De la metafísica inexplicable e hipnótica de Luiggi Bazzoni y su inagotable Huellas de pisadas en la luna (Anita Haas propone en Quatermass una muy interesante y aguda interpretación entorno a la soledad femenina) a la agreste concepción de western propuesta por el más que reivindicable Gordon Douglas en dos títulos emparentados en intenciones y tono: la magistral Río Conchos en 1964 y el menos reconocido pero igualmente valioso Chuka en 1967. Título imprescindible, especialmente el primero para entender y apreciar la evolución que conoció el género durante la década, basado en la exacerbación de los componentes violentos, en el incremento de una aspereza que se extendía desde los personajes hasta el paisaje y el capital cruce de influencias con la estética y la ética del cinismo que trajo el spaghetti-western. Con respecto a esto resultan especialmente lúcidas unas palabras de Eugenio Martín en ese extraordinario libro-entrevista que Carlos Aguilar y Anita Haas le han dedicado, Eugenio Martín, una autor para todos los géneros: “…porque una cosa es que el western tenga dureza, que eso lo tenían todos los americanos, porque América es un pueblo duro, y otra es que tengan cinismo, que eso lo introdujo Italia, que es un pueblo cínico”.
Río Conchos
Año: 1964
País: Estados Unidos
107 min.
Fotografía: Joseph MacDonald
Música: Jerry Goldsmith
Guión: Joseph Landon, Clair Huffaker
Reparto: Richard Boone, Stuart Whitman, Anthony Franciosa, Jim Brown, Edmond O’Brien, Wende Wagner
Gordon Douglas fue un artesano (esa profesión actualmente en desuso), un obrero de la cámara con medio siglo de cine esforzado y poco reconocido pese a las tremendas gemas que fue dejando. Películas del calibre de esa fundamental pieza clásica de la Sci-Fi b que es La humanidad en peligro (Them!, 1954) o de ayudar a fundar la era de los grandes policíacos desencantados con El detective (1968), un sórdido policiaco imbricado con Sinatra dando vida a su cansado protagonista quizás devolviéndole a Douglas el favor por haber dirigido primer Hampa dorada y luego La mujer de cemento, un par de inanes pero simpáticos títulos que jugaba a relajar la imagen del hard-boiled detectivesco usando el personaje literario de Tony Rome y su soleado universo. Algo antes, en 1964, ya había tomado el encargo de alinear al rat-pack en una de sus habituales chorradas
de diversión entre colegas, Cuatro gángsters de Chicago, dirigida justo antes de su mejor esfuerzo: Río Conchos.Una película que es, sencillamente una obra maestra, una de las cumbres del género, tanto por sus propias cualidades (toda una perífrasis de El corazón de las tinieblas de Joseph Conrad) como por ser un film que proponía casi una refundación, un nuevo western que está aquí tanto prefigurado como llevado a su máxima expresión. Porque bajo el árido aspecto de un violento film de aventuras repleto de acción y rodado de la manera más trepidante imaginable se esconde, sin mayores alardes una forma totalmente nueva de ver el cine del oeste y su tipología. La presentación del personaje de Boone, que curiosamente tendrá su reverso en Chuka, no puede ser más aclaratoria de las intenciones de la película: masacra a un grupo de indios desarmados en pleno funeral, en medio de un paisaje rojizo azotado por el viento y casi desde el punto de vista del arma (un detalle que será muy eurowestern), al marcharse deja tan solo los
