Revista Cultura y Ocio

Boomerang

Por Cayetano
Boomerang

Domingo Mingo era muy aficionado a la caza, tanto la mayor como la menor, sobre todo en tiempos de veda. Su afición a matar animales le vino de tiempos de la infancia. Ya de niño, solo o en compañía de otros mozalbetes, acostumbraba a cazar lagartijas, a las que metía una colilla encendida en la boca, para que fumaran y se "emborracharan", y luego crucificaba con alfileres en un árbol que los peques denominaban como "poste de los tormentos". También cazaba insectos, sobre todo mariposas, a las que también clavaba sobre una cartulina gruesa, como buen coleccionista aficionado a la entomología. A las hormigas grandotas les arrancaba las antenas y, aprovechando la desorientación de estas, las ponía en una cajita pequeña para que se pelearan entre ellas. A las moscas les amputaba las alas. Disfrutaba también de lo lindo disparando perdigones a los gatos o atando latas vacías a la cola de los perros, quienes huían despavoridos.

De mayor no cambió de hábitos, solo que sus gustos eran más refinados y selectivos. Su buena posición económica, gracias al empleo que le facilitó su papá dentro de la propia empresa familiar, un negocio especializado en la fabricación de brillantinas y lacas para el pelo, de la que hacían ostentación todos los miembros de la familia, con sus cabellos repeinados, brillantes y engominados, le posibilitó la adquisición de una buena colección de escopetas y rifles que custodiaba y exhibía, orgulloso él, en una vitrina de su enorme salón del chalet de lujo que adquirió gracias a la buena marcha del negocio. Había escopetas y carabinas para caza menor, como conejos y perdices; rifles de repetición para caza mayor, como jabalíes, venados, antílopes, elefantes y otros grandes ejemplares que abatía sin piedad ni miramiento en determinados safaris a los que solía acudir al menos una vez al año.

Fue precisamente en un safari organizado para ricachones en Ruanda donde se encontró con la horma de su zapato.

Sabía que había acudido allí para cobrarse alguna buena pieza.

Lo que no sabía es que ese día aciago de 1990 se iniciaba una revuelta armada por parte de los hutus frente a los tutsis, su etnia rival desde hacía mucho tiempo. Y que la reserva aquella en la que cazaban estaba bajo control de los tutsis, a los que había orden de exterminar junto a todos sus colaboradores blancos.

Cuando las balas de los fusiles empezaron a silbar cerca de sus cabezas, los participantes en aquella cacería salieron huyendo por patas. Nunca mejor dicho, porque el jeep en el que se trasladaban había sido tiroteado y reventado cuando el depósito de combustible salió ardiendo calcinando en pocos minutos el vehículo. Los cazadores huían de aquel infierno de balas que se había desatado aquella mañana. Y de acosadores se convirtieron en acosados. Por primera y única vez en su vida, Domingo Mingo hizo un ejercicio de empatía hacia los animales que a lo largo de su vida había cazado; y se puso momentáneamente en su lugar, aunque no a cubierto, hasta que una certera bala le perforó el cráneo. Luego, su cadáver fue abandonado en medio de la sabana, dejado a la intemperie. También las hienas y las aves carroñeras tenían derecho a su ración de carnaza tras la cacería.



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