Revista Arquitectura

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Por Jaumep

Todos estamos más o menos de acuerdo en considerar el Palau Güell como uno de los mejores edificios del mundo. Arquitectura en mayúsculas, vaya. El Palacio Güell no es un palacio, de hecho. Es una especie de pabellón para conciertos, misas, una sala de fumar, un espacio de estar a penas abierto a la calle (prima, y gracias que lo haga, las vistas oblicuas por encontrarse en el momento de su construcción ante una casa de putas en el ático de la cual vivía Pablo Picasso, lo que la convertía en dos veces maldita), una sala de recepción y unas cuadras. El Palau Güell de veras estaba al lado, en la esquina de Nou de la Rambla con la Rambla, y delante había un anexo donde vivía la madre del propietario. Éste era Eusebi Güell, que, junto con Antonio López, Marqués de Comillas, y con el conde de Romanones, eran las personas más ricas de España. Tanto que los tres (emparentados entre ellos, repartiéndose a placer los cargos gubernamentales, siendo primer ministro el último) metieron al país en la Guerra de Marruecos para proteger sus propiedades, entre otras muchas tonterías. Güell dio instrucciones a su arquitecto, un tal Antoni Gaudí, de gastar cuanto más dinero mejor en la construcción. Se cuenta que la pregunta que hacía a su contable al empezar el día era “cuando gastó ayer, Gaudí?”. El acceso y las rampas de las cuadras son adoquines de una madera cubana carísima, no fuese que los caballos resbalasen y, encima, hiciesen demasiado ruido. La tribuna posterior es de una madera africana (ya entonces rara) todavía más cara, totalmente inalterable, eso sí, y hoy en día está perfectamente conservada. Y el trencadís? No. Jamás fue un recurso para aprovechar restos cerámicos: hará falta esperar a Jujol para eso. Las baldosas rotas eran cerámicas de las mejores casas, cuidadosamente rotas y colocadas a base de centenares de horas de mano de obra especializada. Algunas de ellas provenían de las mejores fábricas de Murano.
…y el Palau Güell sigue siendo una obra de arquitectura extraordinaria, de las mejores del mundo. Porque, hasta hace cuatro días, la mayor parte de la arquitectura no tenía ética económica. Gran parte de los ejemplos que se nos han puesto a lo largo de la historia son casas pijas promovidas y habitadas por la elite económica mundial, obsesionada con representar su buen gusto en edificios carísimos, a veces con un punto obsceno, pero que, invariablemente, siguen dando la talla como ejemplos de buena arquitectura.

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Un bebedor de cerveza inglés de 37 años, con una cierta pinta de hooligan que lo capacita para hacer, tranquilamente, de extra en alguna de las novelas de Irvine Welsh, ha sido uno de los artífices del cambio de paradigma de la arquitectura mundial. Su nombre es Cameron Sinclair. Criado en un suburbio pobre del sur de Londres en pleno thatcherismo, se graduó como arquitecto hará unos añitos y empezó a trabajar en estudios importantes de esos que hacen versiones modernas de esa arquitectura corporativa cara, que sirve a los cuatro de siempre que se la han podido pagar. Durante los fines de semana, con un cierto cargo de consciencia, decidió reunirse con unos amiguetes para arreglar el mundo a través de su propia profesión. La diferencia respecto de otros bebedores de salón que hacemos lo mismo es que él, finalmente, lo está haciendo de verdad. El pasado 19 de enero vino a explicarlo en el COAC, en una conferencia hecha en la pecera, hasta ahora sala de exposiciones, con los peatones parándose a mirarlo, iluminados, eventualmente, por los focos de algún coche de los Mossos d’Esquadra que pasaba por allá (“Did I said something wrong?”).

