Aportar valor es el concepto favorito de consultores, inversores y tecnócratas. No se les cae de la boca, lo sueltan a la mínima ocasión. Creen que es una demostración sencilla y objetiva de lo que consideran su trabajo. En realidad no pasa de ser un eufemismo barato que evita tener que utilizar las palabras que excitan al inversor pero enfrían a cualquier cliente: encarecer el precio. Es la neolengua de la globalización.
Aportar valor funciona como la parte visible, comprensible y eficaz de una teoría compleja y accesible sólo para expertos que justifica cualquier intervención o revés argumental o ejecutivo. Quienes la usan tienen sus propias razones para hacerlo, porque la emplean siempre en el contexto adecuado. El resto debemos deducir que la realidad que describe existe de verdad, no una leyenda urbana, un mito de la gestión: que hay procesos donde cada hito inyecta un valor cuantificable al producto o servicio en los que nada sobra y nada falta. Los costes se reducen, los beneficios se levantan; que sí, que no, que aumente la producción y se rompan las trabas de la legislación...
Aportar valor ya no es sólo el mantra de los emprendedores y empresarios que juegan a políticos, sino el de los políticos que creen que conectar con los objetivos e intereses de los emprendedores y los empresarios. Los políticos creen que dejándolo caer a cada momento se alinean con la emprendeduría (otro de sus neologismos favoritos, aunque a mí me suena a expendeduría), con lo moderno, con la elite que tira de la economía. Lo cierto es que tanta reiteración vacía de contenido la expresión, como si cada iniciativa, ley o proyecto no tuvieran otra función, no necesariamente orientada al lucro recaudatorio.
Muy pocas cosas adquieren valor cuando las manipulan consultores, inversores y tecnócratas. Esta patulea de supuestos expertos creen que un lenguaje repleto de neologismos y siglas en sus documentos es la mejor prueba de que sus opiniones con incontrovertibles. Luego, cuando se supone que empiezan a poner en práctica sus proyectos, dejan entrever cada vez con menos disimulo que toda su labor consiste en darle la vuelta a tres o cuatro viejos conceptos de gestión elemental. Al final, el resultado es un mapa de procesos en el que se ha cambiado el nombre a cada área, función y/o cargo, se deja como estaba lo que la dirección estimaba intocable o imposible de modificar y lo realmente innovador se reduce a la implantación de un software carísimo que requiere de una formación carísima que, por descontado, proporciona la misma consultora que aconsejó su compra. Sobre el papel, todas sus promesas parecían algo mucho más etéreo, al alcance de cualquiera sin apenas esfuerzo y desembolso.
Si hay algo que revela la historia del capitalismo es que la información siempre ha sido cara debido a su escasez o, sencillamente, incrementar su valor requería un gran esfuerzo. Sin embargo, en la economía globalizada del siglo XXI la información es un bien abundantísimo cuyo valor tiende a cero. Hoy día cualquiera produce información, basta teclear un poco y ahí está: información, resultados, experiencias, ideas... Otra cuestión es su utilidad, su capacidad de aportar valor y la posibilidad de convertirse en un modelo de negocio viable.
Aun así, los consultores, los inversores y los tecnócratas se comportan como si en su universo la información siguiera siendo una mercancía escasa. Esta es la idea que nunca, bajo ningún concepto, admitirán delante de un cliente: aunque haya infinidad de evidencias en contra, ellos insistirán en que su información es la única realmente útil, y por eso es escasa y cara. Gran parte de su trabajo consiste en encarecer la información que manejan, por muy incomprensible y absurda que parezca. Esta labor se realiza casi en exclusiva mediante la documentación que generan y su curioso estilo: todo son paradojas, retruécanos, tendencias novísimas revestidas de teorías contrastadas, parafraseo, abstracción interminable, resistencia feroz a la concreción, temor a caer en la banalidad. Dan por sentado y demostrado que la información que anega internet no existe, razón por la cual la ignoran como todo buen aristotélico ortodoxo en pleno Renacimiento. No lo hacen por esnobismo ni por llevar la contraria, es que les va el negocio a los pobres... La única incógnita que queda por despejar es saber hasta cuándo podrán mantener tan descomunal fraude.
Quizá de aquí unos pocos años el periodismo, la literatura o el cine ridiculicen a los consultores de principios de la era digital igual que los ejecutivos surferos de Apple de los ochenta se han convertido en la caricatura de una época de desenfreno y locura por el enriquecimiento económico. Puede que el tiempo convierta a estos consultores, inversores y tecnócratas obsesionados por aportar valor en los mártires inútiles de la era de la sobrevaloración informativa.
Revista Informática
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