casquillos en el suelo y nunca se le ve la cara, tras esto aparecen unos créditos con letras de fuego directamente importadas del infierno y punteadas por los latigazos del antológico score de Jerry Goldsmith. Pero igualmente Douglas extrema siempre este componente bárbaro, incluso en detalles nimios: un ejemplo de esto se encuentra casi al final de la película: el jefe Camisa Sangrienta reconoce a Lassiter como el hombre/mito que mata indios sin tregua y lo provoca al reconocerlo como un igual a su furia asesina. Bien, en un western “normal” Boone le noquearía con un directo al mentón o se abalanzaría sobre él para luego pelear en el suelo, aquí no; aquí agarra un enorme reloj envuelto en una carcasa de madera y cristal que el Coronel Pardee tiene en la mesa y se lo estampa en la cabeza. Esto es Río Conchos.En el Conchos ya se mojan (o reflejan como Mayor Dundee de ese mismo año) obras mayores posteriores como Los profesionales (1966) de Richard Brooks o, por supuesto, Grupo Salvaje (Peckinpah y Douglas tenía lo mismo en mente al mismo tiempo, pero evidentemente uno de ellos también poseía mayor talento y una fortísima voluntad autoral), pero también hace extensiva esta influencia fundamental al cine bélico: se adelanta a los Doce del patíbulo (1967) del gran Robert Aldrich – y por extensión a todo el sub-género de comandos- proponiendo como protagonistas a un heterogéneo grupo de villanos e inadaptados que acabarán revelando un heroísmo tan desganado como auténtico, aunque aquí el ambiente de western sucio y fronterizo unido caracterización de sus protagonistas antecede ciertos aspectos luego típicos del spaghetti-western,
como ya he dicho y con la notable Mátalos y vuelve (1969) de Enzo G. Castellari y Chuck “El hombre del rifle”Connors de actor principal, como mejor ejemplo de esta contaminación.Por lo tanto esta es la historia de un grupo de renegados que son reclutados más o menos a la fuerza por un estirado oficial yankee (Stuart Whitman en uno de sus habituales tipos desagradables) para recuperar una partida de armas que le fue robada a él mismo por unos por unos rebeldes sudistas comandados por un general totalmente demente genialmente incorporado por Edmond O’Brien (rasgo que volverá a repetirse en Chuka donde la guarnición estará bajo las órdenes de un enloquecido ex-oficial inglés) que tiene la intención de reiniciar la guerra de secesión usando a los indios apache como ariete y que se encuentran acantonados en un recodo del
Conchos, en un campamento presidido por una enorme mansión sureña a medio construir: un diseño prodigioso y un detalle completamente delirante que se complementa con la genial secuencia de presentación de tan pintoresco villano: no solo recibe a Richard Boone presidiendo una ejecución mientras mantiene una incongruente marcialidad entre sus menguadas tropas de desarrapados sino que al entra en la casa esta no tiene más que una pared lateral y al fondo (en curiosa correspondencia con el hogar calcinado y medio derruido del propio Lassiter), recortada contra el paisaje una enorme escalera. Imposible una manera más contundente y elegante de caracterizar la pura demencia, el narcisismo y los delirios de grandeza de un personaje. En fin, una exhibición apasionante de narración cinematográfica, repleto de peripecias y peligros que no dan tregua la espectador, muy bien interpretada, en especial por el siempre torvo Richard Boone, actor increíblemente carismático condenado a papeles secundarios como villano y que logra aquí su mejor trabajo (parejo al de esa apoteosis de la negrura humana que es La carta del Kremlin de John Huston), que ya es decir como el alcoholizado odiador profesional Lassiter, un hombre que lleva tanto tiempo matando que ya lo hace por inercia: sanguinario, brutal, cínico y despiadado, pero finalmente honorable y con una palabra inquebrantable y por la antigua leyenda del fútbol americano Jim Brown, un interprete magnífico realmente infravalorado, como el “sargento negro” que cumple como un soldado aunque todo aquello no parezca hacerle demasiada gracia y el único hombre cabal del grupo que completa Anthony Franciosa de traicionero pícaro de doble sonrisa y cuchillo siempre preparado. Una película soberbia, desbordante de ritmo, nervio e ingenio visual, tan perfecta y divertida como definitivamente honesta.Chuka
Año: 1967
País: Estados Unidos
105 min.