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 En esas tardes cerveceras de sábado, Sinclair fundó una ONG llamada Architecture for Humanity (AfH). Lisa y llanamente, AfH trabaja para quien no puede pagarse un arquitecto. Exactamente el 95% de la población. Hasta ahora los arquitectos han formado parte de un triángulo que tiene por otros dos vértices al constructor y al promotor. Las relaciones entre ellos cuestan dinero. Eventualmente lo generan. En cualquier caso, el producto final es endogámico y relacionado con quien se lo puede pagar: el 5% restante, los que sacamos dinero en cajeros automáticos constituidos, de noche, en dormitorios de los que no tienen otro cobijo. Eso cuando no los cierran antes con llave. Un billón de personas (un billón americano: Sinclair se mudó a Sausalito) del mundo viven enclavadas en la miseria. Cuatro billones más se autodefinen como “clases emergentes”. Es decir, pobres que no quieren serlo. O que no quieren llamarse así a sí mismos. Sus emplazamientos y sus casuísticas son tan variadas como la propia humanidad: de las reservas indias de los USA (las tasas de alcoholismo y de suicidios más altas del planeta) a los damnificados por el Katrina a todo lo largo de la costa del Golfo de Méjico, USA incluido. De las víctimas del tsunami de Indonesia a las víctimas de los francotiradores en Kabul. Terremotos en Chile, en Pakistan, en Haití. Hambre como primer efecto colateral. Cólera. Tráfico de drogas, crimen organizado, venta de “protección” al pormayor. Ausencia de escuelas, de viviendas, de agua corriente, de electricidad, de cualquier tipo de servicio. De terrenos drenados para jugar al fútbol. De centros cívicos. De cualquier cosa que nosotros encontramos a la vuelta de la esquina en tanta cantidad que ni nos paramos a pensarlo.AfH envía arquitectos a estos lugares. Viven en tiendas en campos de refugiados. Viven en edificios en ruinas. A menudo tampoco tienen agua corriente, internet, ropa para cambiarse, camas decentes donde dormir por la noche. Al igual que sus clientes. Algunos tienen tres master y dejaron atrás trabajos bien pagados. Los levantarán a las tres de la mañana cuando una tienda de lona se inunde. Construirán refugios para mujeres embarazadas en una sola semana con dos mil dólares de presupuesto. Porque de eso se trata: ideas tenemos todos. Algunos incluso las tienen buenas. Pero no vives en una idea. No te la comes, no duermes en ella, ni te abrigará del frio o evitará una insolación. AfH construye. Antes que nada construye. Sobretodo construye. Realiza. Ejecuta, gestiona, educa y se deja educar. Cameron Sinclair es el ideólogo de todo esto, y aprende rápido: se deja influenciar por el entorno, propone, reacciona, corrige sobre la marcha y, sobretodo, no se está quieto. Después de un proyecto fabuloso que lo tenía todo en cuenta (programa, gravedad, sostenibilidad, vientos dominantes, belleza, bla, bla, bla) que no fue aceptado por la comunidad tuvo la valentía de preguntarse por qué y encontrar la respuesta: la distancia. A sus usuarios finales tanta tecnificación, tanto esfuerzo de salón, de estudio, de relación arquitecto-constructor les pareció excesivo, ajeno. Desde entonces: trabajo en común. Vender distancias culturales. Implicar a la comunidad, a los artistas locales, a los patriarcas, a los niños. Usarlos de jurado final en los concursos, de diseñadores, de peones. Aceptar su veredicto y aprender enseñando. Romper barreras con el pueblo, hasta llegar a tontear con la demagogia: y qué? La cuestión es llegar, sea como sea. Comunicar, proponer. 

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El arma: el proyecto. El proyecto como génesis de todo. Captar necesidades, buscar financiación, implicar las partes involucradas y seguir adelante. El proyecto como intermediario entre una mafia organizada y un arquitecto que intenta ayudar a su barrio. El proyecto como elemento integrador de los condicionantes previos que darán como respuesta un edificio bien estructurado, bien pensado, bien ejecutado. El proyecto como proceso abierto que va mucho más allá de la propia construcción, y que implica maneras de usarlo, de vivirlo, de mantenerlo. El proyecto como sensibilidad.Antes hemos dejado a (otro) bebedor de cerveza con tres master y menos de veinte quilos de equipaje yendo a vivir por cuatro años a una zona devastada de la Tierra. Este señor es joven, ambicioso. Es sensible. Tiene ganas de comerse el mundo, de expresarse, de realizar tan buena arquitectura como un Foster cualquiera. Y eso es exactamente lo que hace. AfH vende esto: dignidad. El bebedor de cerveza con tres master cobrará por su trabajo. Porque los arquitectos somos técnicos que cobramos por trabajar. Porque estas cosas se hacen un lunes por la mañana a primera hora y no a las ocho de la tarde de un día cualquiera, cuando llegas cansado del trabajo y, por buea voluntad que haya, sólo rindes un 20% de lo que puedes rendir. Porque esto no ha de ser un hobby ni un sacrificio. A cambio trabajará de sol a sol siete días por semana. A cambio materializará sus sueños arquitectónicos más salvajes a 20€/m2, con suerte, sin renunciar a nada: ni a formas arquitectónicas extrañas, ni a episodios sostenibles épicos. A cambio a prenderá de sus clientes. Aprenderá que una placa solar fotovoltaica no sirve para calentar agua en una placa eléctrica gratis, sino para montar un negocio de recarga de móviles a demanda. Aprenderá que una cubierta ajardinada se ha de calcular con un sobrepeso que cuadruplique el que se aplicaría en el primer mundo porque éste se usará de plataforma para una fiesta con DJ cuando se inaugure el edificio. Aprenderá a escuchar, a dejarse tatuar el edificio con pinturas que lo mismo consideramos espantosas pero que son importantes para los usuarios. Aprenderá a integrar, a priorizar trabajos. Aprenderá a ser serio.

