Antes de morir, Julio César acabó adaptando a Octavio, el futuro Augusto, en su testamento. Así lo dejó escrito y guardado en el colegio de las Vestales hasta que se abrió después de su muerte.
De esta manera, ante su fin sangriento, Augusto se vio en la obligación de vengar la muerte de su padre adoptivo. Por ello, con la ayuda de Marco Antonio y Lépido en una alianza inaudita, Augusto no dudó en encabezar una guerra contra aquellos que se habían llamado a sí mismo <<Liberatores>>. Sí, Liberatores, puesto que pretendían librar a Roma de las atrocidades que, bajo su punto de vista, César cometía en Roma.
Sin embargo, lo único que consiguieron fue que se formase un Segundo Triunvirato, nacido de la alianza antes mencionada, y provocar una Segunda Guerra Civil que sumió a la ciudadanía romana en un nuevo caos y en un nuevo derramamiento de sangre fratricida.
Octavio, el futuro Augusto, persiguió a los asesinos de su padre incansablemente por toda la península itálica, por parte de África e incluso por la lejana Asia, no importándole si quiera las inclemencias del tiempo o las enfermedades que le sobrevinieron. Y al final, su denodado esfuerzo vio su recompensa, cuando consiguió ajusticiarlos a todos después de la Batalla de Filipos.
Las veintiocho legiones que enfrentaron por mar a los ejércitos de Bruto y Casio, que se habían instalado en Grecia como base de operaciones, fueron aplastados y estos dos generales se vieron obligados a rendirse.
Tras esta gran victoria, que prácticamente ponía fin a una larga y costosa guerra, cuenta Suetonio que Octaviano “no tuvo moderación en la victoria.” No, no la tuvo. Lo primero que hizo fue cortarle la cabeza a Bruto, el hombre que había orquestado la conspiración contra César, y enviarla a Roma para que la arrojara a los pies de la estatua dedicada a César. Al resto de prisioneros, les impuso “sangrientos ultrajes”, sin importarle lo ilustres que fueran para el pueblo romano.
Es más, Suetonio refiere que uno de ellos le suplicaba la sepultura, ya que a otros los había dejado sin enterrar, y la contestación de Octaviano fue que aquel favor pertenecía a los buitres. A un padre y a un hijo que le pedían el perdón, les mandó que echasen a suerte cuál se salvaba o que lucharan en un combate a muerte. El padre, en un acto de valentía para que su hijo no pereciese, se lanzó directamente contra la espada del hijo para quitarse la vida, pero el hijo no pudo soportarlo y se suicidó también.
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