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¡Arde el bosque!

Por Lasnuevemusas @semanario9musas
Cuando arde el bosque, una chispa de angustia prende en nuestro interior, inflamando unas brasas que traspasan la añoranza de pertenencia a un mundo natural, hogar primigenio del ser humano.

El fuego se convierte entonces en un endemoniado enemigo sin piedad, que todo lo arrasa y nada respeta, pero el hombre ignora su auténtico papel en el circuito de la vida como uno de los indispensables elementos de la naturaleza.

El peligro de una noticia habitual es que pueda convertirse, con el tiempo, la inconsciencia y el olvido, en una noticia normal: jamás debería ser normal que un bosque se incendiase arbitrariamente.

Pero, ¿acaso existen incendios no arbitrarios y normales?

De forma tímida y subrepticia, los medios de comunicación, cuando informan de tales tragedias, nombran los fuegos ocurridos sin intervención humana como algo accidental y deseosamente evitable. Pero el ciudadano no suele ser apropiadamente informado de toda la situación y de la intervención de la naturaleza en estas terribles lides.

¡Arde el bosque!

Existen tres tipos básicos de incendios, según su origen: el provocado intencionadamente por el hombre, el ocasionado por el irresponsable descuido también del humano y el incendio por causas o fenómenos naturales (tormentas eléctricas, efecto lupa, altas temperaturas), de efectos tan desastrosos como los de origen antrópico.

Pero, excepto para los especialistas, en la mayoría de los casos se desconoce que estos últimos pueden también reportar beneficios y que muchos ecosistemas planetarios se han servido de este auténtico recurso ecológico desde hace millones de años.

En el ingenioso proceso de la vida sobre la Tierra, la evolución siempre busca la forma más idónea de adaptarse a los sucesos de un planeta tan versátil, como en el proceso natural, espontáneo e imprevisible del fuego y la perfecta respuesta de muchas especies vegetales, más en hábitats donde, por su climatología, el fuego es un visitante regular que se presenta tarde o temprano.

En Gea, nada es aleatorio y hasta las llamaradas provocadas por un sol ardiente o un rayo afilado son aprovechadas, en un oportunismo de vida digno de admiración. Son las plantas pirófitas o pirófilas.

¡Arde el bosque!Pyrós proviene del griego y significa fuego, phyton quiere decir planta y philia es amor o amistad. Aunque los expertos asignan diferencias entre ambas, básicamente son plantas a las que les gusta el fuego, pues sacan imprescindibles provechos de este.

Suelen habitar en aquellas zonas geográficas áridas o semiáridas en las que se dan altas temperaturas y hay poca humedad -como las de clima mediterráneo-, lo que facilita la aparición y propagación de un factor tan condicionante como el fuego.

Estas amigas de las llamas exhiben toda una variable gama de adaptaciones evolutivas, sobre todo allí donde el fuego es recurrente: desde los vegetales que resisten los incendios de forma pasiva, hasta aquellos que incluso los incitan.

De entrada, el hecho de que perezcan plantas que no soportan el fuerte envite de las llamas, favorece la ocupación de estos espacios vacíos por especies llamadas oportunistas, resistentes al fuego y que a la vez contribuyen a la recuperación del ecosistema dañado, sacando provecho de la flamante riqueza del suelo a través de las cenizas y restos orgánicos quemados.

¡Arde el bosque!

Respecto a las especies con resistencia pasiva, presentan propiedades que les ayudan a soportar fuegos de no muy alta intensidad, como los árboles de corteza gruesa y porosa, que los aísla de las altas temperaturas (algunos pinos y alcornoques), el alto contenido en agua de sus hojas (aloes) o la protección de sus yemas de crecimiento (eucaliptos). En el caso de los árboles, resistirán cuando los incendios sean de superficie, es decir, cuando afecten solamente a la vegetación más baja y no a las copas.

Las plantas rebrotadoras no tienen estas adaptaciones en su parte aérea, por lo que esta se destruirá por efecto de las llamas, pero echarán mano de una próspera alternativa: bajo el suelo, de sus raíces o tallos subterráneos surgirán nuevos brotes vigorosos, que repoblarán la zona siniestrada en su reconstrucción más prematura. Pueden soportar fuegos violentos pero de copa, como el brezo, los eucaliptos, las encinas, la lavanda, el tomillo o el enebro, que rebrotarán con fuerza desde el subsuelo.

Hasta en los fuegos virulentos en los que toda vida perece, la madre naturaleza alberga una nueva oportunidad para la supervivencia y la rehabilitación de los espacios ultrajados por aquellos. Son las especies vegetales germinadoras, que aunque mueren al arder por completo, están provistas de semillas resistentes al fuego y al calor que mantendrán viva otra llama: la de la perpetuación de la vida. Algunas incluso ven favorecidas su excelente capacidad de germinación, como las piñas y sus piñones.

