El concepto de canon es poco menos que central en el estudio de la literatura y, de hecho, es uno de los elementos que más se tienen en cuenta a la hora de tratar el problema de la institucionalidad literaria.
En este artículo meditaremos acerca del asunto.
Prosper de Barante, al reflexionar acerca de las ideas que dieron origen a la Revolución francesa, escribió lo siguiente: "Dada la carencia de instituciones regulares, la literatura se convirtió en una de ellas"[1]. Independientemente de los motivos que lo hayan llevado a hacer esta aseveración, no podemos negar que la literatura ha sido siempre una institución y que, como tal, controla un cuerpo específico de procedimientos y antecedentes que legitiman su marco regulatorio; del mismo modo, como toda institución, busca perpetuarse en el tiempo, respondiendo a las tendencias de cada período e incorporando elementos de la vida social que luego adaptará a sus particulares términos y formas.
El hecho de considerar a la literatura como una institución más nos autoriza a valernos del mismo aparato crítico que se utiliza para analizar otras instituciones. Sabemos, gracias a René Lourau, que la psicología, la pedagogía y la sociología son las disciplinas que más han avanzado en el campo del análisis institucional y las que más han interactuado con aquellas otras que conforman el corpus de los llamados estudios literarios; aun así, los cruzamientos disciplinarios existentes hasta ahora no dan cuenta del problema que se pretende plantear en este artículo.
¿Cómo encarar el fenómeno literario?, ¿de qué modo una consideración social e histórica de los productos culturales puede ayudar a iluminar su significado?, ¿cuáles son los instrumentos y perspectivas de análisis que pueden incorporarse a un estudio sociológico de las obras, los autores, la formación del gusto, el público, la difusión y el consumo de la literatura? Estas son algunas de las preguntas a las que la sociología literaria ha dado respuestas más o menos satisfactorias. Pero hay otras preguntas, las que justamente parten del análisis institucional, cuyas respuestas de seguro pondrían en evidencia los mecanismos coercitivos de esto que he dado en llamar " institucionalidad literaria ", institucionalidad que, como veremos a continuación, tiene en el concepto de "canon" su principal sustento.
- El canon, un elemento de legitimación (y de coerción)
El término canon, de origen griego, remite al concepto de 'vara' o 'norma'. Dentro del sistema literario, el concepto de canon subraya la existencia de un modelo o una proporción ideal al momento de considerar las obras literarias. En términos amplios, el canon literario es la suma de las obras escritas y orales que aún hoy subsiste. Sin embargo, esa idea de canon se ve limitada desde un primer momento por la imposibilidad real que tienen ciertas obras de acceder a él.
La primera vez que se usó la palabra canon para textos escritos fue por motivos religiosos. Así, en el siglo IV se definió qué obras pertenecían al canon bíblico cristiano. Esta acción tuvo un doble efecto: exhibió el lugar de poder que ejercía la institución que tomó esta decisión, la Iglesia romana, y, a su vez, legitimó su autoridad. Algo similar sucede con los textos literarios.
Tal como advertimos, la literatura tiene su principal fuerza de legitimación -y de coerción- en el canon; desde allí, con la complicidad de otras instituciones, reduce y silencia a cualquier manifestación escrituraria que se encuentre, supuestamente, fuera de su jurisdicción. En otras palabras, si la institución literaria no avala un texto, por más que el texto en cuestión esté bien escrito y que haya sabido interpelar ética y estéticamente a un pequeño grupo de lectores, no ingresará nunca en el canon, lo que equivale a decir que quedará fuera de la historia.
No obstante, y por más paradójico que suene, si un texto que cuestiona abiertamente la institucionalidad literaria cuenta con una cantidad importante de lectores, la institución se las arreglará para neutralizarlo de la manera más eficiente, es decir, incluyéndolo en el canon. Esto es lo que ocurrió sin ir más lejos con las vanguardias poéticas de la primera mitad del siglo XX, algo que, por otra parte, nos remite al ya mencionado Lourau y a sus categorías "instituido", "instituyente" y "contrainstitucional", piezas fundacionales de su andamiaje teórico.[2]
Seguramente, muchos dirán que esto no es así, que ya nadie le da importancia a este tipo de cuestiones y que la gente lee lo que quiere y como quiere. Pues bien, a esos muchos les respondo que por más que creamos que el canon ya no es un elemento significativo, la institución literaria sigue gozando de muy buena salud. Precisamente, en asociación con la industria cultural (así como en el Renacimiento se asociaban los papas con los príncipes libertinos), la institución literaria es la encargada de otorgarle prestigio a un mercado editorial que ha asumido muchas de las responsabilidades que en otro momento eran exclusividad de las instituciones culturales.
El mercado es hoy en día la institución por excelencia -he ahí nuestra fatalidad-, y sus exigencias son mucho más categóricas que los ocasionales triunfos del análisis institucional. La epistemología y la ética que subyacen en las disciplinas humanísticas han sido fagocitadas por las variables del mercado. Los paradigmas y proyectos políticos, los programas de investigación o de acción, todos se ajustan al mismo referente, al mismo interpretante: la democracia ya no es el fin que hay que alcanzar, la libertad no es más una causa vital; ahora lo importante es asegurar las condiciones que permitan una libre circulación del capital, de la mercancía, y la literatura, mercancía de lujo para muchos, no es una excepción.
Ahora bien, sabemos que todo texto literario es una compleja red de significaciones lingüísticas que justamente establece un diálogo entre ideas y acontecimientos, y que ese diálogo, a su vez, está inscrito en la historia, es decir, que posee un pasado y un presente. En el pasado se encuentra el autor y el sentido que este le ha otorgado al texto; en el presente, la experiencia del lector. Sin embargo, por encima de este intercambio se encuentran las instituciones mediadoras, cuya única función es la de garantizar que este complejísimo proceso permanezca encerrado dentro de límites precisos.
En una época dominada por las instituciones, la institucionalidad de la literatura es indiscutible. El respeto que la literatura se debe a sí misma, y la lealtad que exige de nosotros los lectores, pone en evidencia su modus operandi. Cuando logremos apreciar el papel estratégico que las convenciones pueden desempeñar, es decir, cuando asumamos que incluso las instituciones simbólicas cumplen una función coercitiva que impacta directa e indirectamente sobre nuestras subjetividades, estaremos preparados para ver en cada texto literario no ya una "bula" corporativa, sino una muy específica forma de escritura, exenta de cualquier tipo de boato o atributo y solo atenta a su propia ejecución.
[1] Citado por Harry Levin en "La literatura como institución", incluido en Literatura y sociedad, Buenos Aires, Centro Editor de América Latina, 1977.
[2] Véase René Lourau "Instituido, instituyente, contrainstitucional", texto incluido en El lenguaje libertario. Antología del pensamiento anarquista contemporáneo, Buenos Aires, Terramar, 2005.
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