaron de nuevo, con la colaboración del naciente Terence Young, en la historia de Harry Faversham (Anthony Steel), el joven heredero de una aristocrática familia de militares al servicio de la Corona y del Imperio británicos a lo largo de toda su historia que encuentra en el fallecimiento de su padre la perfecta ocasión para eludir un destino castrense que jamás ha estado en su íntimo ánimo, más interesado por la vida civil, las artes, la poesía y la vida tranquila y plácida entre praderas, caballos y cultivos de la campiña inglesa.
En un mundo, el del Imperio de la reina Victoria, en el que palabras como honor y gloria aparecen en la prensa a diario y son criterios usuales para medir la dignidad de un hombre, Harry es inmediatamente despreciado por sus antiguos compañeros de armas, Durrance (Laurence Harvey), Peter (Ronald Lewis) y Willoughby (Ian Carmichael), que, prestos a partir con su regimiento, el Royal North Harvey, hacia Egipto para combatir a las órdenes del legendario Kitchener contra los últimos focos de la rebelión de los derviches (punto con el que comienza la historia, la muerte del mítico general Gordon a manos de El Mahdi en Karthoum, la capital del Sudán, que recrearía la película de Basil Dearden en 1966), envían sus tarjetas junto a tres plumas blancas a su antiguo camarada, mostrándole así su desprecio. A ellos se suma su prometida, Mary (Mary Ure, en su debut en el cine), y el padre de ésta, el general Burroughs (James Robertson Justice), un antiguo amigo y compañero de campañas militares de su padre (Michael Hordern), que se niega a tolerar semejante desplante a la memoria de ambas familias y provoca la ruptura del compromiso. Harry, para demostrar que su elección personal nada tiene que ver con la falta de redaños, parte tras el regimiento para devolver en mano a sus propietarios las dichosas plumas blancas. Para ello, una vez en Egipto, se hace pasar por el miembro de una tribu del desierto opuesta a los derviches, a la que éstos cercenaron sus lenguas y convirtieron en esclavos. Así, Harry transitará por los desiertos de Egipto y Sudán en busca de sus antiguos amigos, vivirá batallas, largas caminatas arrastrando a un oficial que ha perdido la vista, se fugará de cuerdas de presos y de cárceles, librará batallas de forma anónima junto a sus compatriotas, y recuperará la senda perdida.
La historia, un prodigio que contiene la quintaesencia de las narraciones de aventuras, sigue funcionando como un reloj a pesar de que la película resulta menos fresca e interesante que la versión de 1939, y también de que no posee ni su espléndida fotografía ni una partitura tan majestuosa como la compuesta por Miklos Rózsa para la primera versión (aunque resulte muy superior que la posterior traslación a la pantalla de esta misma historia, en 2002 y con Heath Ledger en el elenco). Los hermanos Korda conservan no solo el esqueleto principal de la historia (incluidos sus defectos, como una falta de mayor presencia de los personajes de Willoughby y Peter, un desarrollo más meticuloso de la amistad a cuatro bandas de los oficiales antes de la guerra, y también de su enamoramiento y romance con Mary y de la vida con su padre y su suegro, es decir, todo el episodio previo a la guerra propiamente dicha), en algunos casos incluso con pasajes, secuencias y diálogos concretos (la recurrente narración que realiza el general Burroughs de un antiguo episodio bélico en la guerra de Crimea mientras señala sobre la mesa la colocación de las tropas británicas y rusas colocando unas nueces, una manzana, una fina línea de vino tinto y una enorme piña que lo simboliza a él) sino que utilizan en distintos momentos imágenes de combates y tránsitos por el desierto que pertenecen al metraje o a los descartes de la película de 1939. Mientras Terence Young se encarga del material nuevo, los Korda montan y remontan antiguas tomas para completar los 107 minutos de duración final, en los que se percibe de modo ciertamente chocante la forma torpe, caótica, desajustada, incluso borrosa y confusa, en la que están filmados algunos de los episodios de combate y batalla, sin duda como producto de una mezcla incongruente de tomas y planos de distinta prodecencia, temporal y autoral. Fuera de la aventura propiamente dicha, tanto en el prólogo como en el epílogo situados en Londres, hay poca elaboración dramática, quedando demasiado poco esbozados los distintos matices de las relaciones personales entre los cuatro amigos o entre Harry y su prometida, resultando sus evoluciones personales demasiado improvisadas, superficiales, anodinas y previsibles, siendo el único capítulo con algún atisbo de dramatismo la antigua rivalidad amorosa de Harry y Durrance por la misma mujer, y la resolución final de este triángulo con felicidad y comprensión para todos.
Con todo, un fenomenal espectáculo de épica y epopeya colonial, en el que, como es natural, el enemigo no anglosajón apenas es reducido a la categoría de objeto, mientras que los héroes blancos viven grandes aventuras y realizan logros impensables, y en el que el ritmo un tanto desequilibrado, los lugares comunes y la previsibilidad de una historia ya conocida y mejor contada con anterioridad viene compensada con una correcta labor de los intérpretes principales magníficamente sostenida por la habitual solvencia de los excelentes secundarios del cine británico, y con una fórmula narrativa que nunca falla, el cóctel de aventura, romance, acción, exotismo, redención y reconciliación. Pero sobre todo es su carácter de remake convicto y confeso, y su relación con la versión anterior -e incluso con la posterior de 2002- lo verdaderamente interesante de esta historia. La película no esconde su condición, no se avergüenza de ella; precisamente resulta apreciable por ello, porque no tiene pretensiones. Nada que ver con los ejecutivos y directores de medio pelo del Hollywood comercial de los últimos treinta años, cuando, como patética excusa para su falta de ambición y talento artísticos intentan ampararse en la falsa y ridícula coartada de que es necesario “actualizar los clásicos”, lo cual deviene casi en un cien por cien de los casos en un nuevo desastre fílmico con que nutrir nuestra tienda de los horrores.