Fue el caso del pino contorta en el Parque Nacional de Yellowstone -Patrimonio de la Humanidad y Reserva de la Biosfera-, en Estados Unidos, donde tras el trágico incendio de 1988, en el que un tercio del parque fue arrasado -por causas naturales y en un verano muy seco-, esta especie salvadora contribuyó a regenerar los bosques demacrados. Presenta dos tipos de piña, una tradicional y otra que permanece en el árbol durante años y solo se abre para soltar sus semillas en situaciones excepcionales de altas temperaturas.

Además de algunos pinos, el romero y las jaras resucitarán las tierras más desoladas por los incendios, que al estar desnudas y despobladas, acogen un sol pleno que estimulará la germinación de sus semillas. Los receptáculos de algunas jaras explosionan por el fuego y sus semillas son enviadas lejos, favoreciendo además su dispersión, como en el caso de los eucaliptos y sus cápsulas de semillas.

Estos últimos, junto con algunos pinos, son también fieles propagadores de incendios, pues en esas explosiones de expansión de sus semillas, extienden las llamas a su paso. Tanto las rebrotadoras como las germinadoras supervivientes que contengan además aceites esenciales en su estructura, facilitarán igualmente la virulencia de la combustión y su proliferación.

Finalmente, entre las que pierden absolutamente todo en un incendio, existen especies consideradas pioneras, puesto que son las primeras en colonizar con sus semillas el nuevo terreno yermo. Vendrán esparcidas por el viento o por otros medios desde largas distancias, como ciertos epilobios y álamos.

¡Arde el bosque!

Como podemos ver, existe todo un amplio abanico de respuestas desde un tejido vegetal que no se amedrenta y que, en contraposición al odio temeroso del hombre ante las poderosas fuerzas de la naturaleza, sabe comprender y colaborar con el enemigo/aliado, saliendo siempre airoso y más vivaz.

Precisamente como consecuencia de ese miedo humano, de la desconexión de su origen y la ruptura de su alianza milenaria con los fenómenos naturales del planeta -como el fuego-, el mismo hombre complica su situación, interponiéndose en lo que desde hace millones de años el juego combinado de los ecosistemas tiene perfectamente controlado.

Partiendo del proverbio finlandés El fuego es un mal amo, pero un buen sirviente, que parece hecho a medida para cualquiera de estas especies botánicas descritas, es preocupante comprobar que en numerosos sitios en la actualidad los fuegos se multiplican -no los provocados por el ser humano-, en comparación con el pasado, o cuando menos son mucho más destructivos que antes.

¡Arde el bosque!

La aplicación de delito ecológico para cierto tipo de fuegos que antes no lo eran tiene algo que ver con esto. Esta aparente paradoja se resuelve al recordar que, en estos paisajes boscosos, antaño el fuego fue un buen sirviente a las órdenes del humano, que mediante fuegos controlados y de superficie, devolvía la fertilidad a los campos de cultivo, los pastos eran regenerados y de camino mantenían a raya a algunas poblaciones de animales y vegetales.

Pero, lo más importante, limpiaban el sotobosque de esa maleza tan combustible y peligrosa en épocas muy secas, a la que después acompañó la surgida en zonas rurales abandonadas por la migración a las ciudades.

Y obviar el fuego como instrumento biológico en los ecosistemas habituados y adaptados a él es como construir un castillo de arena en la orilla: el fuego siempre volverá, pues es un factor integrado en este tipo de hábitats, y aumentar los magníficos gastos en recursos humanos y económicos de políticas de extinción jamás los evitarán. O conocemos en profundidad y colaboramos, o el mismo fuego y sus imparables tormentas ígneas acabarán devastándolo todo.

¡Arde el bosque!
¿Y qué sucede en los bosques no combustibles por ciclos, que sufren sin embargo incendios provocados de alguna manera por el hombre?

Siendo un tema extremadamente complejo, los medios de comunicación masivos, nutridos habitualmente por intereses políticos y de control social, lo sacan a la palestra solo cuando conviene.

Y así, una tragedia que viene dándose desde hace décadas, es fácil utilizarse en un momento dado con el objetivo de sobresaltar en extremo a la población, lo que será el condimento ideal para intereses de todo tipo, tanto para gobiernos como para empresas u organizaciones no gubernamentales, al tocar fácilmente la fibra sensible -e ingenua- de la sociedad.

Conviene aclarar a los propensos a los alarmismos ecológicos que el bosque amazónico, aun cuando es una de las más preciosas joyas ecológicas y biodiversas de Gaia -es una de las siete maravillas naturales del mundo y Patrimonio de la Humanidad-, no debería considerarse el pulmón del planeta. Analizando todos los ecosistemas terrestres, bien podría atribuirse mejor este calificativo a los vastos bosques de la taiga, que constituyen la mayor masa forestal del planeta.

Pero, en realidad, tampoco estos se deberían erigir como sus pulmones, pues los reyes del planeta en la regulación del clima y la absorción de CO 2 y emisión de oxígeno (70%) son los océanos.

