Revista América Latina

Breaking Bad: qué final más flojo, bitch!

Publicado el 10 octubre 2014 por Javier Montenegro Naranjo @nobodyhaveit

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Después de cinco temporadas, a Vincent Gilligan le tembló la mano. Por eso el final de Walter White desentona bastante con el resto de la serie, y es que un hijo de puta que ha logrado todo y ha demostrado ser un verdadero genio del mal, no puede tener una despedida tan patética. La culpa de eso quizás la tengamos nosotros por atribuirle a la televisión un grupo de valores educativos, como solemos hacer con todo, y por ese motivo Mr. White debe morir o terminar tras las rejas por el simple hecho de ser un villano.

Por eso Heisenberg soluciona en par de capítulos los problemas que ha creado y se despide de todos con la misma sonrisa bonachona con que Bryan Cranston miraba a sus estudiantes de Albuquerque parado junto al pizarrón. Un personaje que conquistó por su cambio de personalidad, sobre todo a la hora de tomar decisiones, no puede derrumbarse por completo solo para complacer a la cadena y la audiencia.

Pasemos de la muerte heroica, de la segunda bala perdida más absurda de la historia (después del caso Rafael Lahera y Kangamba -1:29:45-) y también pasemos del ilógico retiro de Walter a un pueblo donde el puñetero frío no afectaba a sus enfermos pulmones. ¿Por qué Gilligan no le perdonó la vida a uno de los mayores hijos de puta que haya pasado por la televisión? ¿Por qué tomó el camino más sencillo? ¿Por qué los antihéroes de ficción pagan por sus crímenes, si todos sabemos que no es así en la vida real? ¿No es hora de olvidarse de aquella máxima de la novela policiaca? ¿“El crimen nunca gana”? No me queda claro si Gilligan es feliz con ese metraje de casi dos horas que da cierre a la serie, o si es solo un final alternativo al verdadero punto final en el episodio catorce, ese donde Walter White está sentado en la parada, destruido por la muerte de Hank, por la caída de su familia, por el fracaso de su supuesto objetivo, pero aún con fuerzas de seguir adelante, desaparecer de la faz de la tierra y disfrutar sus diez millones. Ese es el Heisenberg que Gilligan construyó, no el vengador justiciero que busca la redención en una batalla frente a los nazis, sustituyendo el látigo de Indy por una ametralladora automática.

Solo puede definirse en una palabra: cobardía. En cinco temporadas Heisenberg se ha convertido en un monstruo con credenciales suficientes para entrar a Arkham, pero cuando ya tiene el boleto para mudarse a Ciudad Gótica, la luz celestial ilumina su camino y después de casi una hora de absurdo preámbulo, el penúltimo capítulo nos deja servido en bandeja de plata un regreso épico y con final cantado. Y aquí me convenzo más de que a Gilligan le sugirieron algunos ajustes para su cierre: era imposible lograr una atmósfera más asfixiante que la del inicio del capítulo catorce de la quinta temporada. Ese era el momento del todo o nada, de la caída absoluta o el escape milagroso. Y la decisión es sabia, la muerte de Hank es la bofetada que necesitaba Walter: nada de esto lo hizo por su familia, todo fue cuestión de ego; y si a algún televidente no le queda claro, el robo de su hija después de una pelea de alta tensión con su esposa e hijo lo dice todo. Se terminó. Jekyll desaparece y Hyde toma el control absoluto, y para que no olvidemos lo estelar que es Gilligan, le da un minuto para despedirse antes de adentrarse por completo en el dark side: la llamada a Skyler y la devolución de la beba. Ese es el momento de gloria de Walter, el cierre espectacular, el último grito del hombre que ama a su familia antes de ser consumido por la oscuridad. El resto es un epílogo, para que a los televidentes no se rompan con ese primer plano de las lágrimas de Cranston. De ahí esa última escena para bajarnos la adrenalina y de paso dejar claro con ese perro cruzando la calle que esto termina aquí.


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