Fotografía: Harold Stine
Música: Leith Stevens
Guión: Richard Jessup según su propia novela Chuka, 1967
Reparto: Rod Taylor, John Mills, Ernest Borgnine, Luciana Paluzzi, James Whitmore, Victoria Vetri (Angela Dorian), Louis Hayward
En Chuka (para mayor contraste realizada justo después de la chispeante fiesta lounge F de Flint con James Coburn parodiando a conciencia el arquetipo Bond) Gordon Douglas recupera y revisa muchos de los aspectos de Río Conchos y lo hace desde esa misma concepción del western como territorio abonado para la vileza humana y para los mayores heroísmos. La acción se sitúa en una apartado fuerte donde ha ido a parar la peor escoria de la caballería de los Estados Unidos, la anti-imagen del cuerpo según John Ford, que va a ser asediado (al comenzar la película el asalto ha
concluido y la patrulla que se encarga de limpiar el desastre es la que reconstruye los hechos en un solo flashbacks) por una tribu de indios hambrientos a los que niegan las provisiones.A este metafórico purgatorio llegan una serie de personajes interconectados: un par de damas mexicanas, una de ellas la bella actriz italiana Luciana Paluzzi y la otra por una jovencita Victoria Vetri (acreditada como Angela Dorian, nombre que usaba cuando fue modelo para Playboy y futura Hammer Girl) y un hosco pistolero llamado Chuka, al que incorpora el australiano Rod Taylor (productor, además) volcando su habitual estolidez
interpretativa a favor de la rudeza del personaje.La (doble) apertura del film ya explica a la perfección todo el ambiente y el tono del mismo: el personaje de Taylor es primero presentado (de espaldas a la cámara también) emergiendo de una ventisca en medio de un poblado indio que entierra a un hombre, al contario que Boone en el film anterior aquí el protagonista ayudará a los indios dándole comida a su joven jefe: por esto le perdonará la vida, dos veces. En la siguiente escena Chuka aparece de nuevo en mita de una tormenta de polvo para socorrer la carreta que transporta a las mujeres y escoltarla hasta el fuerte. La antigua relación amorosa entre los dos, el acecho de la tribu, un extraño sentimiento de responsabilidad y la enrarecida atmósfera terminan por atarlo al lugar del que nunca se irá pese a tener diferentes oportunidades y a decidirse varias veces, enmascarando con
dinero y cinismo egoísta su decisión de afrontar una cierta idea de destino, una necesidad de justificar una vida torcida.En muchos aspectos este film es la contrafigura del anterior tratando prácticamente la misma temática, la contemplación de un grupo humano en medio de circunstancias extremas, y partiendo de igual visión brutalizadora sobre el género pero proponiendo una estilización y una voluntad de abstracción -lo que no significa una renuncia a la fisicidad más primaria sino todo lo contrario un decantación de ese elemento violento en momentos como la pelea a puñetazos entre Taylor y el sargento bulldog al que interpreta un siempre
soberbio Ernest Borgnine en su caracterización más socorrida que sirve como espita de la tensión, imágenes tan crudas como la de los capturados soldados que son usados como diana para las lanzas durante el ritual de guerra o el mismo clímax final que comprende el fugaz y demoledor asalto al fuerte- que afecta tanto a la puesta en escena, al contrario que Río Conchos, que era una película itinerante y expansiva, esta es totalmente reconcentrada (hay que señalar que muchas de estas decisiones estético/narrativas tienen tanto que ver con la propia historia como con disimular la falta de presupuesto), frente a los espacios abiertos y los exteriores diurnos del Conchos esta otra presenta reconstrucciones en estudio, desoladores paisajes pelados, crepúsculos, claustrofobia y acción nocturna.Pero más allá de eso incluso admite interpretaciones casi alegóricas en forma de castigo bíblico sobre unos personajes despreciables que acumulan villanías (con lo que Douglas incorpora una violencia psicológica nada cómoda que tiene su corolario en la escena en la que un Mills completamente borracho desnuda miserablemente a cada uno de sus oficiales durante una cena que será, nuevamente interrumpida por una catarsis sangrienta: una escaramuza india resulta de un modo contundente, con Taylor atravesando de un salto una cristalera para acribillar al asaltante) y que han sido destinados a este lugar sin Dios en medio de la nada para que purguen su vida pasada: desde un capitán que utiliza a unos soldados (que luego lo chantajearán) para que le
suministren jóvenes indias hasta ese comandante enloquecido interpreta de modo brillante un John Mills que juega con su físico menudo y amable para bordar un auténtico pozo de autodesprecio (en otra secuencia análoga a Río Conchos será presentado contemplando como disciplina a latigazos a un soldado, inmejorable recepción para unos viajeros que ya saben lo que les espera en es punto de no retorno) Pero este nivel subyacente nunca interfiere en un película que es pura fuerza cruda, una lija cinematográfica organizada entorno a la espera de un final que ya se conoce y dramáticamente dispuesta en picos y valles que se suceden con crispada armonía (soberbias todas las escenas dialogadas entre Taylor y el gran secundario James Whitmore según se va acercando la hora final o los amantes follando por última vez justo antes de las ruinas como en La invasión de los ladrones de cuerpos o incluso en el Watchmen de Alan Moore y Dave Gibbons) para dar a la cinta su frenético y atacado tempo interno que redondea un trabajo que merece mayor prestigio y mejor difusión de la escasa que tiene y que certifica a Gordon Douglas como un director a revalorizar.