Fue el director del Festival, Markus Hinterhäuser, quien deslizó la idea a la pareja artística formada por Romeo Castellucci y Teodor Currentzis: unir la ópera de Bartók sobre el castillo de Barbazul con la última composición del músico bávaro Carl Orff sobre el fin de los tiempos y el juicio final. A primera vista, parece una de esas locuras improvisadas en los despachos. Pero a tenor de lo visto sobre el escenario del Felsenreitschule, la excentricidad no carecía de cierta lógica.
Evidentemente, no hay castillo físico. No hay siete puertas que abren otras tantas habitaciones. La ópera de Bartók se abre en negro, con el llanto de un bebé y a continuación unos gritos. La música y los primeros versos cantados se escuchan aún en tinieblas, como en medio de un mal sueño, hasta que vemos a Judith caminar sobre una superficie de agua e iluminada por símbolos y palabras hechas de fuego. Estos elementos primigenios nos llevan a un planteamiento psicológico de esta ópera, donde el itinerario de las siete puertas, como los siete pecados capitales, es un camino mental por el alma de Barbazul. Para esta Judith es más importante abrir las puertas prohibidas que ver el contenido de sus habitaciones, una vez que ya hemos visto la suya: un bebé inerte, el hijo muerto apenas nacido.
Después de una larga pausa, las sibilas que anuncian el fin del mundo lapidan a una mujer que viste como Judith. Pasamos del entorno psicológico de la protagonista de Bartók al mundo alegórico de Orff. Los textos en griego, latín y alemán añaden una lectura atávica a lo que presenciamos, una breve historia del pecado y de la culpa que desemboca en el juicio final, con un escenario poblado por las almas que esperan. Es uno de los cuadros con mayor fuerza visual de esta producción. El escenario se despobla ante la presencia de Lucifer, que arrastra la puerta del infierno (una puerta más, como las de Judith) y la deja caer pesadamente. El ángel caído, el que fuera portador de la luz antes de su rebelión en el principio de los tiempos, pide perdón al padre con la fórmula del hijo pródigo por tres veces, como las negaciones de Pedro. La figura se va desprendiendo de su culpa y el príncipe de los demonios vuelve a ser ángel e hijo de la aurora, que es lo que significa Lucifer en latín. Judith y Barbazul, que en realidad aquí son el símbolo de la primera pareja, Adán y Eva, se acercan al nuevo Lucifer para devolverle la manzana. Todo queda perdonado. Y así, de esta sutil manera, estas dos composiciones quedan unidas en el escenario.
Presenciar una propuesta de Castellucci implica abrirse a mundo de símbolos y arte conceptual que no es apto para todas las mentes. A veces acierta con gran inspiración, como en el Requiem de Aix-en-Provence y otras veces se queda a medio camino porque este lenguaje no encaja en universos como el de Don Giovanni, en el festival del año pasado. A Teodor Currenzis le ocurre otro tanto. Es muy interesante escucharle porque sus planteamientos siempre ofrecen algo nuevo, pero a veces su dirección se torna narcisista y excesivamente premiosa, con tempi lentos en exceso. Estuvo mucho mejor hilada la composición de Orff que la ópera de Bartók, aunque obtuvo una gran ejecución de la siempre excelente orquesta de jóvenes Gustav Mahler.
Mika Kares y Ausrine Stundyte fueron los Barbazul y Judith que demandaba la dirección escénica, y mostraron su enorme capacidad y compromiso con lo que un director de escena pide de dos cantantes como ellos. En el resto del elenco musical destacó, como viene siendo habitual, la enorme calidad canora que atesora el coro musicAeterna.
Fotos: Salzburger Festpiele/Monika Ritterhaus
Publicado por Felipe Santos
Felipe Santos (Barcelona, 1970) es periodista. Escribe sobre música, teatro y literatura para varias publicaciones culturales. Gran parte de sus colaboraciones pueden encontrarse en el blog "El último remolino". Ver todas las entradas de Felipe Santos