Volviendo a las riquezas frondosas del Amazonas y su destrucción por los fuegos, si se analizan desde una perspectiva correcta los datos a lo largo de los años, han existido momentos de mayor agresividad y extensión en los incendios que en el presente año.

Sin embargo, quizás la sociedad nunca se movilizó tanto como ahora. Podría deducirse que esta está más concienciada, pero tampoco nunca antes se había propagado tanto tal noticia, ni por los medios ni por las redes sociales, fuentes de manipulaciones a flor de piel.

Como en situaciones similares, si uno no se deja llevar por la superficial marea mediática y los estragos internáuticos y busca amplificar información y miras, será mejor ilustrado y con mayor objetividad e independencia, descubriendo los sistemas de control escondidos tras los grandes movimientos sociales, más cuando son coloreados con tintes verdes, tan actuales y seductores dentro de la pose ecologista.

No es fuego todo lo que arde, podríamos sintetizar.

¡Arde el bosque!

Y puesto que con tal pretexto una impactante imagen -ya se sabe que vale más que mil palabras- de la NASA sobre nuestro mapamundi acribillado por los fuegos se ha divulgado como polvorilla, nos preguntamos cómo no se ha hecho nunca en años anteriores, en los que la Amazonía ardía en mayor extensión.

Esta imagen ha sorprendido a la asustadiza población también respecto al corazón ardiente de África, en donde se encuentra el segundo bosque tropical de mayor biodiversidad. Lo que no todos saben es que esta zona de la cuenca del río Congo es la que más se quema del mundo, pero no este, sino todos los años.

El mismo año pasado 2018, según otra imagen similar del satélite MODIS de la NASA, el 70% de los incendios del planeta se dieron en la sabana africana, en torno a dicho bosque tropical.

El clima de la zona hace que los incendios naturales formen parte del paisaje, con una vegetación perfectamente adaptada desde hace miles de años y que sabe cómo recuperarse. A esto se suman prácticas agrícolas ancestrales controladas, con objetivos de mejora en los cultivos. Estas dos causas originan estos fuegos, que a veces se propagan al bosque tropical.

Si comparamos la selva tropical de África Central con la amazónica de América del Sur, en esta está ocurriendo una mayor deforestación, aunque por causas bien distintas.

Pero, a pesar de ser ambas las áreas boscosas del planeta más diezmadas en las últimas décadas, según la Evaluación de los recursos forestales mundiales de la FAO de 2015, la tasa de deforestación mundial ha bajado desde 1990, con un aumento de las superficies forestales protegidas y una mejor gestión de los bosques.

Un informe elaborado también en ese mismo año por un grupo de investigadores en Australia, desde la Universidad de Nueva Gales del Sur, expone que la cubierta vegetal mundial en su conjunto ha aumentado, en contra de la idea generalizada y divulgada sobre la despiadada deforestación mundial por talas e incendios de origen humano.

¡Arde el bosque!

Otro estudio más reciente de científicos de las Universidades de Maryland y Estatal de Nueva York y de la NASA, en Estados Unidos, corroboran este aumento del área forestal mundial entre 1982 y 2016, debido a trabajos de reforestación en China, África o países con cierto poder adquisitivo y preocupación por la conservación, a la recuperación de bosques de forma natural en zonas abandonadas en Rusia o Estados Unidos, y a su expansión en regiones montañosas por el aumento de las temperaturas.

Somos una sociedad contradictoria, en la que aplacamos nuestra conciencia declarando ayudar al Amazonas solo con propagar mensajes de alarma, echándose a la calle o haciendo donaciones a organizaciones a las que deberíamos conocer mejor, pero en la que a la par llevamos un estilo de vida de derroche y contaminación en el pequeño rincón que habitamos y del que somos únicos responsables.

Nos proclamamos salvadores del planeta con acciones que bien sabemos no reportan prácticamente nada a nuestro mundo, y sin embargo no somos capaces de crear un entorno sano y ecológico en nuestro propio hogar, no ya por salvar ningún planeta -que el nuestro sabe bien resguardarse de tormentas peores que la humana-, sino por salvarnos a nosotros mismos de una hecatombe de artificiosidad, materialismo y aislamiento. Le convendría al individuo hacer una reflexión pausada sobre la ausencia de coherencia entre el pensar, el decir y el hacer.

¡Arde el bosque!

El ser humano, que en muchas de sus ideas y creaciones se ha basado siempre en los procesos asombrosos e inteligentes de nuestra Gea, debería dejarse impregnar aún más por su sapiencia, y permitirle hacer. Los bosques arden, pero siempre lo hicieron.

Y el hombre quema, sí, pero porque su interior arde en llamas, mientras destruye lo que más ama: su propia condición humana, la compasiva, la que nos une a todos y nos hermana con la existencia de Gaia, cuajada de vida y sabiduría.

Porque justo eso somos.


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