Revista Arte

Calor

Por Anxo @anxocarracedo

Ahora que ha salido el sol y se ha instalado la primavera, me he acordado del lejano invierno. Si bien la memoria es hasta cierto punto caprichosa, considerada como fenómeno de conjunto hay que admitir que se atiene a ciertas pautas. En otra época el invierno era una travesía larga que uno tendía a olvidar, pero desde que instalamos la calefacción de gas el cuento ha cambiado. Ahora, cuando hace frío, puedo encender los radiadores con sólo accionar el programador electrónico. El entendimiento entre este pequeño aparato alojado en el pasillo y la caldera mural Roca RS 20/20F que preside la terraza es tan misterioso como perfecto, y permite que las habitaciones se caldeen en cuestión de minutos y que yo pueda quitarme los calcetines de lana y que tú puedas volver a andar desnuda por la casa y a corretear sobre el suelo de parqué.

Incluso en pleno invierno puedo encender la calefacción sin esfuerzo, apenas con un sencillo gesto del dedo índice de mi mano derecha. Luego puedo quitarme los calcetines y acordarme de tantos y tantos que pasan frío en la calle y en el metro, y ahora también en los caminos de barro que llevan a Europa. A veces vienen a mi memoria los lejanos tiempos en que no teníamos radiadores que encender y nos íbamos a los cines para entrar en calor y Juan le daba un descanso a El Capital y se tomaba una copita de aguardiente y decía ¡para la conciencia! Y golpeaba la mesa con el vaso vacío y el mantel de hule absorbía las ondas sonoras, de manera que el golpe se resolvía en una sentencia seca y sorda. ¡Para la conciencia! ¡Pac!

Cuando es invierno y hace frío de verdad, ese frío que no espantan los calcetines de lana ni la calefacción central, me meto en la cama contigo. Se está muy a gusto junto a un cuerpo entre sábanas de algodón bien planchadas. Toco tu perna y siento la tibieza de la piel y me quedo esperando el sueño que no llega, el sueño que no vuelve mientras imagino que bailas desnuda sobre el suelo de parqué y los mendigos pasan frío en la calle y en el metro, y los que quieren llegar a Europa pasan frío en los caminos embarrados y en la sombra de las alambradas. España es una potencia mundial en diseño,  fabricación y venta de objetos cortantes que dificultan a los huidos la ya de por sí compleja tarea de saltar las vallas que defienden Europa de los extraños. La llegada masiva de migrantes que huyen de la guerra o de la miseria o de ambas cosas es una gran oportunidad de negocio para la industria de las vallas metálicas, de las alambradas y de los objetos cortantes. Industria que, por otra parte, aporta su granito de arena al bienestar de los europeos, ese valor escaso a repartir.

Desde que tenemos la calefacción instalada, cada vez que el invierno queda atrás me gusta hacer un ejercicio retrospectivo y reflexionar sobre lo fácil que es calentar la casa con un sencillo movimiento del dedo índice. Basta ese pequeño clic para que el programador electrónico se conecte misteriosamente con la caldera, que a su vez se conecta, diríase que milagrosamente, con la red de gas y con la red eléctrica, esto es, con las centrales hidráulicas, las centrales térmicas y las centrales nucleares de Gas Natural Fenosa, esa gran empresa de orígenes aristocráticos de la que tengo el honor de ser cliente. Me gusta sentir el calor en toda la casa y quitarme los calcetines de lana mientras espero a que llegue la abultadísima factura en un sobre con el membrete de la compañía suministradora, que representa una mariposa.

Mientras dejo caer la mano sobre la piel tibia de tu pierna y espero el sueño que no llega, imagino que  bailas desnuda en la casa bien caldeada. Tus pies flotan sobre el entarimado y terminan por posarse sobre el dorso de mi mano izquierda. Son las seis de la mañana, miro por la ventana y no veo a nadie, sólo la luz amarilla de las farolas y el césped del parque salpicado de margaritas. Vuelvo a la cama y me zambullo en las sábanas de algodón tan bien planchadas para olvidarme del frío y de los cines a los que hace mucho tiempo corríamos para entrar en calor, y trato de olvidarme también de las gentes sin hogar que se reúnen en las calles y en los metros para pasar frío. Me olvido de los miles que recorren los caminos embarrados en busca de las alambradas cortantes que reservan el bienestar de Europa para los europeos, y se borran de mi mente los nombres de los cines en los que veíamos películas de Pedro Almodóvar, —cuando las películas de Pedro Almodóvar podían verse sin sentir vergüenza ajena— y de Aki Kaurismaki y de Krzysztof Kieslowski y de Eric Rohmer y de tantos otros, tan calentitos en las butacas llenas de saliva de los amantes ateridos que escapaban de casas con paredes rezumantes de humedad para buscar el calor que sólo el arte cinematográfico europeo puede proporcionar. El arte cinematográfico y las compañías eléctricas de origen aristocrático disputestas a acoger a expresidentes del Gobierno en su consejo de administración. Y que, con cada factura, envían a sus clientes una mariposa.

Hace calor. Tus pies desnudos revolotean sobre el parqué.

Mariposa OK


Calor

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