Cuenta Arthur
Koestler en sus memorias que desde la infancia hasta la edad universitaria se
sintió fuertemente atraído por las matemáticas y las ciencias, porque estaba
convencido de que en esas disciplinas se encontraba la clave secreta que le
revelaría el Sentido Oculto de la existencia, al que imaginaba tan preciso y
definitivo “como la combinación de una caja de hierro, la piedra filosofal o el
elixir de la vida”.
También nosotros,
descorazonados por la incertidumbre, los límites estrechos y la ambigüedad de
la vida real nos refugiamos en el mundo de los ensueños, donde a menudo creemos
estar frente al inminente hallazgo de una Verdad totalizadora y definitiva, tan
brillante como una gema perdida en el carbón, y soñamos que la tenemos frente a
nuestros ojos y que nos extasiamos contemplando su inalterable perfección.
Esos ensueños son encantadores
pero también peligrosos, porque nos inducen a esperar o a buscar en la vida
real estados de perfección semejantes a los soñados, olvidando la insaciable
ambición y la desmesura de nuestro ego, que contamina todos nuestros actos,
convierte las ideas y las intenciones más nobles en arrebatos
narcisistas y malogra los mejores proyectos.
Pero al abrir un
poco más el campo de visión también comprobamos el lado positivo de la
intuición koestleriana, presente en nuestro insaciable afán de descifrar enigmas
y en la pasión por llegar a la verdad última o el sentido oculto de todas las
cosas, sentimientos que explican la extraordinaria popularidad de las novelas
de Dan Brown y Agatha Christie, la persistente seducción que nos hace adictos a
crucigramas, horóscopos, acertijos y adivinanzas, la fascinación que nos
inspiran las conjeturas filosóficas y los avances de la genética y la
astrofísica, así como la irresistible seducción que ejercen las respuestas
totalizadoras del marxismo y el cristianismo, que afirman dominar la hermética clave de la Verdad universal.
Es posible que una
parte difícilmente cuantificable de la humanidad ignore esta clase de
inquietudes, pero los que transitan este mundo aquejados por la intuición –y la apetencia– del Sentido
Oculto, secretamente convencidos de que detrás de todos y cada uno de los
fenómenos del universo y de la existencia cotidiana hay una verdad tan precisa
y definitiva como un diamante, suelen comportarse como animosos buscadores de
la verdad, exponiéndose a crueles desengaños por confiar en los gurús que se
declaran poseedores de la verdad sobre cualquier asunto supuestamente decisivo
para el mejoramiento de nuestra vida y el logro de la felicidad.
Sin embargo, más allá de
cualquier otra consideración, me parece que no hay un rasgo más humano que el
afán de saberlo todo sobre la vida y el universo. Esa curiosidad irreductible,
que nos impulsa a descubrir la Verdad y a sacar a la luz las causas profundas
de los hechos que agitan la superficie de la realidad, es un interés que fertiliza
el pensamiento y le proporciona encanto y animación a nuestras vidas, aunque
nunca pase de ser una ilusión de difícil cumplimiento, porque nuestra visión del
mundo siempre estará dramáticamente deformada por las ambiciones, los deseos y
las pasiones que componen el impulso humano.
Debido a esos
fatales atributos, lo esencial de cualquier emprendimiento o disciplina que
decidimos abordar es ante todo, aunque su origen último se mantenga en la
sombra más impenetrable, un emergente de nuestros sentimientos y emociones
básicas, puro magma humano que constituye la materia primordial del arte, esa
tarea aparentemente superflua, cuyo despliegue en las constantes creaciones de
la literatura, la música, la poesía, el cine, el teatro y la vertiente de las
artes plásticas que sigue apegada a los contenidos humanísticos siempre nos
emociona y nos deleita, porque refleja nuestra apasionada naturaleza.
Pero también, en
el otro extremo de la ecuación, hay períodos en que el mundo del arte se desvía
de las inquietudes y los dramas humanos
y pierde toda curiosidad por el sentido oculto de la existencia: son etapas en
que el arte abandona su cometido mayor para convertirse en mero entretenimiento,
o en una prestigiosa excusa para los que sólo aspiran a brillar en la feria de las
vanidades. Siguiendo la huella de Koestler, durante muchos años devoré los libros de cuanto autor se me antojara particularmente agudo y revelador, y llegué a elaborar un sueño muy preciso sobre la revelación del Sentido Oculto: un gran telón rojo se abre repentinamente y me concede el supremo derecho de conocer la Verdad, el derecho de saber, que me hace humano… entonces descubro que el escenario no alberga los ordenamientos impecables ni las deslumbrantes armonías cósmicas que cabría esperar: sólo veo a un grupo de actores que representa una obra de Shakespeare, como en cualquier teatro del mundo, porque Shakespeare resumió todos los destellos, todos los sobresaltos y todas las tinieblas del espíritu humano, y en sus obras aflora el Sentido Oculto que nos define y nos limita: el nudo de pasiones e instintos primitivos que decide nuestros actos a espaldas de la racionalidad, sometiéndonos a un condicionamiento biológico que nos mantiene siempre a medio camino entre lo sórdido y lo sublime, más cerca del carbón que del diamante.
