El día en que Félix González-Torres utilizó dos simples relojes de cocina para representar la idea de unos amantes perfectos, muchos eruditos concluyeron que su obra representaba una boutade, la irracionalidad contemporánea, una fantochada digna de su ego elefantiásico, y aseguraron que con semejante muestra de banalidad quedaba claro que habíamos llegado al último -y final- estadio del Verdadero Arte, si se comparaba con las pinturas del Siglo de Oro neerlandés, por ejemplo. Esos críticos -en su mayoría artistas frustrados- quedaron perplejos ante la estética con la cual este creador visual quiso transmitir su mensaje, es claro, porque desconocían su gramática, entonces no conseguían descifrar su razón y su lenguaje.
Andaba bastante perdido, deambulando por el interior de una casa derruida y oscura. Posiblemente fuera de noche, pero no estaba seguro. En todo caso, si aún no era de noche, la cerrazón del lugar daba la impresión de que hacía rato había bajado el sol. Era una casa de madera que podía estar tanto al costado de una playa, en Saint-Malo, como en un bosque de la Patagonia. En las paredes faltaban algunos listones, al igual que la mayoría de los vidrios de las ventanas, y los pocos que quedaban tenían la forma de picas afiladas, de trampas que alguien hubiera colocado a propósito para cazar animales iracundos y torpes. Los postigos colgaban de las bisagras como muñecos de trapo hacía muchos años olvidados. Las puertas estaban cerradas, pero por los huecos que dejaban todas las otras faltas se escabullían unos haces espesos de luz turbia, velada como el pulso de una estrella sobre un cielo nublado. Si no fuera contradictorio, me animaría a decir que aquello era una luz sin luz. Flotaba en el ambiente un polvo que se resistía a depositarse sobre los muebles caídos. Del techo colgaban gruesas telarañas deshabitadas, y todo el ambiente olía a humedad y a desamparo. Aun afantasmado como estaba, comprendí que esa casa era una clara alegoría de mi existencia. Hacía siglos que estaba preso en ese cobijo sombrío y desvencijado, mi única salida era abrir las puertas que yo mismo había cerrado. Entonces la vi merodeando y me animé. No tenía demasiadas opciones para poder disfrutar de la vida, me quedase mucha o poca, pero supe en el acto que ellaiba a ser la barreta con la cual abriría esas puertas… o con la cual, directamente, tiraría las malditas paredes abajo. Desde hoy voy a vivir en sincronía contigo, le dije, justo antes del desastre, pero te prometo que nos iremos a diferentes horas.
Mi visión sobre las obras de Arte del mundo -y sobre el mundo como Arte Abstracto- ha ido adquiriendo un tono demasiado solemne y, por lo mismo, patético. Lo más terrible es que ya ni siquiera puedo burlarme de mis propias boutades sin que la carcajada grosera dirigida al espejo de mis letras exacerbe esta gravedad.