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El momento que más me impactó de la conferencia fue, precisamente, cuando empezó a explicar todo esto. El acto empezó con un video rompesensibilidades, de esos que ignoramos sistemáticamente en youtube a no ser que vaya acompañados de una canción inédita de cualquier grupo gafapastero que valga la pena, que, en ese contexto, tenía sentido aún tonteando, de nuevo, o de inicio, con la demagogia. Después, Sinclair se puso a explicar la génesis y el funcionamiento de su ONG: un orador brillante, por cierto. Al cabo de un cuarto de hora o vente minutos de charla paseó la mirada por la platea y, con esa cara de hambre que conozco de mil otras conferencias, dijo “…pero probablemente os esté aburriendo. ¿Hablamos de proyectos?” Yo, que todavía no había entendido nada, suspiré, preparándome para la consabida ración de cubiertas a cuatro aguas con teja árabe y estructura de bambú, acompañadas de una serie de justificaciones que suelen empezar por alguna de las billones de variantes de la frase “per las circunstancias, ya sabéis…” que hasta ahora han lastrado este tipo de arquitectura. No. Lo que vi luego se hubiese podido descontextualizar perfectamente y llevar a cualquier otra conferencia de cualquier otro arquitecto hambriento del primer mundo: proyectos a saco. Proyectos sin concesiones, bien dibujados, renderizados y maquetados (a veces con un solo plano de ejecución), con voluntad formal, estética, con las mismas ganas de expresarse que pueda tener cualquier starchitect a quien haya caído el proyecto de su vida en Times Square, la plaza de Catalunya o Piccadilly Circus. Porque no se trata que estén profesionalizados. Se trata que son arquitectos. Se trata de que piensan, de que sienten, de que actúan como arquitectos, dirigidos a un público diferente, inédito. Un público que no entiende de crisis. Un público que no se para a conseguir financiación para empezar. Un público con demanda constante de mano de obra y de cerebros, inagotable, exigente, que reclama todo nuestro talento con más fuerza que cualquier ricacho con un cheque en blanco. Que reclama capacidad de organización, hechos, ajeno a las ideas, a los dibujos, al trabajo previo, a las publicaciones y al ruido. Un público, pero, agradecido, exigente, que quiere repetir, que necesita repetir. Un público que demanda incesantemente lo que necesita. Un público que cumple nuestros sueños más salvajes: puede ser educado a través de la propia arquitectura. A través de un edificio bien hecho, de una demanda satisfecha, de un escucharlos de veras. Si se requiere una pérgola esta almacenará y depurará agua. Una casa es seguridad. Un hospital, un pavimento. Una cubierta vegetal, un parque. Y hacerlo bien es restituir su dignidad, aumentar la nuestra, hermanarlos y, al final, crecer como sociedad.

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En Haití colapsó un campo de refugiados entero después de una tempestad tremenda. Las tiendas de lona volaron. Todos se mojaron, tenían frio, se desesperaban mientras perdían utensilios y perdían a los niños en la confusión. Entre los habitantes empezó a correr la consigna de ir a refugiarse al hospital, ya que era “el único edificio de todo el campo diseñado por un arquitecto”: era el hospital para mujeres embarazadas construido en una semana que antes he mencionado. Y eso es credibilidad: el edificio aguantó, con el viento, con la lluvia, con las embarazadas y con todo un suelo palafítico colapsado de gente que quería refugiarse de la intemperie. Voluntad estética, profesionalidad, ética, compromiso y, siempre, diversión y a seguir soñando: esto es la verdadera arquitectura del siglo XXI. Cuando estéis entre amigos bebiendo una cerveza (o cinco, que equivalen a una cena) en un bar cualquiera pensad en dejar el importe sobre la mesa y enviarlo, luego, a AfH. Probablemente lo veáis convertido en escuela un mes más tarde.

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 (gracias a Ethel Baraona por las fotos)

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