Revista Arquitectura
En medio de los Pirineos, a unos kilómetros al norte del pueblo de Canfranc, encontramos un edificio imponente, de un estilo ‘pompier’ rancio y elegante, ya desfasado cuando se inauguró. Recientemente un juez (un juez!) autorizó a José Manuel Pérez Latorre a cambiar las tejas de pizarra de su cubierta por otras de zinc. Chocante: una ruina con tejado nuevo, el metal reluciente todavía.
El edificio fue inaugurado en 1928 por Alfonso XIII como la Estación Internacional de Canfranc. Su historia es alucinante: equidistante de Zaragoza y Toulouse, el lugar se había de convertir en un tercer Irún o Portbou, un lugar de intercambio entre España y Francia que valorizase esos parajes deprimidos, olvidados. Franco y la Segunda Guerra Mundial se encargaron del fracaso de la operación.
El calentón inicial pasó rápido, y la decadencia absoluta llegó en 1970, cuando un mercancías francés descarriló, y jamás se repararon las vías dañadas. La Estación Internacional quedó convertida en una estación de término que sólo recibía un tren al día. Este continúa siendo el panorama actual.
El lugar se ha debatido intensamente. La estación ha sido objeto de al menos un importantísimo concurso internacional, un fracaso estrepitoso. Actualmente, el edificio pasa entre los arquitectos Ezequiel Usón y el ya citado José Manuel Pérez Latorre como una pelota de ping-pong. Este último quería alterarlo completamente, y de ahí la decisión judicial que.
La estructura portante del edificio es muy interesante, por bastarda: muros portantes, pilares de fundición, forjados de metal, cerámica, hormigón. Las cubiertas originales eran de madera laminada, unas de las primera que conozco a nivel europeo. Espero que Pérez Latorre las haya respetado.
La forma del edificio es muy clásica: tres villas paladianas unidas por dos alas. Como el Prado. Como la Aduana de Barcelona. Como el palacio de Buckingham. Por delante, una galería corrida forma el porcue de acceso a los trenes, con unas elegantísimas columnas de fundición. La forma es una respuesta a los diferentes anchos de vía enfrentados: el tren francés llegaba y aparcaba ante el español. La estación tenía la medida de los dos enfrentados. Los viajeros pasaban de un tren al otro por el porche, usando los servicios de la estación en el interludio. La estación se decoró con diversos estilos de moda, ya decadentes en la época, que convergían en un pre-déco-que-en-realidad-era-post muy interesante.
El edificio podría estar en el centro de cualquier ciudad importante, o situado en un llano eterno de esos tan europeos, o rodeada de palmeras en el trópico, y seguiría funcionando con la misma eficacia. Fracasada la aventura de la Estación Internacional, siguió siendo una estación igualmente eficaz. Se habla de reconvertirla en hotel de lujo cuando, finalmente, arranque de una manera decisiva la explotación de la zona.
El edificio sigue aguantándolo todo: cambios de uso, de las condiciones del entorno. Visitas de saqueadores, trenes abandonados en todo su alrededor, y siempre con la misma dignidad.
El Movimiento Moderno nació, precisamente, como una crítica a este tipo de arquitectura por no ser capaz, explicaban sus fundadores, de comportarse exactamente como este edificio se comporta. Más allá de unos planteamientos estilísticos que puedan parecernos más o menos atractivos, tendríamos que darnos cuenta que los planteamientos éticos del proyecto, que son los mismos del Movimiento, y los comparte buena parte de la arquitectura precedente. Este conocimiento nos hará mucho más libres a la hora de proyectar y de saber apreciar lo que nos ha hecho grandes. Quizá sería hora de ir dándonos cuenta que hemos subestimado este padre que queríamos matar.